Il giorno di Pentecoste gli apostoli “cominciarono a parlare in altre lingue” e ciascuno dei credenti provenienti da tutte le parti del mondo “li ascoltava parlare nella propria lingua” (At 2,4.6). Il vero miracolo sta nell’ascoltare, non nel parlare. Il miracolo consiste nell’ascoltare qualcuno che sa arrivare al tuo cuore e che parla un linguaggio che ti è comprensibile. (...)

“Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y los llevó aparte, solos, a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos; y sus vestiduras se volvieron resplandecientes, muy blancas, tal como ningún lavandero sobre la tierra las puede emblanquecer. Y se les apareció Elías junto con Moisés, y estaban hablando con Jesús. Entonces Pedro, interviniendo, dijo a Jesús: Rabí, bueno es estarnos aquí; hagamos tres enramadas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Porque él no sabía qué decir, pues estaban aterrados. Entonces se formó una nube, cubriéndolos, y una voz salió de la nube: Este es mi Hijo amado, a El oíd. Y enseguida miraron en derredor, pero ya no vieron a nadie con ellos, sino a Jesús solo. Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos” (Mc 9,2-9).

En este comentario me limitaré a subrayar algunos puntos que me han afectado más, en mi situación de misionero después de mi regreso a Italia hace casi dos años.

Sobre un monte alto

Un día, en plena actividad pastoral, Jesús decidió llevar a sus amigos Pedro, Santiago y Juan a la cima de un monte alto. Jesús sabe que, en medio de tantos desafíos y dificultades, es fácil el desaliento, resignarse a la lógica del menos malo y renunciar a los objetivos primigenios. Por ello decidió llevar a sus amigos a “un monte alto”. Desde aquellas cumbres se puede admirar un panorama fantástico y caer en la cuenta de la existencia de otras cumbres, otros valles, otros cielos, de lo que no se sospechaba ni siquiera la existencia.

En el capítulo anterior Jesús les había hablado de la cruz: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc 8, 34). No es que Jesús nos dé una cruz, la cruz ya la tenemos. A veces se trata de una cruz que no queremos ver, y entonces nos hacemos una falsa imagen de nosotros mismos. Jesús nos dice: “Desechad esta falsa imagen de vosotros mismos y cargad con humildad con vuestra cruz, es decir, vuestra verdad; si me seguís y ponéis vuestra cruz en mis manos, yo haré milagros con la verdad de vuestra fragilidad, y vosotros experimentaréis la resurrección”.

Como dice Jean Vanier, propendemos a esconder nuestro verdadero yo, porque tememos que si la gente nos conociera por lo que somos realmente perdería nuestra estima. “Entonces adopto una actitud de fuerza o de amabilidad, porque no quiero que se revele mi ser secreto; tengo miedo que los demás descubran mi lado oscuro, depresivo. Tengo miedo de ser rechazado”. En resumen, tengo miedo a encontrarme solo con mis límites, sólo con mi cruz. En cambio Jesús nos dice: ¡toma tu cruz y después subamos juntos a la montaña! ¡Qué hermoso! No hace falta fingir nada para ser dignos de la compañía de Jesús. Jesús quiere ir a la montaña conmigo. Podía escogerse uno más guapo, uno más ágil; en cambio me lleva a la montaña con mis cruces, para hacerme comprender que, iluminada por su transfiguración, también mi herida puede brillar y ser fuente de vida. Todos tenemos necesidad de pasar algún momento en lo alto del monte. De hecho, si permanecemos al pie de la montaña y nos concentramos sólo en un problema o en una debilidad, y no sabemos ver más allá, podemos perdernos y “morir” en este problema corriendo el riesgo de ser aplastados por esta debilidad. Mientras que la amplia mirada de Dios nos revela nuevos e insospechados horizontes.

Jesús resplandece

¿Qué ven los discípulos cuando llegan a la cima del monte? Ven la hermosura de Jesús resplandeciente: “sus vestiduras se volvieron resplandecientes, muy blancasPedro, interviniendo, dijo a Jesús: Rabí, bueno es estarnos aquí”. Jesús evangeliza a sus discípulos, ante todo, con su belleza y su esplendor. La belleza de Jesús transfigurado brilla, magnetiza, hace desear a Dios, anhelar estar con él, desear entrar en su corazón, desear vivir verdaderamente como su hijo y hermano.

¿Qué es lo que hacer resplandecer y trasfiguró a Jesús? Creo que la respuesta podemos encontrarla en aquellas palabras que salen de una nube que aparece repentinamente: “Este es mi Hijo amado”. Es la Palabra de amor que nos transfigura, porque cuando uno se siente profundamente amado no hay lugar en su corazón para la resignación, el cinismo, la tristeza y la violencia, porque la belleza que experimenta en aquel momento invade todo su corazón, produciendo sentimientos de agradecimiento y de ternura que le infunden fuerza y energía.

Esta Palabra, el Padre la dirige a Jesús, a sus hermanos y a cada uno de nosotros. Cuando nos sentimos amados y nos percatamos que somos importantes para alguien, estamos dispuestos a introducir cambios importantes en nuestra vida; esta convicción nos da la energía necesaria para transformarnos, y nos permite afrontar la cruz con fe y esperanza.

¡Escuchadlo!

Jesús transfigurado es hermosísimo. Y nosotros estamos llamados a vivir y a dar testimonio de esta belleza. ¿Cómo? Ante todo, escuchando, es decir, escuchando las palabras de Jesús.

Escuchar y ser escuchados es otra experiencia que nos transfigura. Cuando experimentamos que nuestras esperanzas y nuestros sufrimientos tocan de verdad el corazón de quien nos escucha, nos conmovemos y experimentamos un sentido de gratitud profunda. Por su parte, también el que escuchas se conmueve al ver que el hermano quiere hacerlo entrar en el espacio sagrado de su corazón. Es una experiencia de transfiguración para los dos: para el que escucha y para el que es escuchado.

Efectivamente, la Palabra tiene un enorme poder: “La palabra que sale y mi boca no retornará a mi vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo” (Is 55,11). La Palabra de Dios, si la escuchamos, la guardamos y nos dejamos fecundar por ella, puede transfigurarnos y producir grandes cambios: en nuestra vida personal y en la vida de nuestras comunidades.

Bajando del monte

Después de haber escuchado su palabra somos llamados a vivirla en toda su belleza, y para ello tenemos que bajar del monte. “Mirando alrededor, no vieron a nadie”: ciertamente, la visión duró poco, se esfumó, pero no del todo. Sucede como cuando en la obscuridad se enciende una cerilla que por un instante fugaz produce luz y durante este breve momento de luz te permite ver caminos impensados para transitar. Luego se apaga, pero deja tras sí restos de humo, olor a fuego y belleza. Este humear permanece en tu corazón y sigue alimentando los sueños y perfumando la vida.

Estamos pues llamados a ser fieles a la belleza de esta visión y de esta Palabra también cuando hemos descendido del monte. La luz de Jesús transfigurado, custodiada en nuestro corazón, nos ayudará a mantener el espíritu de la transfiguración también ante la cruz más pesada y a conservar el calor de éste humear también en medio de la fría aridez de las muchas dificultades diarias.

Al regresar a Europa

Es esencial hacer unas experiencias de Trasfiguración para todo ser humano. Una vida sin momento de transfiguración seria una vida inhumana.

Esta experiencia, debe estar presente en cada etapa de nuestra vida misionera. Cuando se regresa a Europa puede existir el riesgo de pensar en vivir de rentas, atesorando en nuestro corazón momentos de transfiguración vividos en África o en América Latina. Para que nuestra vida sea plenamente humana también aquí en Europa, debemos experimentar la belleza de Jesús transfigurado. Los jóvenes italianos y europeos deben poder ver en nosotros comunidades transfiguradas que llevan una vida hermosa, una vida que los seduce.

Una comunidad que resplandece

En el pasaje de Marcos, es la comunidad, representada por Pedro, Santiago y Juan, la que experimenta la belleza de la transfiguración: es la comunidad la llamada a resplandecer. Como los tres discípulos quedaron embelesados por el esplendor de Jesús, así también las comunidades cristianas son llamadas a resplandecer como los astros (Fil 2,15). En el documento de Aparecida, los obispos latinoamericanos afirman que “La Iglesia como comunidad de amor está llamada a reflejar la gloria del amor de Dios, para poder así atraer a las personas y a los pueblos a Cristo” (n. 159). Y luego añade: “Cada comunidad cristiana debe transformarse en un potente centro de irradiación de la vida en Cristo” (n. 362).

Si aplicamos todo esto a nuestra realidad, podremos preguntarnos: ¿Son hermosas nuestras comunidades combonianas? ¿Resplandecen?, ¿Atraen? ¿Y cómo podrían resplandecer?

Respondiendo a estas preguntas, pudiéramos decir que el primer instrumento para resplandecer es la práctica de la escucha. Ante todo, debemos escuchar la Palabra de Jesús en la oración personal y en la comunitaria. La celebración comunitaria de la Palabra tendría que ser para nosotros el primer “monte alto” sobre el que experimentar la transfiguración.

En segundo lugar, tenemos que escucharnos entre nosotros, miembros de la comunidad. Una de las primeras dificultades con la que topa el misionero cuando regresa a Europa, por ejemplo, es encontrar alguno que sea capaz y tenga ganas de escucharlo de verdad. Cuando se regresa a Italia se vive el sufrimiento del desapego, la dificultad para entrar en dinámicas comunitarias muy distintas de las que vivía antes, etc. En este momento delicado, encontrar alguno dispuesto a escuchar es una verdadera gracia de Dios, una verdadera experiencia de transfiguración.

El milagro de la escucha

El día de Pentecostés los Apóstoles “comenzaron a hablar en distintas lenguas…” y cada uno de los creyentes provenientes de todas las partes del mundo “les escuchaba hablar en la propia lengua” (He 2,4.6). El verdadero milagro radica en el escuchar, no en el hablar. El milagro consiste en escuchar a alguien que sabe llegar a tu corazón y que habla una lengua que te es comprensible.

Cada comunidad religiosa está llamada a ser una pequeña comunidad pentecostal, en la que cada pueblo, cada persona se siente escuchada, comprendida, amada y valorada en su unicidad y diversidad. Cuando en nuestras comunidades conseguimos crear una atmósfera de escucha, se realiza un verdadero milagro, un milagro más hermoso y más fascinante que todos aquellos milagros o apariciones sensacionales que tantos van buscando.

En realidad, la escucha es la que hace la morada: cuando uno se siente escuchado encuentra una morada. El sociólogo Luigi Gui sostiene que no todos los sin techo carecen de morada. Yo puedo no tener un techo bajo el que dormir, pero tener una morada, es decir, un lugar en el que me siento acogido por los amigos que me escuchan; por el contrario, no está dicho que el que tiene un techo, tenga automáticamente también una morada. Preguntémonos pues: ¿Nuestras casas religiosas son una morada? ¿Podrá haber misioneros con techo fijo pero sin morada?

Con la gente

En tercer lugar, la escucha tenemos que practicarla con la gente. A este respecto, entre las principales características de la “conducta buena” (1Pe 2,12) que lleva la comunidad cristiana, Pedro subraya la hospitalidad (1Pe 4,9). A nuestras comunidades en Italia llega mucha gente (jóvenes, pobres, ancianos) que piden ser escuchados, acogidos. Únicamente una comunidad que vive una “buena conducta” acogiendo y escuchando es una comunidad que revela la belleza del Jesús transfigurado.

Únicamente una comunidad-morada puede atraer a los jóvenes a la vida religiosa. No puede ser el “promotor” individual, sino que es toda la comunidad que, escuchando la Palabra, escudriñando la realidad y prestando atención a sus miembros, está llamada a hacerse promotora de una buena conducta en fraternidad que pueda fascinar a los jóvenes.

La transfiguración como un derecho humano

Como decíamos antes, la trasfiguración es la experiencia de una belleza que nos transforma: “es hermoso estar aquí”, exclamó Pedro. Sí, todos nosotros queremos experimentar y permanecer en esta belleza; más aún, entre los derechos humanos fundamentales, habría que añadir también la transfiguración. Por el contrario, el sistema en el que vivimos no proporciona momentos de transfiguración: no sabe ni siquiera que son o los considera una pérdida de tiempo, momentos “improductivos”.

Es sabido que, en diversas partes del mundo, existen empresas que no conceden a los trabajadores ni siquiera un día de reposo a la semana, ni tampoco el domingo. El slogan de estas empresas es: “trabaja, come y duerme”. ¡Como si no hubiese otras necesidades! Pero también los trabajadores tienen derecho a la transfiguración, es decir a vivir experiencias fuertes de belleza en las que se sientan acogidos por un amor que consuela y comunica energía, porque una vida sin experiencia de transfiguración no es una vida humana. Desde este punto de vista, la observancia del domingo cristiano es muy significativa: el hecho de dedicar un día de un modo particular a la escucha y al encuentro con Jesús es un absurdo para el sistema dominante, es tiempo perdido, y así se quisiera transformar también el domingo en un día laborable, de producción y de consumo, como todos los demás. Testimoniar al Jesús transfigurado, pues, implica luchar a fin de que nadie sea considerado un simple instrumento de producción o un simple consumidor y para que a todos se les reconozca el derecho de vivir una vida buena y plenamente humana.

Dos proyectos

Por una extraña coincidencia, él seis de agosto, día de la fiesta de la Transfiguración, es también el día en el que en 1945, fue lanzada la bomba atómica sobre Hiroshima. Así, mientras Jesús se transfiguraba en una luz de vida, los hombres arrojaban una bomba que creaba una luz de muerte que en un solo día volatilizó cien mil seres humanos, y desfiguró el rostro y el cuerpo de muchos otros.

También hoy asistimos a la lucha entre estas dos “luces”, y entre estos dos proyectos: por una parte la “transfiguración”, el proyecto de Dios que quiere transfigurar el mundo, es decir, transformarlo en un Reino de justicia, belleza y paz; y de otro lado la “desfiguración”, el proyecto de algunos poderosos dispuestos a destruir el medioambiente y a asesinar a los hermanos con tal de conseguir los propios intereses económicos. Testimoniar, pues, como comunidad cristiana al Jesús transfigurado, implica también un compromiso a nivel social y político a favor de la vida, contra todas las políticas de muerte dispuestas a desfigurar y a destruir el planeta y la humanidad.

Para reflexionar:

-              ¿Como comunidad, tenemos tiempos en los que ascendemos juntos a lo alto del monte para escuchar la palabra? ¿Cómo organizamos y cómo vivimos estos momentos?

-              ¿En mi vida apostólica y de comunidad me siento amado? ¿Hago experiencias de transfiguración?

-              ¿La escucha de la “palabra de vida” (Jn 1,1) nos empuja, como comunidades misioneras, a comprometernos activamente contra las palabras y contra los proyectos de muerte?

 

Hermano Alberto Degan, mccj