Lo que necesitamos hoy en la Iglesia no es solo introducir pequeñas reformas, promover el “aggiornamento” o cuidar la adaptación a nuestros tiempos. Necesitamos una conversión a nivel más profundo, un “corazón nuevo”, una respuesta responsable y decidida a la llamada de Jesús a entrar en la dinámica del reino de Dios.

¿Meros sucesos de crónica o historia de salvación?

Éx. 3,1-8.13-15; Sl. 102; 1Cor. 10,1-6.10-12; Lc. 13,1-9

Reflexiones
Auschwitz, Hiroshima, Torres Gemelas, terremotos, tsunamis, huracanes, enésimo accidente de la noche del sábado... Y todas las demás víctimas de guerras (Kiev, Mariúpol…), atentados, masacres, violencias, esclavitudes, epidemias, sida... ¿Quién tiene la culpa de estos males? ¿Es un castigo de Dios? ¿Existe una manera diferente de mirar las desgracias? ¿Pueden ser una invitación a la conversión del corazón? ¿Cómo interpreta Jesús los hechos de este tipo? Estas son algunas de las muchas preguntas que nos hacemos ante males tan grandes. Jesús estaba informado y atento sobre los hechos del día (Evangelio): reflexiona sobre ellos, los juzga con criterios propios, nuevos, no según la mentalidad corriente, hace de ellos un análisis crítico, los comenta.

Algunos intentaban involucrar a Jesús en una crítica pública a Pilato por un hecho ciertamente sanguinario y sacrílego (v. 1). La lección que Jesús saca de aquel hecho, así como de la muerte de 18 personas por la caída de la torre de Siloé, sobrepasa la interpretación común de la mayoría, que, de una manera simplona, los atribuía a un castigo de Dios. Jesús, en cambio, lee en esos hechos una invitación de Dios para un cambio de vida, al fin de no perecer todos de la misma manera (v. 3.5). La provocación era insidiosa: en el caso de Pilato, creer que bastaba con rebelarse y suplantar al procurador romano; en el caso de las víctimas de la torre, pensar en seguida en un castigo por un pecado o en una intervención de agentes externos (incluido Dios). Es la reacción más frecuente y más cómoda: acusar a los demás, buscar un culpable externo, pensar que el mal está en las cosas fuera de nosotros, vincular desgracias y enfermedades con culpas cometidas o con un castigo divino... Se trata de actitudes típicas de la mentalidad pagana, que los misioneros encuentran a menudo en ámbitos no cristianos, pero también entre bautizados no plenamente convertidos.

Esa mentalidad nos impide llegar a las causas verdaderas de los males que ocurren, sumiéndonos en el fatalismo y en la pasividad; nos hace olvidar que la enfermedad y la muerte son connaturales con nuestra vida humana limitada; y nos induce a la falsa idea de un dios castigador e intervencionista. Jesús nos libera de esa mentalidad y nos ofrece criterios nuevos para afrontar los problemas agobiantes e inevitables acerca de la relación entre Dios y las desgracias, enfermedad, sufrimiento, muerte… Jesús va a la raíz de los problemas. Ante todo, nos invita a rechazar la idea de un Dios que golpea y castiga, que derriba torres y hace sufrir a gente inocente; Dios no tiene nada que ver con el derrumbe de una casa, con un puente o un avión que cae, un temblor o un huracán. Jesús nos presenta a un Dios que se hace cargo de nosotros, sana, enseña, acoge, perdona, está cerca del que llora y sufre; pero no realiza milagros para dar espectáculo o para suplir a injusticias y estupideces humanas. Es un Dio que nos ha creado libres, capaces y responsables, para resolver numerosos problemas.

Jesús nos amonesta: “Si no se convierten, perecerán todos” (v. 5). Es decir, si devastamos agua, aire, creación, nos destruiremos todos. Si seguimos olvidando a Dios para dar prioridad al provecho y al dinero, prevalecerá la cultura de la indiferencia, de la violencia, del desecho, y moriremos todos. Si no aprendemos a convivir con respeto y fraternidad entre personas de culturas y religiones diferentes, provocaremos una catástrofe universal. Jesús nos invita a convertirnos, a cambiar el corazón para que las cosas mejoren. Las cosas van a prosperar, si las personas cambian desde dentro; solo a partir de un cambio del corazón mejorarán las estructuras humanas, religiosas, sociopolíticas. Esta es la noticia buena y nueva: el Evangelio cambia la mentalidad, el corazón, la vida.

El comentario de Jesús sobre esos sucesos no es una evasión, sino una lectura más profunda. El Evangelio no pasa al margen de la historia, no se limita a rozarla, entra dentro de los hechos, llega a la conciencia de las personas: allí Dios construye su Reino de amor y de libertad. “El Reino de Dios no es algo paralelo a la historia, la interpela y la interpreta. A su vez, los hechos de nuestra vida nos permiten comprender mejor el alcance del mensaje” (Gustavo Gutiérrez). Rozamos aquí la relación, siempre misteriosa, entre la Providencia divina y la autonomía de la historia con sus acontecimientos, que no son, de por sí, portadores de castigo o de premio. El cristiano, con un discernimiento iluminado por la fe, sabe leer en ellos un mensaje, una oportunidad de conversión, el sentido de la existencia humana. El cristiano experimenta que el amor de Dios no nos libera ‘del’ sufrimiento, pero nos acompaña ‘en’ el sufrimiento y lo llena de su presencia.

Ante hechos dolorosos y atroces, no sirve preguntarse: ¿dónde estaba Dios con su omnipotencia? Nos exponemos a olvidar los amplios espacios de libertad que Dios confía al hombre. Solo el hombre es responsable de las injusticias que comete, de los males que no evita, de las desgracias que no previene. Dios no hace morir a gente inocente; Dios no tiene que ver con el derrumbe de una casa. Hermes Ronchi comenta: “¿Dónde estaba Dios? No. ¿Dónde estaba el hombre, ese día? Si el hombre no cambia, si no se convierte en constructor de alianza y de libertad, esta tierra irá a la ruina porque se funda sobre la arena de la violencia y de la injusticia”. Por dos veces Jesús repite: “Si no se convierten, perecerán todos” (v. 3.5). Por eso, Dios tiene con nosotros misericordia y paciencia: nos regala el tiempo como realidad en la cual se realiza la salvación. Es más, nos da un tiempo adicional, “todavía este año”, para dar fruto (v. 7-9). En la parábola del dueño que quiere cortar el árbol (v. 7), podemos ver nuestra falsa idea de un dios castigador, impaciente. Por el contrario, nuestro Dios ama identificarse con el viñador que cultiva y poda la vid para que dé más fruto (cf Jn 15,1-2); Él es el “Dios campesino” enamorado de cada una de sus plantas, que espera con paciencia, dispuesto a dar siempre nuevas oportunidades, nuevos cuidados (podar, cavar alrededor, abonar: v. 8). Dios no se queda en aquello que hemos hecho ayer, nos ofrece nuevas estaciones para que demos mejores productos.  

San Pablo nos advierte (II lectura) que la experiencia del pueblo de Israel nos sirva de ejemplo y para escarmiento nuestro (v. 6.11): a pesar de que todos fueron testigos y partícipes de incontables obras de Dios en su favor, muchos no agradaron a Dios y se perdieron (v. 5). El mensaje es claro: no ilusionarse con supuestos méritos, sino vivir humildemente con coherencia (v. 12). Siempre con la confianza puesta en Dios, amante y liberador de su pueblo. En efecto, en la zarza que ardía sin consumirse (I lectura) Dios se ha revelado a Moisés como Dios de la vida, Dios de los antepasados (v. 6), Dios que ve la opresión de su pueblo, oye sus quejas, conoce sus sufrimientos y se acerca para liberarlo (v. 7-8). Él es el que es (v. 14), Dios presente siempre, en todas partes, con todos. Emmanuel. Presencia creadora y liberadora. El compromiso evangelizador de los grandes misioneros nace siempre, como en Moisés (v. 4-5), de una fuerte experiencia de Dios y de la cercanía al sufrimiento de la gente: este fue el camino de Francisco Javier, Pedro Chanel, Daniel Comboni, Francisca Cabrini, Teresa de Calcuta, Óscar Romero...

Palabra del Papa
«Servir a Dios, liberados del pecado, hace madurar frutos de santificación para la salvación de todos».
Papa Francisco
Mensaje para la Cuaresma 2022, n.1

P. Romeo Ballan, MCCJ

Lucas 13,1-9

ANTES QUE SEA TARDE
José A. Pagola

Había pasado ya bastante tiempo desde que Jesús se había presentado en su pueblo de Nazaret como profeta, enviado por el Espíritu de Dios para anunciar a los pobres la Buena Noticia. Sigue repitiendo incansable su mensaje: Dios está ya cerca, abriéndose camino para hacer un mundo más humano para todos.

Pero es realista. Jesús sabe bien que Dios no puede cambiar el mundo sin que nosotros cambiemos. Por eso se esfuerza en despertar en la gente la conversión: “Convertíos y creed en esta Buena Noticia”. Ese empeño de Dios en hacer un mundo más humano será posible si respondemos acogiendo su proyecto.

Va pasando el tiempo y Jesús ve que la gente no reacciona a su llamada, como sería su deseo. Son muchos los que vienen a escucharlo, pero no acaban de abrirse al “Reino de Dios”. Jesús va a insistir. Es urgente cambiar antes que sea tarde.

En alguna ocasión cuenta una pequeña parábola. El propietario de un terreno tiene plantada una higuera en medio de su viña. Año tras año viene a buscar fruto en ella, y no lo encuentra. Su decisión parece la más sensata: la higuera no da fruto y está ocupando terreno inútilmente, lo más razonable es cortarla.

Pero el encargado de la viña reacciona de manera inesperada. ¿Por qué no dejarla todavía? Él conoce aquella higuera, la ha visto crecer, la ha cuidado, no quiere verla morir. Él mismo le dedicará más tiempo y más cuidados, para ver si da fruto.

El relato se interrumpe bruscamente. La parábola queda abierta. El dueño de la viña y su encargado desaparecen de escena. Es la higuera la que decidirá su suerte final. Mientras tanto, recibirá más cuidados que nunca de ese viñador que nos hace pensar en Jesús, “el que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”.

Lo que necesitamos hoy en la Iglesia no es solo introducir pequeñas reformas, promover el “aggiornamento” o cuidar la adaptación a nuestros tiempos. Necesitamos una conversión a nivel más profundo, un “corazón nuevo”, una respuesta responsable y decidida a la llamada de Jesús a entrar en la dinámica del reino de Dios.

Hemos de reaccionar antes que sea tarde. Jesús está vivo en medio de nosotros. Como el encargado de la viña, él cuida de nuestras comunidades cristianas, cada vez más frágiles y vulnerables. Él nos alimenta con su Evangelio, nos sostiene con su Espíritu.
Hemos de mirar el futuro con esperanza, al mismo tiempo que vamos creando ese clima nuevo de conversión y renovación que necesitamos tanto y que los decretos del Concilio Vaticano II no han podido hasta hora consolidar en la Iglesia.
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La ligereza del mal y la conversión

Lc 13, 1-9

Lucas reproduce en el capítulo 13, que leemos en este tercer domingo de cuaresma, un hecho de crónica que hoy aparecería en las primeras páginas de los periódicos y en los noticieros de todos los medios de comunicación: Pilatos masacra a unos galileos “mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían” en el templo, añadiendo un matiz de sacrilegio a la noticia en sí ya bastante macabra.

Como primera reacción a esta lectura se me ocurre pensar que el mal ni es novedoso ni está superado por los avances de la humanidad. También hoy sigue habiendo demasiados hechos atroces, “salvajes”, incomprensibles, indignos de la humanidad: masacres sin cuento en los colegios, en los lugares de culto, en las plazas atestadas de pacíficos turistas, en todos los países y a manos de personas de distintas culturas y extracciones religiosas.

¿Cómo reaccionar ante esta realidad evidente, transversal y persistente a través del tiempo?

Esa es la cuestión que planteó Jesús a sus coetáneos y nos sigue planteando a nosotros. Entonces como ahora algunos siguen diciendo que estas tragedias son un castigo de Dios por la maldad, a veces escondida a nuestros ojos. Pero la mayoría de nosotros, ciudadanos de una cultura secularizada, nos contentamos con “escandalizarnos” teatralmente por estas tragedias y achacarlas a los gobiernos de turno, a alguien “poderoso”, pero siempre lejos de nuestra responsabilidad personal. A veces nos comportamos como si la cosa no fuera con nosotros, como quien “ve los toros desde la berrera”.

La respuesta de Jesús

Lo que Jesús dice es que estas tragedias son signos de los tiempos para que nosotros aprovechemos la ocasión de cambiar; son como lucecitas que se encienden para que pensemos en cómo estamos gestionando nuestra vida y ver en qué deberíamos cambiar, antes de que sea tarde. No podemos dejarnos adormecer por la banalidad y ligereza del mal. A veces parece que vamos por mal camino, pero “no pasa nada” y seguimos en lo mismo, desoyendo las llamadas de atención que se nos hacen.

Los habitantes de Jerusalén no oyeron estas llamadas, persistieron con ligereza e inconsciencia en su camino, sin aprovechar las ocasiones de conversión… hasta que, décadas más tarde, Jerusalén fue destruida y mucha sangre fue derramada bajo las ruinas del Templo o de la muralla que rodeaba la ciudad.

Los acontecimientos históricos -positivos y negativos- son signos de los tiempos que nos llaman a una conversión, un cambio. No se trata de echar la culpa a nadie sino de ver qué cambios debemos producir para evitar que se repitan.

Ese es el don de la cuaresma: invitarnos a aprovechar esta ocasión de cambio, antes de que sea demasiado tarde.

P. Antonio Villarino
Bogotá