La figura de Tomás como discípulo que se resiste a creer ha sido muy popular entre los cristianos. Sin embargo, el relato evangélico dice mucho más de este discípulo escéptico. Jesús resucitado se dirige a él con unas palabras que tienen mucho de llamada apremiante, pero también de invitación amorosa: «No seas incrédulo, sino creyente».

Juan 20, 19-31

NO SEAS INCRÉDULO SINO CREYENTE
José A. Pagola

La figura de Tomás como discípulo que se resiste a creer ha sido muy popular entre los cristianos. Sin embargo, el relato evangélico dice mucho más de este discípulo escéptico. Jesús resucitado se dirige a él con unas palabras que tienen mucho de llamada apremiante, pero también de invitación amorosa: «No seas incrédulo, sino creyente». Tomás, que lleva una semana resistiéndose a creer, responde a Jesús con la confesión de fe más solemne que podemos leer en los evangelios: «Señor mío y Dios mío».

¿Qué ha experimentado este discípulo en Jesús resucitado? ¿Qué es lo que ha transformado al hombre hasta entonces dubitativo y vacilante? ¿Qué recorrido interior lo ha llevado del escepticismo hasta la confianza? Lo sorprendente es que, según el relato, Tomás renuncia a verificar la verdad de la resurrección tocando las heridas de Jesús. Lo que le abre a la fe es Jesús mismo con su invitación.

A lo largo de estos años, hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más escépticos, pero también más frágiles. Nos hemos hecho más críticos, pero también más inseguros. Cada uno hemos de decidir cómo queremos vivir y cómo queremos morir. Cada uno hemos de responder a esa llamada que, tarde o temprano, de forma inesperada o como fruto de un proceso interior, nos puede llegar de Jesús: «No seas incrédulo, sino creyente».

Tal vez, necesitamos despertar más nuestro deseo de verdad. Desarrollar esa sensibilidad interior que todos tenemos para percibir, más allá de lo visible y lo tangible, la presencia del Misterio que sostiene nuestras vidas. Ya no es posible vivir como personas que lo saben todo. No es verdad. Todos, creyentes y no creyentes, ateos y agnósticos, caminamos por la vida envueltos en tinieblas. Como dice Pablo de Tarso, a Dios lo buscamos «a tientas».

¿Por qué no enfrentarnos al misterio de la vida y de la muerte confiando en el Amor como última Realidad de todo? Ésta es la invitación decisiva de Jesús. Más de un creyente siente hoy que su fe se ha ido convirtiendo en algo cada vez más irreal y menos fundamentado. No lo sé. Tal vez, ahora que no podemos ya apoyar nuestra fe en falsas seguridades, estamos aprendiendo a buscar a Dios con un corazón más humilde y sincero.

No hemos de olvidar que una persona que busca y desea sinceramente creer, para Dios es ya creyente. Muchas veces, no es posible hacer mucho más. Y Dios, que comprende nuestra impotencia y debilidad, tiene sus caminos para encontrarse con cada uno y ofrecerle su salvación.
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La figura de Tomás

Este día se conmemora la aparición de Cristo a sus discípulos en la tarde del domingo después de Pascua. También recuerda la aparición del Señor a sus discípulos ocho días más tarde, cuando San Tomas estaba presente y proclamó “Mi Señor y mi Dios” al ver las manos y el costado de Cristo.

La figura de Tomás, uno de los doce discípulos que aparece en el Evangelio de Juan (Jn 20, 19-31) se ha caracterizado comúnmente por ser signo de la duda, la falta de confianza y la incredulidad.  El evangelista narra la aparición de Jesús resucitado que se coloca en medio de los discípulos saludándoles con un mensaje de paz, y mostrándoles sus manos, su costado traspasado y herido por los clavos de la crucifixión. La escena contiene imágenes y sentimientos encontrados: el resucitado se presenta herido y traspasado por los clavos, su saludo de paz se realiza entre las “heridas abiertas”; al mismo tiempo los discípulos experimentan la alegría de verlo, el envío que Jesús hace a sus discípulos sostenido por el aliento del Espíritu Santo que les comunica poder para perdonar. No obstante, los discípulos sienten miedo y como consecuencia se encierran temiendo vivir el destino de su maestro que venía de ser crucificado. No obstante, este miedo que los “encierra” no impide que el Cristo se haga presente en medio de ellos y les ofrezca una bendición que responda a la necesidad de ese instante: ¡la paz esté con ustedes !

Este pasaje consta de tres perícopas:

  1. (vv. 19-23), Jesús vuelve a los suyos, los libera del miedo que experimentan y los envía a continuar su misión, para lo cual les comunica el espíritu. La comunidad cristiana se constituye alrededor de Jesús vivo y presente.
  2. (vv24-29), relata la incredulidad de Tomás. Tomas no hace caso del testimonio de la comunidad, no busca a Jesús fuente de vida, sino a una reliquia del pasado que pueda constatar palpablemente, Jesús se la concede pero en el seno de la comunidad.
  3. (vv. 30-31). Jesús realizó en presencia de sus discípulos muchas señales. Para que creamos en Él y para que creyendo tengamos vida.

VIVIR SIN HABER EXPERIMENTADO LA RESURRECCIÓN
Muchos de nosotros que nos consideramos creyentes, podemos estar viviendo como los discípulos del evangelio, “al anochecer”, “con las puertas cerradas”,” llenos de miedo”, “temerosos de las autoridades”. Inmersos en la vieja creación; no hemos visto ni experimentado al Resucitado; la humanidad nueva parece ausente de nuestras vidas; nuestra vida puede estar oculta, replegada sin dar testimonio; como si no tuviéramos alegría, perdón y vida para transmitir.

Siendo el “Primer día de la semana”, el primero de la nueva creación, podemos seguir aferrados a lo viejo, a lo de antes. Abramos nuestra mente y nuestro corazón para reconocerlo vivo en medio de nosotros. Pero,  ¿cuál es el signo que me permite reconocerlo en mi vida, en mi comunidad, en mi familia y en la iglesia Hoy?

SIGNOS DE SU PRESENCIA

  1. La donación de la paz. “paz a vosotros”. Ha sido el saludo del resucitado. Cada nuevo día Él se dirige a mí con este mismo saludo.
  2. Soplo creador que infunde aliento de vida. “Soplo sobre ellos”. Al soplar y darles el Espíritu, Jesús confiere a los discípulos la misión de dar vida y los capacita para dicha misión. Con este nuevo aliento de Jesús resucitado, el ser humano es re -creado. Nuestro compromiso por tanto es, el de luchar por una vida más humana, más plena y más feliz.
  3. Experiencia del Perdón. Los discípulos han experimentado al resucitado como alguien que les perdona. Ningún reproche, al abandono, a la cobarde traición, ninguna exigencia para reparar la injuria. El perdón despierta esperanza y energías en quien perdona y en el que es perdonado, es la virtud de la persona nueva de la persona resucitada.
  4. Los estigmas de Jesús. Los estigmas de su amor y sufrimiento por nosotros, son signos de su presencia. Puedo descubrir la presencia del Resucitado, en los que llevan señales de sufrimiento, marginación, pobreza, olvido, exclusión; en los que sufren y dan su vida por crear vida, en los que llevan los estigmas de la marginación por ello. ¡Ahí está el Resucitado!.

El encuentro con Jesús  Resucitado para mí y para ti, debe ser experiencia que reanime nuestra fe y nuestra vida, nos abra horizontes nuevos y nos impulse a anunciar la Buena noticia y a dar testimonio, en un mundo donde existen dudas de fe, división, injusticia y sombras de muerte. También a nosotros, hoy, en este Domingo que san Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, el Señor nos muestra, por medio del Evangelio, sus llagas. Son llagas de misericordia. Es verdad: las llagas de Jesús son llagas de misericordia.

Jesús nos invita a mirar sus llagas, nos invita a tocarlas, como a Tomás, para sanar nuestra incredulidad. Nos invita, sobre todo, a entrar en el misterio de sus llagas, que es el misterio de su amor misericordioso. A través de ellas, como por una brecha luminosa, podemos ver todo el misterio de Cristo y de Dios: su Pasión, su vida terrena –llena de compasión por los más pequeños y los enfermos–, su encarnación en el seno de María. Y podemos recorrer hasta sus orígenes toda la historia de la salvación: las profecías –especialmente la del Siervo de Yahvé–, los Salmos Ley y la alianza, hasta la liberación de Egipto, la primera pascua y la sangre de los corderos sacrificados; e incluso hasta los patriarcas Abrahán, y luego, en la noche de los tiempos, hasta Abel y su sangre que grita desde la tierra. Todo esto lo podemos verlo a través de las llagas de Jesús Crucificado y Resucitado y, como María en el Magnificat, podemos reconocer que «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1,50)
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