El evangelio de Juan (6,60-69) ha conservado el recuerdo de una fuerte crisis entre los seguidores de Jesús. No tenemos apenas datos. Solo se nos dice que a los discípulos les resulta duro su modo de hablar. Probablemente les parece excesiva la adhesión que reclama de ellos. En un determinado momento, “muchos discípulos se retiraron y ya no iban con él”. (...)

La gran crisis: El escándalo de la debilidad

Comentario a Jn 6, 60-69

Leemos hoy la última parte del capítulo sexto de Juan, que hemos venido meditando a lo largo de cinco domingos seguidos. El capítulo termina con una gran crisis, que lleva a muchos discípulos a abandonar el seguimiento de Jesús. Me parece muy importante meditar este texto, porque todos nosotros debemos pasar por una crisis semejante, antes de que nuestra fe se asiente, más allá de simpatías superficiales o, como diría un gran teólogo protestante, la búsqueda de una “gracia barata”. A este propósito se me ocurren dos reflexiones:

1. ¿En qué consiste el escándalo?

Los discípulos acusan a Jesús de decir “palabras duras”.  Durante mucho tiempo se explicó esta dureza como la dificultad de aceptar la expresión literal de Jesús sobre “comer su carne y beber su sangre” o que aquel trozo de pan es “su carne” y aquel vino es “su sangre”.  Pero, a estas alturas, ya sabemos que ese no era el sentido de las palabras de Jesús ni creo que eso fuera un escándalo para los judíos más habituados que nosotros al lenguaje bíblico. Como hemos venido explicando, en los domingos precedentes, “comer su carne” significa creer en la presencia divina en su humanidad y “beber su sangre” significa aceptar la donación de su vida por amor en la cruz.

Y ahí residía precisamente el problema, que desató la gran crisis. Muchos no podían aceptar la imagen de Dios que Jesús representaba. Para ellos, Dios es todo poderoso, Dios es dueño de todo, Dios triunfa siempre, Dios debe ser temido… Y así debería ser su Mesías en la tierra. Pero Jesús se presentaba como la encarnación de un Dios diferente: Un Dios que acoge al pecador, un Dios que prefiere la curación de un enfermo al respeto rígido del sábado, un Dios que se muestra débil al sufrir el castigo injusto de la cruz, un Dios que se hace solidario del ser humano hasta compartir su condición de mortalidad…

Y eso, para muchas buenas personas religiosas, era inaceptable. Se habían entusiasmado con las palabras maravillosas de Jesús, se habían visto atraídos por su deseo de renovar la religión, se conmovían ante su amor por los enfermos… Pero ahora iba demasiado lejos. Ahora les invitaba a un profundo cambio en su imagen de Dios. Ahora les pedía que superaran toda hipocresía y falsedad para aceptar que también ellos eran pobres, pecadores, frágiles y dejar que Dios se hiciera compañero de su fragilidad, para curarles desde la raíz de su orgullo ciego y absurdo.

2. ¿Cuál es nuestro escándalo?

También nosotros pasamos por momentos de escándalo. Pero no se trata, a mi juicio, de dificultades de tipo teórico o intelectual sobre algún “misterio” que no entendemos. Ciertamente, hay cosas de la verdad revelada, como de la vida, que no entendemos en algún momento de nuestra historia. Ciertamente, debemos tratar de entender cada vez mejor nuestra fe a partir de nuestra cultura y de nuestras experiencias personales. Pero, a mi juicio, el verdadero escándalo que nos impide creer y aceptar a Jesucristo con radicalidad es la incapacidad para aceptar nuestra propia fragilidad (personal y social);nos escandaliza el pecado de tantos (dentro y fuera de la Iglesia); nos escandaliza nuestro propio pecado y nuestros fracasos; nos escandaliza que Dios no actúe como un mago que resuelve todos los problemas; nos escandaliza un Jesucristo que no triunfa, que se hace pobre y humilde, que fracasa en la cruz, que confía en Dios a pesar de todo; que se hace cercano y solidario de los pobres, los enfermos y los pecadores.

Y, sin embargo, en esto consiste el mayor don, el que, como dice Juan, hace que los que creen se conviertan en hijos. Esta fe hace que mi vida no sea una carrera por demostrar que soy el mejor, que no me equivoco nunca, que triunfo siempre. Esa obsesión me lleva normalmente a vivir en la hipocresía y en la falsedad. Jesús, sin embargo, acepta su fragilidad humana que le lleva al fracaso, al rechazo y a la muerte. Pero, aceptando esa su humanidad, Jesús es precisamente “hijo”, incondicionalmente amado y capaz de amar sin condiciones. Creer eso, “comer esa carne” de Jesús, comulgar con este Jesús, Hijo obediente, es encontrar la vía del amor, es encontrar una vida que supera toda dificultad. No aceptarlo, no “comerlo” es seguir viviendo lejos del Padre, en la mentira de un Adán que se cree falsamente “dios”.

Todos nosotros, en algún momento de nuestra vida, tenemos que pasar por esta crisis: ¿Pretendo ser, como Adán, un falso “dios” o, como el hijo pródigo, vivir lejos de la casa paterna, creándome una falsa autonomía y brillantez personal? O ¿Me acepto a mí mismo, en mi fragilidad, y acepto la solidaridad de Jesús que baja conmigo al río Jordán de mi fragilidad y conmigo se alza hasta la comunión con el Padre?

Participar en la comunión es afianzar cada día esta segunda respuesta, ante los continuos motivos de escándalo que se nos presentan en nosotros y alrededor de nosotros.
P. Antonio Villarino
Bogotá

PREGUNTA DECISIVA
Juan 6, 60-69

El evangelio de Juan ha conservado el recuerdo de una fuerte crisis entre los seguidores de Jesús. No tenemos apenas datos. Solo se nos dice que a los discípulos les resulta duro su modo de hablar. Probablemente les parece excesiva la adhesión que reclama de ellos. En un determinado momento, “muchos discípulos se retiraron y ya no iban con él”.

Por primera vez experimenta Jesús que sus palabras no tienen la fuerza deseada. Sin embargo, no las retira sino que se reafirma más: “Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida, pero algunos de vosotros no creen”. Sus palabras parecen duras, pero transmiten vida, hacen vivir, pues contienen Espíritu de Dios.

Jesús no pierde la paz. No le inquieta el fracaso. Dirigiéndose a los Doce les hace la pregunta decisiva: “¿También vosotros queréis marcharos?”. No los quiere retener por la fuerza. Les deja la libertad de decidir. Sus discípulos no han de ser siervos sino amigos. Si quieren puede volver a sus casas.

Una vez más Pedro responde en nombre de todos. Su respuesta es ejemplar. Sincera, humilde, sensata, propia de un discípulo que conoce a Jesús lo suficiente como para no abandonarlo. Su actitud puede todavía hoy ayudar a quienes con fe vacilante se plantean prescindir de toda fe.

“Señor, ¿a quién iríamos?”. No tiene sentido abandonar a Jesús de cualquier manera, sin haber encontrado un maestro mejor y más convincente: Si no siguen a Jesús se quedarán sin saber a quién seguir. No se han de precipitar. No es bueno quedarse sin luz ni guía en la vida.

Pedro es realista. ¿Es bueno abandonar a Jesús sin haber encontrado una esperanza más convincente y atractiva? ¿Basta sustituirlo por un estilo de vida rebajada, sin apenas metas ni horizonte? ¿Es mejor vivir sin preguntas, planteamientos ni búsqueda de ninguna clase?

Hay algo que Pedro no olvida: “Tús palabras dan vida eterna”. Siente que las palabras de Jesús no son palabras vacías ni engañosas. Junto a él han descubierto la vida de otra manera. Su mensaje les ha abierto a la vida eterna. ¿Dónde podrían encontrar una noticia mejor de Dios?

Pedro recuerda, por último, la experiencia fundamental. Al convivir con Jesús han descubierto que viene del misterio de Dios. Desde lejos, a distancia, desde la indiferencia o el desinterés no se puede reconocer el misterio que se encierra en Jesús. Los Doce lo han tratado de cerca. Por eso pueden decir: “Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. Seguirán junto a Jesús.
José Antonio Pagola
Musica Liturgica