1.     Introducción

La misión es nuestra carta de presentación en la Iglesia y en los diferentes ámbitos de la sociedad. Por eso nos reconocen, nos aprecian o nos odian. Entre nosotros, esta palabra nos une o nos separa, nos pone en conflicto… porque aún siendo esencialmente la misma vocación, los significados y modos de concretarla, son distintos. Frecuentemente decimos que la gente en la misión se hace una idea de lo que somos a partir de lo que hacemos. En esa medida nos valora y nos define, incluso se atreve a decir que uno es más misionero que otro. Entre nosotros queda aún una serie de inquietudes que nos confunden y ponen en peligro la fraternidad. Pero al final de cuentas, todos podemos decir que la misión continúa siendo una interrogante divina que necesita respuestas humanas contextualizadas, vividas desde nuestras vocaciones específicas en un camino hecho de escucha, contemplación y acciones que consideramos necesarias y urgentes.

2.     Enfoque distorsionado de nuestra vocación

Las diferentes situaciones problemáticas de los pueblos que aparecen ante nuestros ojos penetran nuestro corazón y despiertan la misericordia horizontal de nuestra vocación, haciéndonos caer en la espiral interminable de la asistencia social y de la promoción humana. De hecho, muchos de nosotros podemos dar la impresión, y mucha gente en la misión lo piensa así, que la finalidad de nuestra presencia es abrir caminos de humanización y desarrollo entre los pueblos. Nuestro buen corazón nos arrastra y nos obliga a confundirnos con cualquier asistente social o promotor humano miembro de una ONG. El problema no está en la búsqueda de soluciones a la necesidad de la gente, sino en creer que es la razón de nuestro estar ahí y, peor aún, sentirnos realizados y satisfechos con eso. Porque al final nos damos cuenta que muchos de los caminos abiertos y proyectos impulsados con mucho esfuerzo, caen cuando uno se va por la tradicional falta de continuidad, el individualismo, la falta de planeación, las divergencias metodológicas, las posibilidades y capacidades del sucesor, o bien porque no se adecúa a la cultura de los pueblos. De hecho, frecuentemente, aunque no siempre lo digamos, terminamos no del todo satisfechos, más bien preocupados o incluso frustrados.

También a veces la conciencia de ser miembros de la Iglesia, la formación que hemos recibido, el peso de una tradición misionera en la óptica sacerdotal y la falta de capacitación para acompañar los procesos de los pueblos, nos hacen caer en una propuesta cultual y sacramentalista, que en muchas ocasiones empata con la mentalidad mágica de los pueblos a los que somos enviados, y podemos conformarnos con eso. No es raro que la gente vea en nosotros una especie de promotores de un culto y una civilización extranjera que permite ciertos matices culturales del lugar y nos da un lugar privilegiado entre la gente. El enfoque práctico de nuestra vida misionera con frecuencia distorsiona el mensaje que queremos comunicar con nuestra vocación.

3.     ¿Qué espíritu estamos encarnando?

Nuestra acción refleja el espíritu que nos mueve. Para nosotros como religiosos no es una novedad decir que entre la fe y la vida existe una estrecha conexión aunque esta no sea consciente, porque los valores, los comportamientos, las actitudes, los estilos de vida y la práctica cotidiana están conectados intrínsecamente con las convicciones, es decir, con todo aquello que se cree en lo profundo. Por esta razón no se puede decir que existe un "espiritualidad desencarnada" porque el hecho ya de existir y actuar según nuestras convicciones personales o de grupo, nos hace actuar de un determinado modo que toca directamente la realidad en la que nos encontramos. El problema entonces, no es una espiritualidad "desencarnada", sino el tipo de "espíritu" que "encarnamos", porque es este "espíritu" el que tiene incidencia en la práctica individual o de grupo. Es decir, como seres humanos tenemos un "espíritu" que modela nuestro ser y nuestro hacer. Hay siempre un "espíritu" detrás de nuestro modo de ser y de actuar. Este espíritu es el que se convierte en la "fuente de nuestra espiritualidad" de la cual se deriva el rostro específico de nuestra presencia en todos los ámbitos de nuestra vida. Este espíritu habla a través de nuestro estilo de vida haciendo ver a todos aquellos que nos miran o entran en relación con nosotros, el tipo de personas que somos. Aunque seamos unos expertos en nuestra profesión, y aunque la gente sea consciente de esto, la primera realidad visible a ella es nuestra persona y el espíritu que nos mueve. La espiritualidad nos define frente a los demás. En otras palabras "el espíritu habla de nosotros." A partir de lo que la gente está percibiendo e interpretando cuando nos ve, podemos ya deducir el espíritu que está a la base de nuestra espiritualidad.

4.     Identificar los espíritus-fuente de nuestro ser

Mirando y leyendo los Evangelios con detenimiento, con escucha contemplativa y con afecto, podemos percibir que Jesús plasmaba una modificación radical del espíritu, y por lo tanto una modificación de todo el “actuar” de las personas que encontraba; en otras palabras, les daba un “espíritu nuevo”. Podríamos decir que Jesús realizó una reforma de espíritus, no de instituciones, una reforma “esencial” no transitoria. Por eso también hoy sus palabras nos siguen hablando. Él no hizo un trabajo superficial sino en lo profundo del corazón humano, es decir, en el centro orgánico de la vida, allí donde las cosas no cambian. Allí donde se generan las acciones del ser humano (Mc 7,21-23). Para Jesús estaba claro que no basta abolir o castigar los errores y las injusticias, para Él es necesario abolir el “espíritu” que genera todo esto. En los evangelios encontramos diversos espíritus que "poseen" a las personas que Jesús encuentra en su caminar cotidiano. Espíritus que a menudo son definidos como "demonios"[1] y que causan muchos tipos de enfermedades y determinan el comportamiento de estas personas, por ejemplo:

  • Los endemoniados de Gadara cuya agresividad era tanta, a tal punto de "no dejar caminar" a la gente por los caminos en los que ellos se encontraban. Es decir, estaban poseídos por un espíritu que infundía miedo en los demás; un espíritu que los hacía ver como obstáculo para el caminar de los demás[2]. Un espíritu que empuja a la persona a vivir en los "sepulcros", en el lugar de los muertos[3], el lugar de los insensibles… Un espíritu que empuja a la persona a buscar los lugares desérticos, que la lleva a aislarse, a no establecer ningún tipo de relación con los demás[4]. Es un espíritu que hace al individuo un ser agresivo, violento, aislado, solitario, insensible… incapaz de amistad y fraternidad.
  • El mudo endemoniado, esta es otra persona poseída por un espíritu que hacía incapaz de hablar. Es decir, lo hacía incapaz de expresar sus ideas, sus sentimientos, su pensamiento, sus puntos de vista... un espíritu que aunque la persona vea la realidad y no esté de acuerdo, lo obliga a callar[5]. Un espíritu que deja sin voz a la persona, lo hace incapaz de comunicación.
  • El endemoniado ciego, mudo y sordo, esta es otra persona poseída por un espíritu que provoca en ella la incapacidad de ver, de hablar y de escuchar. Un espíritu que quita a la persona la capacidad y la posibilidad de ver la realidad, de analizarla, de comprenderla... un espíritu que no deja ni si quiera la posibilidad de escuchar la realidad[6]. (incapacidad de análisis, de expresión, de escucha).
  • El epiléptico endemoniado, Esta es otra persona dominada por un espíritu que causa la inestabilidad personal, la incerteza. Un espíritu que derriba a la persona, que la hace sufrir internamente y no la deja hablar. Es un espíritu que hace gritar, que fatiga y cansa a la persona, que lo deja sin fuerzas. Un espíritu que solamente deja ver el sufrimiento de la persona pero no la deja pedir ayuda[7]. (incapacidad de pedir ayuda, incertidumbre, desconfianza, inconstancia…).
  • La mujer encorvada, Esta es otra persona poseída por un espíritu que la mantiene agachada, que la hace incapaz de levantar la vista y ver a los ojos a los demás. Un espíritu que le impide alzar la cabeza. Un espíritu que produce una persona sumisa, como si tuviera vergüenza de sí misma...[8] (incapacidad de ser y sentirse a la altura de los demás).

Algunas de estas personas se encontraban en la sinagoga cuando Jesús las curó, es decir, en un lugar "religioso" donde se escucha la Palabra de Dios, donde se encuentran personas sabias y expertas en la "Ley" (las Escrituras). Esto quiere decir en otras palabras, que ser "religiosos" o frecuentar lugares "religiosos" no es ninguna garantía para decir que tenemos un espíritu de "hijos de Dios". Estas personas ciertamente se encontraban en la sinagoga pero no querían escuchar ni ver a Jesús[9], pero esto no significa que ellos eran libres, al contrario, tenían un espíritu que los hacía vivir como esclavos, pero estaban tan acostumbrados a vivir así que la presencia libre de Jesús les daba miedo.

Con todo lo dicho anteriormente se manifiesta la importancia de la espiritualidad en la vida personal, comunitaria y en el caminar con la gente, porque es el "espíritu" el que mueve cada persona, la hace ser, actuar, pensar, reaccionar... en un modo concreto. El desafío está en el saber descubrir el espíritu que está detrás de nuestras convicciones y acciones cotidianas, para poder luego establecer el proceso de expulsión del mismo. De ahí la importancia del discernimiento espiritual como método del misionero.

5.     Convivencia espiritual

No es una novedad para nosotros decir que los conflictos interpersonales y comunitarios (relación entre combonianos), se dan frecuentemente porque a la base está la falta de comunicación, de diálogo, el individualismo mesiánico, el carácter agresivo y violento de algunos, los complejos de superioridad e inferioridad camuflados de diverso modo, la falta de un proyecto común, de programación, continuidad y constancia… Esto siempre acompaña nuestra cotidianidad misionera, aunque recemos fielmente de todas las formas posibles, aunque celebremos juntos como comunidad y con la gente la Eucaristía, aunque tengamos una formación permanente que contemple todas las dimensiones de nuestra vida… ¿es un problema meramente humano? ¿Es un problema de capacidades personales? ¿Es algo natural y necesario en la vida comunitaria? ¿Es cuestión de personalidades y caracteres? No, según mi experiencia, es un problema de espiritualidad, es una cuestión de comprensión y aceptación del Evangelio. En pocas palabras, estamos conviviendo quizá sin tener en cuenta que nuestros “espíritus” no se dejan tocar por el “Espíritu” de Jesús, y por eso nuestras comunidades, provincias e Instituto se vuelven un espacio donde conviven espíritus mudos, sordos, violentos, epilépticos, encorvados, ciegos… encarnados en convicciones y comportamientos de cada uno independientemente de nuestras culturas y edades.

6.     El Espíritu del Señor

Si nosotros releemos el bautismo del Señor con inocencia e ingenuidad intelectual no tendríamos miedo al amor: dejarse amar, dejarse poseer por quien nos ama (Dios), que su Espíritu nos abrace y nos lleve al desierto, que es el lugar preferido por Él para mostrarnos su ternura. Eso lo hemos leído y estudiado como religiosos en esas universidades por las que hemos pasado. Sentirnos hijos amados del Padre, sentir que alguien nos ama, y ese alguien es Dios es lo que da sentido al sinsentido de la vida personal, comunitaria y de la misión. Es lo que nos hace felices, lo que nos hace fuertes, nos hace caminar sobre el mar de dificultades que como misioneros religiosos afrontamos. A veces la gente no nos ama, nos aguanta, nos tolera, nos usa… otras veces, nuestros hermanos de comunidad viven con nosotros como si no existiéramos… El Espíritu del Señor nos hace oír la voz del Señor que nos dice: “este es mi hijo amado…”. No, no somos “simples colaboradores de Dios”, no somos unos simples “enviados” por Dios, somos sus hijos amados. Eso nos susurra constantemente el Espíritu del Señor. Esta conciencia es la que nos impulsa hacia fuera de nosotros, esta es la razón fundamental por la que gastamos nuestra vida entre la gente, aunque muchos de ellos no nos valoren y aunque nosotros tampoco los amemos, basta saber que el Señor los ama y estamos con ellos por Dios, no por la gente en sí, ni por sus abundantes necesidades y problemas, sino por el amado que nos ama. Eso da sentido a todo.

7.     La acción del Espíritu

¿Quién de nosotros no ha experimentado la presencia del Espíritu en el caos y la confusión de los pueblos por donde hemos pasado o estamos como misioneros? Todos hemos palpado esta realidad que nos dibuja el relato de la creación en el libro del Génesis. Los religiosos tenemos las herramientas y la sensibilidad para poder percibir cómo el Espíritu “aletea” en las realidades de la gente. Por eso aunque no comprendamos los acontecimientos, aunque todos se vayan y abandonen a la gente porque ven solo horizontes de muerte, nosotros nos quedamos con el pueblo. La certeza que el Espíritu está ahí nos da la confianza y la fuerza incluso hasta derramar la sangre, ese testimonio lo han dado muchos combonianos. En los procesos de acompañamiento, capacitación y formación de la gente, todos seguramente hemos palpado la belleza creadora de Dios que va dando forma al polvo pisoteado hasta que se convierte en un ser humano; vamos contemplando con asombro cómo el “soplo de Dios” (Espíritu) va penetrando en estos seres humanos y va transformando su vida individual y colectiva, cómo el lodo se va haciendo persona. Cuántos de nosotros no hemos sido instrumentos del Espíritu del Señor que nos hace, aún con todos nuestras limitaciones, Emmanuel. Ese soplo de Dios en la realidad de los pueblos, y vamos abriendo los ojos a quienes no pueden ver con sus propios ojos (concienciación), vamos devolviendo la capacidad de caminar con sus propios pies y de utilizar sus propias manos paralizadas por falta de capacitación (protagonismo de la gente), abriendo los oídos a los sordos (capacidad de diálogo), curando heridas profundas en los corazones de la gente (cultura de justicia y paz), quitando las cargas pesadas que mantienen agachadas a las personas (reconstrucción de la dignidad humana)… En fin, la misión, para nosotros es una experiencia espiritual. Es decir es sentir el Espíritu del Señor que está sobre cada uno de nosotros y nos impulsa a estar con los pobres, devolver la vista a los ciegos, la libertad a los cautivos… Ser misionero no es HACER, es SER encarnación del mismo Espíritu que Jesús hizo visible y palpable en su tiempo. Ese Espíritu que no anula la diversidad sino que la propone como riqueza (pentecostés)… Por eso decimos con frecuencia: “la misión es obra del Espíritu”, eso lo hemos visto, lo hemos oído, lo hemos vivido.

Hno. Joel Cruz Reyes

 


[1] Mt 8,16.

[2] Mt 8,28ss.

[3] Mc 5,1ss.

[4] Lc 8,29.

[5] Mt 9,32-33; Lc 11,14ss.

[6] Mt 12,22; Mc 7,31ss.

[7] Mt 17,14-16; Mc 9,14-18; Lc 9,37ss.

[8] Lc 13,10ss.

[9] Mc 1,21ss; Lc 4,31ss.