Introducción

Para un Instituto misionero, su espiritualidad es con toda seguridad una de las garantías de la fidelidad común a la llamada misionera. Y seguramente toda espiritualidad misionera auténtica se fundamenta en la Palabra de Dios. Reclama a un encuentro con la revelación divina, como se presenta en las Escrituras y en la Historia. También presenta un importante elemento de inserción humano, una encarnación personal en una realidad concreta, con la asimilación real de los valores religiosos del pueblo. Una verdadera espiritualidad misionera consiste, por tanto, en una inmersión total en la Palabra de Dios y en el estar abierto y ser sensible a las realidades humanas concretas. Semejante espiritualidad brota de una unión fuerte con Dios y de un amor hacia las personas, de un llevarlas en el propio corazón, conservando la belleza de sus culturas, curándoles las heridas y confiando en su futuro.

-             El Dios que Comboni encontró en su juventud y como intrépido misionero en las lejanas misiones de África Central se le reveló como un misericordioso y compasivo Buen Pastor.

-             Él permitió que su “Corazón” fuera traspasado para  nuestra salvación.

-             En su servicio misionero, Comboni aprendió a dar a Dios el derecho de hacerle recorrer el camino real de la Cruz.

Esta son las tres imágenes bíblicas que caracterizan nuestra espiritualidad.

Hablando de estas imágenes, las Actas Capitulares de 2009 nos recuerdan que “como Misioneros Combonianos descubrimos en el misterio de la Cruz del Buen Pastor la razón que nos anima a una donación total y nos empuja hacia los pobres y abandonados” (20). “La donación total que nos exige asumir situaciones muy difíciles está marcada por la cruz” (21).

El Buen Pastor

La idea de que Dios fuese el pastor de su pueblo era clara para los hebreos de los tiempos antiguos, pero el concepto siguió vivo también en las primeras comunidades cristianas. Este concepto teológico, desarrollado desde la experiencia social concreta de la gente, siguió imbuyendo la concepción de los líderes religiosos y políticos. Una rápida mirada a esta metáfora revela que sigue siendo aún hoy en día un reto para todo misionero.

Desde el punto de vista social, el nomadismo era preponderantemente el estilo de vida de la gente. Incluso entre los países limítrofes, donde se había alcanzado un cierto nivel de vida sedentaria, buena parte de la población seguía llevando una vida nómada que consistía en movimientos frecuentes de personas y animales en busca de pastos y lugares donde hubiese agua. En una sociedad de este tipo era muy probable que la imagen del pastor influenciase con facilidad el pensamiento de la gente. En las difíciles condiciones climáticas del desierto, quien conducía el rebaño debía tener un buen conocimiento de la localización geográfica de los pastos y de la presencia de agua, en los distintos períodos del año. Para el pastor, esto significaba tener un óptimo sentido de la orientación en la vastedad del desierto, donde todo parece igual y, aparentemente, con pocos puntos de referencia. Tenía que conocer bien los recorridos e itinerarios justos que aseguraban la supervivencia de su grey y su familia.

Ser considerado un buen pastor en ese tipo de sociedad era verdaderamente un honor, indicaba respeto y aprecio. Las cualidades de un buen pastor estaban bien delineadas. Era quien proveía a la nutrición y al descanso de la grey. Para los animales domésticos, inclinados a vagabundear e incapaces de encontrar el camino sin ayuda, un buen pastor era quien conocía bien el camino y caminaba delante, indicando la dirección a seguir. Un buen pastor conocía y podía evitar fácilmente los lugares del desierto en los que había depredadores y animales feroces. Tenía que ser una persona con coraje, en grado de dar seguridad y protección a su grey en caso de ser atacada. Caminar en el desierto puede llevar a que los animales se cansen y a que consumen energía. Un buen pastor, por tanto, tenía que ser paciente, especialmente con los animales débiles y jóvenes y con las madres en cinta.

Dados los escasos recursos del desierto, un buen pastor tenía que ayudar a su propia familia a no echar raíces profundas en una determinada localidad, lo que hubiese llevado a la autodestrucción y a comprometer la calidad de la grey. Por lo tanto la estructura típica del asentamiento humano era una tienda, que se plantaba fácilmente y de la misma manera se desmontaba. Esto significaba desarraigo de las cosas materiales que sin embargo se asocian con las poblaciones sedentarias.

En un contexto semejante, resulta bastante claro porqué fuese fácil, para la gente, concebir al propio Dios de forma antropomorfa, con los atributos de un buen pastor, bajo cuya guía no se tendría miedo de nada, porque “el Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 23,1).

Uno de los mayores esfuerzos de los líderes religiosos del tiempo fue el de hablar a la gente con un lenguaje que fuese comprendido. Como un buen pastor, Dios también vive en medio de su pueblo en una morada temporal, la Tienda del Santuario. El desierto se convierte en un lugar privilegiado, donde la gente aprende a depender de Dios y de los demás para sobrevivir. En el desierto encuentran a un Dios que provee y que les conduce de la esclavitud a la libertad y a una tierra nueva. En este desierto, Dios, el Buen Pastor, se deja implicar en las alegrías y en las luchas de su pueblo. La victoria del pueblo no depende ya de su valor y astucia, sino del hecho de que Dios se hace cargo de él. Su autoridad sobre su pueblo como Buen Pastor se funda en su dulzura, dedicación y amor hacia el pueblo.

La imagen del buen pastor se aplicaba también a los líderes políticos. Israel era un estado cojinete y fácil presa de las potencias militares que luchaban entre sí: Egipto, Asiria y Persia. La gente necesitaba un líder político que le asegurase protección y autonomía nacional. Las desilusiones de la gente en sus propios líderes, con una serie de inestabilidades políticas debidas a causas internas y externas, le había llevado a desarrollar la profunda esperanza en un futuro Pastor-Mesías que habría restablecido en el país una guía política temerosa de Dios y la libertad de la dominación y opresión extranjera.

En resumen, la imagen del Buen Pastor es, sin duda, un tema profundamente misionero y ciertamente uno de los signos bíblicos de un intento bien pensado de inculturación del mensaje de esperanza, de estímulo y de salvación mediante un lenguaje apropiado al pueblo.

La Cruz

La Cruz en Comboni tuvo un lugar especial en su camino espiritual hasta los últimos momentos de su vida. La Cruz fue para él una parte integrante de la misión. Su vida y Escritos revelan una profunda comprensión del valor salvífico de la pasión de Cristo. Su relación nupcial con la Cruz estuvo íntimamente unida a su fidelidad al empeño misionero, una vida vivida al servicio de los demás, revelando una clara comprensión de lo que el misterio pascual significó en el ministerio de Cristo.

La pasión de Cristo es, sobre todo, una historia de fidelidad de Jesús a la misión recibida y su decidido confiarse a la voluntad del Padre que le había enviado. “Padre mío”, dijo, “si es posible, pase de mi este cáliz. Pero no como yo quiero sino como quieres tu” (Mt. 26,39). A través de los relatos de la pasión, llegamos a saber que Jesús es uno con el Padre no solo en vida sino también en la muerte. Sus palabras en la cruz: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23,46) expresan la íntima unión entre él y el Padre incluso en lo que, humanamente hablando, es el momento más trágico de su vida y de su muerte. ¡Conservó su unión con el Padre hasta el final!

La pasión o la Cruz es también la historia de la fidelidad de Dios Padre. Esto lo expresa maravillosamente el primer evangelista. Mateo empieza su Evangelio con una larga lista de los antepasados de Jesús. En esta lista hay algo que siempre nos tomamos a la ligera, y que sin embargo nos ayuda mucho a iluminar el significado y la belleza de la pasión y de la Cruz en la vida de todo fiel. En ese pasaje de la genealogía de Jesús, cuatro veces se menciona el triste período del exilio en Babilonia, una experiencia dolorosa e inolvidable. Ese período de la cautividad babilonense es para el pueblo de Israel uno de los momentos de su discontinuidad como nación y como pueblo. A su vez significó, en su historia, uno de los momentos más bellos de la presencia de la mano de Dios que le guiaba en su vida. De la misma forma, para un misionero, más aún, para todo creyente, la Cruz que aparentemente parece ser una derrota, un escándalo, como San Pablo dice (1 Cor. 1,23), un final, una total discontinuidad de la misión, se convierte en ocasión de una vida nueva e increíble. Un momento de una mayor y profunda comprensión de lo que Jesús era realmente: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!” (Mc. 15,39). Para Comboni, la Cruz fue la ocasión para reconocer la presencia salvífica de Dios en su obra, la cercanía divina incluso en los momentos más oscuros de su ministerio, un momento para un nuevo comienzo, la disponibilidad para ofrecer mil vidas para la misión.

La Cruz debe ser vista también en todo el contexto de la misión de Jesús, que fue un drama de la lucha contra las potencias del mal y con la victoria final de la bondad divina. Los Evangelios muestran claramente todo esto en sus relatos de curaciones, de exorcismos, de perdón de los pecados, de vuelta de la muerte a la vida, de la comida dada a la multitud que tenía hambre. Esto subraya la realidad de la misión en todos los tiempos y edades, es decir, la Cruz es una consecuencia inevitable de la misión. Y esto nos recuerda la convicción de Comboni que, después de años de duro trabajo y de relaciones difíciles en misión, podía reconocer verdaderamente que las grandes obras de Dios nacen y crecen a los pies de la Cruz.

A través de la Cruz comprendemos la realidad profunda de la llamada misionera a perder la propia vida por los demás, a ser servidores de todos, a servir antes que a ser servidos; una vida vivida profundamente hasta el final por los demás, una total donación de sí. Toda la vida de Jesús fue un constante e incansable esfuerzo por liberar vidas humanas de las garras de las fuerzas del mal, enseñando la verdad que hace libres y protege a los débiles. Toca a los intocables, rompiendo las barreras legalistas y estableciendo nuevos órdenes sociales. Su Cruz nació, por tanto, de su misión pública. Su muerte está radicada profundamente en la luz de su ministerio y es en la cruz donde las obras de amor encuentran su cumplimiento: “Todo está consumado” (Jn. 19,30).

El Sagrado Corazón de Jesús

Para los hebreos, en el Antiguo Testamento, el corazón era la sede de la bondad y de la justicia. Representaba la vida interior, mientras que el rostro simbolizaba la exterioridad de la vida humana: “Dios no mira como mira el hombre. El hombre mira las apariencias, el Señor mira el corazón” (1 Sam. 16,7). En otras culturas, el corazón era considerado la sede del alma y de la vida divina en la persona humana, el centro o el núcleo de lo que realmente cuenta. En la literatura y cultura, tanto bíblica como no-bíblica, el corazón es un símbolo emblemático, sede de la santidad y también del mal. Sobre todo es la sede del amor que constituye el ministerio y la misión de todo misionero. Este amor, que nace del corazón, tiene que ser el marco distintivo de la Iglesia: “De esto sabrán todos que sois mis discípulos, si os amaréis los unos a los otros” (Jn. 13,35).

Mientras miramos al Sagrado Corazón, existe el peligro de espiritualizar demasiado a Jesús, en detrimento de temas misionológicos que podrían ser simbolizados en este Corazón del Misionero del Padre. Mencionaré tres símbolos de profunda implicación y relieve misionológica: el “corazón abierto”, “el agua y la sangre” y la “corona de espinas”.

Corazón abierto - El “corazón abierto” podría simbolizar la apertura misionera que caracterizó todo el ministerio público de Jesús. Nos recuerda la vida vivida en total apertura hacia el otro. Es la disponibilidad a recibir y servir a todos. “Venid a mi, todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os restauraré” (Mt. 11,28). Jesús es la puerta abierta, el camino que conduce a la Nueva Vida de los hijos e hijas del Padre. Es un corazón abierto, que ha revelado todos los misterios y el conocimiento del Padre: “Os he llamado amigos, porque todo lo que he oído del Padre os lo he hecho saber” (Jn. 15,15). Sobre todo, el corazón abierto es el símbolo del amor ilimitado e incondicional que el Padre ha manifestado a través de su Hijo: “Después de amar a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el final” (Jn. 13,1).

Agua y sangre - El corazón abierto es también un manantial, una fuente de “agua y sangre”, que tiene  un profundo significado simbólico. Estos son los símbolos de la Nueva Vida y de la Salvación que Cristo nos trajo. A través de la Sangre del Cordero somos salvados y renacemos a Vida Nueva mediante las Aguas del Bautismo. Es el rescate pagado por nosotros (Mc. 10,45). La sangre nos recuerda la Nueva Alianza en una renovada relación con el Padre y los unos con los otros. Fuimos reconciliados mediante su sangre. En esta sangre que mana del corazón abierto, está también el símbolo de la Eucaristía, el cáliz que se derrama para la salvación de la humanidad. Alrededor y de la Eucaristía nace y se forma la nueva comunidad mesiánica.

Corona de espinas - Este corazón abierto, fuente de agua y de sangre, es también un corazón con una ¡“corona de espinas”! Es un crudo recuerdo de la pasión y de los sufrimientos del Misionero del Padre. Comboni vivió esta experiencia no solo en las dificultades de la misión, sino también en las difíciles relaciones humanas caracterizadas por incomprensiones y juicios. En nuestras misiones, este sufrimiento se perpetúa todavía de maneras y formas distintas en el cuerpo vivo de Cristo. Donde persisten todavía la división, el odio, la guerra, la pobreza deshumanizadora y todo lo que va contra la dignidad de la persona humana, allí está el Cuerpo de Cristo que sufre.

El misionero es también un místico que busca una relación íntima con Dios. El corazón es el lugar simbólico donde se cultiva este encuentro. Aquí es donde una experiencia religiosa verdadera y profunda encuentra una base sólida. Este encuentro se realiza plenamente en el Corazón del Misionero del Padre: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre si no es por medio de mi” (Jn. 14,6).

Conclusión

Saber el papel fundamental que la Palabra de Dios tiene en el fundamento de nuestra espiritualidad, nos invita a dejar que esta Palabra inspire nuestra vida y todos nuestros empeños pastorales. Las Actas Capitulares de 2009 nos invitan al estudio de la Palabra de Dios y a practicar la Lectio Divina, a nivel personal y comunitario (29). Se nos invita a renovar nuestros esfuerzos para comprender a fondo la Palabra que Dios ha dado a su Iglesia como guía para una alta calidad de vida cristiana. Como misioneros al servicio de la Palabra, significa recibirla de manera que permitamos ser transformados y plasmados por ella en verdaderos agentes de la salvación integral en las misiones que se nos confían. Pero recibir esta Palabra significa también escuchar a quienes en la tradición de la Iglesia han permitido a la Palabra ser la norma de su vida – es decir a los santos, como Comboni, cuya vida y escritos testimonian el poder de transformación de la Palabra. Ciertamente, para Comboni, el contacto cotidiano con la Palabra fue una de las prácticas piadosas ordinarias que hoy permiten al misionero soportar con alegría los grandes sufrimientos, incomodidades, los difíciles y peligrosos viajes y las cruces que forman parte integrante de un arduo y fatigoso apostolado (Es. 3617). En otras palabras, solo quien se pone en una actitud de escucha de la Palabra, puede llegar a ser su heraldo.

P. John Ikundu