Nuestros pueblos y ciudades ofrecen hoy un clima poco propicio a quien quiera buscar un poco de silencio y paz para encontrarse consigo mismo y con Dios. No Es fácil liberarnos del ruido permanente y del asedio constante de todo tipo de llamadas y mensajes. Por otra parte, las preocupaciones, problemas y prisas de cada día nos llevan de una parte a otra, sin apenas permitirnos ser dueños de nosotros mismos.

De lo que rebosa el corazón habla la boca

Seguimos leyendo hoy, último domingo ordinario antes de empezar la Cuaresma, el sermón de la llanura con el que Lucas nos transmite la propuesta central de Jesús. En los versículos de hoy se nos recuerdan  algunos dichos de Jesús, que se centran en tres parábolas concatenadas entre sí:

  1. La ceguera del falso guía. Si tú estás ciego, es decir, si careces de sabiduría, si no sabes conducir tu propia vida, ¿cómo puedes pretender guiar a otros? Cierto que Jesús sabe bien que todos somos un poco ciegos y todos nos ayudamos unos a otros a encontrar el camino de la vida, a pesar de nuestras carencias. Pero lo que Jesús nos dice es que no seamos hipócritas, que no intentemos aparecer como más santos de lo que somos, que aceptemos  nuestra propia debilidad y caminemos juntos en ayuda mutua; que busquemos ser discípulos antes de pretender ser maestros.
  2. La astilla y la viga: Siguiendo con el símil del ojo, Jesús da un paso más y se pregunta qué me impide ver y dice que a veces el impedimento que hay en mí puede ser mayor (una viga) que el del prójimo (una astilla). El dicho es un llamado claro a ser conscientes de nuestros propios fallos antes de insistir en los de los demás. Si soy consciente de mis propios pecados o defectos, seguramente seré más comprensivo con los de los demás.
  3. El árbol y los frutos: Avanzando en la reflexión, Jesús pone otra comparación muy elocuente: El árbol se conoce por sus frutos. La aplicación es también muy evidente: al ser humano se le conoce por las obras que hace, porque, dice Jesús, “de lo que rebosa el corazón habla la boca”.

Los tres dichos, encadenados entre sí, nos invitan a cultivar nuestro corazón, es decir, nuestra identidad más profunda, nuestra identidad de hijos amados por el Padre y de hermanos que respetan profundamente a los demás hijos de Dios. Si cultivamos eso en nuestro interior, seguramente nuestras palabras y acciones serán como frutos buenos para nosotros mismos y para los demás. Serán frutos de respeto, alegría, benevolencia, perdón, fraternidad, ayuda, comprensión…  Pero si en el interior cultivamos desconfianza, desprecio, odio, falta de fe… las palabras y las obras que salgan de nosotros serán malas para nosotros mismos y para los demás.
P. Antonio Villarino
Bogotá

Lucas 6, 39-45

DETENERSE
José A. Pagola

Nuestros pueblos y ciudades ofrecen hoy un clima poco propicio a quien quiera buscar un poco de silencio y paz para encontrarse consigo mismo y con Dios. No Es fácil liberarnos del ruido permanente y del asedio constante de todo tipo de llamadas y mensajes. Por otra parte, las preocupaciones, problemas y prisas de cada día nos llevan de una parte a otra, sin apenas permitirnos ser dueños de nosotros mismos.

Ni siquiera en el propio hogar, invadido por la televisión y escenario de múltiples tensiones, es fácil encontrar el sosiego y recogimiento indispensables para encontrarnos con nosotros mismos o para descansar gozosamente ante Dios. Pues bien, precisamente en estos momentos en que necesitamos más que nunca lugares de silencio, recogimiento y oración, los creyentes mantenemos con frecuencia cerrados nuestros templos e iglesias durante buena parte del día.

Se nos ha olvidado lo que es detenernos, interrumpir por unos minutos nuestras prisas, liberarnos por unos momentos de nuestras tensiones y dejarnos penetrar por el silencio y la calma de un recinto sagrado. Muchos hombres y mujeres se sorprenderían al descubrir que, con frecuencia, basta pararse y estar en silencio un cierto tiempo, para aquietar el espíritu y recuperar la lucidez y la paz.

Cuánto necesitamos los hombres y mujeres de hoy encontrar ese silencio que nos ayude a entrar en contacto con nosotros mismos para recuperar nuestra libertad y rescatar de nuevo toda nuestra energía interior. Acostumbrados al ruido y a la agitación, no sospechamos el bienestar del silencio y la soledad. Ávidos de noticias, imágenes e impresiones, se nos ha olvidado que sólo alimenta y enriquece de verdad aquello que somos capaces de escuchar en lo más hondo de nuestro ser.

Sin ese silencio interior, no se puede escuchar a Dios, reconocer su presencia en nuestra vida y crecer desde dentro como seres humanos y como creyentes. Según Jesús, la persona “saca el bien de la bondad que atesora en su corazón”. El bien no brota de nosotros espontáneamente. Hemos de cultivarlo y hacerlo crecer en el fondo del corazón. Muchas personas comenzarían a transformar su vida si acertaran a detenerse para escuchar todo lo bueno que Dios suscita en el silencio de su corazón.
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