Lunes, 22 de mayo 2017
Todos los nuestros, Mons. Antonio Maria Roveggio, Padre Giuseppe Ambrosoli, Padre Bernardo Sartori, Hermano Josué dei Cas y Padre Ezechiele Ramin, murieron en el campo misionero y pueden hacer que nuestro campo, lugar de bendición, lugar de una llamada, campo de colaboración, lugar de una respuesta misionera. ¿Conseguiremos pasar de la explicación a la contemplación? [P. Arnaldo Baritussio, mccj – Postulador General].

 

COMPAÑEROS DE VIAJE HOY
EJEMPLOS E INSPIRADORES MÁS ALLÁ DE LA NECROLOGIA

Cuando me pidieron que presentase las figuras de nuestros hermanos, cuyo proceso de beatificación está en marcha, tuve una sensación natural de rechazo y tristeza. Me parecía una petición sin sentido, dado que su presentación en el Capítulo no tuvo ningún impacto y tampoco había encontrado ninguna mención explícita en los documentos capitulares. Alguien ha señalado en cambio que estaba equivocado y que la referencia estaba escrita allí donde se habla de la alegría de vivir el Evangelio, una alegría a precio muy caro, donde se prevé también la llamada a defender la vida de las ovejas de lobos y ladrones: «También nos lo recuerdan nuestros mártires» (CA ’15 n 4).

Referencia oportuna, pero al mismo tiempo sin garra porque muy genérica. Me parece que hay una gran diferencia entre los que se someten a un juicio exigente de la Iglesia, como Roveggio, Sartori, Ambrosoli, Josué dei Cas y Ezechiele Ramin, porque son reconocidos por las Iglesias locales como luces particularmente significativas para nosotros, y la gente común. Sin quitarles nada a aquellos hermanos nuestros que sacrificaron sus vidas hasta la “effusio sanguinis”, estos hermanos en vía de beatificación deberían convertirse en puntos de referencia, tanto por la ejemplaridad como por la invocación, también por la propia especificidad como testigos de la vitalidad del carisma comboniano que nos une. Buscamos en sus vidas “el ejemplo, en su comunión, la solidaridad, en su intercesión, la ayuda,” como leemos en LG 51.

Sin acritud, me dije precisamente por el carácter vivencial de la memoria de los 150 años del Instituto, ya que en el fondo se trata de personas que experimentaron los impulsos y las penas de la misión, la perspectiva debe ser diferente. Esto es necesario por la naturaleza misma de estas causas.

No se trata de exhumar muertos ni limitarse a la simple reconstrucción y explicación (no niego la aportación necesaria de la reflexión histórica), pero estos hermanos nos obligan a ir más allá de la memoria de las necrologías y de las reflexiones intelectuales o reconstrucciones históricas que por otra parte parecen insuficientes si no nos llevan a acogerles como auténticos acompañantes de viaje a los que se acude con humildad y convicción. Estos nos miran fijando sus ojos en los nuestros, sin dejar la escapatoria del anonimato, porque, de hecho, se trata de la respuesta misionera a nivel personal y comunitario al proyecto común de una familia, la comboniana, que tiene en su ADN, emprender constantemente la Causa de Jesús para todos y para hoy.

Por qué no aceptar la provocación de su muerte, para encontrar un nuevo significado a su “dies natalis”, en la medida en que se nos da un símbolo poderoso y generador de nuevos valores de la eficacia misionera. “Dies natalis” y símbolo, dos realidades que desvalorizamos fácilmente, o porque queremos meter en un estudio cronológico convencional, anónimos o porque los dividimos, reduciendo así la memoria a simple ritualidad y el símbolo a una simple representación externa de un contenido que ya no existe y, al hacerlo, decretamos la desaparición por la insignificancia y falta de actualidad.

Hermanos, todos perdidos por anonimato mientras intentamos en vano exhumarlos y la misión sigue buscando los hombres por otros caminos dramáticos. Y no nos convencemos que si les damos un lugar especial, no es para separarlos del grupo de hermanos que vivieron antes que ellos o de sus sucesores, sino todo lo contrario: ayudarán a hacer emerger los verdaderos valores misioneros que el Instituto ha vivido y animará a expresar acuerdo con las nuevas necesidades urgentes de la misión. Será así si empezamos a considerarles como auténticos “vivientes”.

La primera y más obvia constatación es que todos los nuestros, Roveggio, Ambrosoli, Sartori, Josué y Ramin, murieron en el campo misionero y pueden hacer que nuestro campo, lugar de bendición, lugar de una llamada, campo de colaboración, lugar de una respuesta misionera. La segunda sorpresa es que hasta que no sepamos aceptar los símbolos que nos transmiten sin inventarlos nosotros, sino por sus vivencias, seguiremos movidos por conceptos, hermosos, pero que no nos interpelarán ni nos provocaran  para ponernos en movimiento Entonces esta búsqueda del símbolo, en el contexto del fin, no terminaría jamás, porque descubierta una chispa del gran fuego que les animaba, la búsqueda de significado no se detendrá jamás y experimentaremos formar parte de una cadena de hermanos, gente que no deja de pensar y de actuar, que nunca se cansa profundizar y de mostrar su solidaridad misteriosa, unidos en una oración coral y una curiosidad que involucra a todos porque todos tienen historias , culturas, colores, sabores y sentimientos diferentes. Entonces hacemos el esfuerzo para extraer de su muerte, clave hermenéutica de sus vidas, para recibir el símbolo abierto que nos entregan. Más que explicación, entramos en el campo de las alusiones que mueven a la acción.

Mons. Antonio Maria Roveggio

Roveggio expiró a las 19.30 del 02 de mayo de 1902, murió de un ataque de malaria. El ingeniero Bakos Lebnan le ayudó materialmente, mientras que Ernst Marno, su sirviente, y Sami, el conductor del Redemptor, lo siguieron en otro carruaje. Roveggio agotado le había confiado al médico el relato de sus viajes y proyectos para nuevas misiones en el Sur: una herida de misión ideal que llevaba en su corazón, sufrida en extrema soledad y agonía. De hecho, a Berber llegó ya muerto y le sepultaron bajo una palmera en el desierto. Roveggio era un misionero habituado a afrontar su soledad con luces que venían de Dios y que constantemente le abrían nuevos horizontes en su vida. Una incursión fulgurante de la grandeza del sueño y el precio a pagar es que unía idealmente el oscuro final al inicio de su vocación misionera, podía ser revisada en su decisión de elección del 09 de mayo de 1884 hacia una Instituto en dificultades. Él escribió a sus familiares: “ciertamente que esta carta será muy dolorosa para vosotros como para mí que me tiembla el corazón al escribirla”.

Sin embargo el horizonte más amplio había ocupado su espíritu y el 01 de febrero de 1884 podría escribir: “¡Ah! Padres y hermanos queridísimos, si me amáis con aquel amor verdadero con el cual el Señor quiere que nos amemos, no deberíais oponeros a mi marcha, al contrario debería consolaros”. ¡El salir, entonces, como una ampliación de horizontes vuelve! El más joven profeso guía un escuadrón de Hijos del Sagrado Corazón en la aventura misionera al Cairo. En el Cairo y más en concreto en Gesira, en la colonia anti esclavitud “León XIII”, fundada por Mons. Sogaro en agosto de 1888, Roveggio le da otra orientación al transformar el ambiente en vista a la continuidad de la misión: después de haberse aconsejado con Sogaro abrió un pequeño Seminario (bajo la dirección del Padre Franz Sinner) para que algunos de los niños pudieran, si querían, dedicar su vida a difundir la palabra de Dios entre sus compatriotas.

En el momento de gran crisis, se mantiene fiel a los valores de la consagración religiosa para el bien de la misión y, al mismo tiempo, se convierte en un defensor de la apertura de espíritu hacia los Misioneros de Comboni. Como Vicario el horizonte es el Centro de África, donde se dirigen todos sus esfuerzos y planes para reentrar. En la inmovilidad de Asuán piensa en el Redemptor. Al regresar a Jartum la quilla de la embarcación idealmente está siempre mirando al sur. Una esperanza invencible, una acción humilde y tenaz, iluminada. Mons. Roveggio sentía y creía que recorría un surco antiguo y en ese sentido advertía que su trabajo se movía en continuidad con lo que había sido iniciado previamente y era por tanto eminentemente eclesial. El tema de la actividad misionera, la Missio Dei (1900), y la continuidad de la obra (1899) combinan idealmente con la brillante idea de la nave (noviembre de 1898, tras la victoria en Kereri el 02 de septiembre de 1898).

Me abandono en cuerpo y alma a la divina y amorosa Providencia de mi Señor por todo lo que pueda pasar al entrar entre las tribus paganas de mi Misión seguro que Dios estará siempre conmigo”. “El Santo Mons. Comboni, deseoso también de llevar la luz de la fe lo más lejos posible había explorado las regiones a lo largo del Nilo blanco, del Nilo Azul y el gran afluente Sobat… a los pueblos más remotos de su amada Nigrizia. Pero la muerte improvisa truncó por medio el grandioso plan”.

Su símbolo

El símbolo más conmovedor que Roveggio nos da es el símbolo de una proa que corta las aguas o el ancla, con la inscripción Redemptor, y una comunidad, es decir, la esperanza que nunca cede y una fraternidad de hombres que viven y celebran unidos, que viajan, estudian y avanzan... El ancla de Roveggio es diferente de un ancla material que sugiere detención, esa está movida por la implantatio caritatis, que vive de la dinámica de la parada y del continuar, constantemente. Ante la deriva del inmovilismo y del subjetivismo, la misión se hace con continuas aperturas en unidad, porque se trata del coraje de pensar y la audacia y el ingenio del actuar. La misión, aún hoy, tiene necesidad del espíritu de Roveggio. Aquella proa que sigue cortando las aguas y aquella comunidad a la sombra del áncora siguen siendo un desafío constante y una gracia contra las resistencias al cambio y a los esfuerzos de planificación de una comunidad verdaderamente supranacional y multicultural que sabe escuchar, comprender, compartir, perdonar, emprender y continuar a osar. ¡Cor unum et anima una! ¿Y mi proa... en qué dirección va? ¿La proa del Instituto y de nuestras comunidades a dónde se dirigen? ¿Hay todavía algo a la sombra de mi áncora y de nuestra áncora? ¿De mí, de nuestra comunidad...?

Padre Bernardo Sartori

Fue llevado el 03 de abril de 1983, el domingo de Pascua, en la mañana, con la lámpara encendida. Como Enoc: “Enoc caminó con Dios, luego desapareció porque Dios se lo llevó” (Gn 5, 24). Así nos lo anuncia el P. Mario Casella: “hace veinticuatro horas, nuestro querido Padre Sartori fue encontrado ante el altar de la capilla de la escuela de Ombaci, extendido, con los brazos abiertos, con el rosario en la mano, y ojos hacia el cielo! Su lámpara estaba encendida sobre el altar. Sin duda fue a orar a las cuatro como de costumbre, se sentiría mal, tal vez embolia y se había puesto ante el Santísimo renovando su ofrenda sacerdotal de hacía sesenta años... Salió muy temprano en la mañana de Pascua como María, encontró a su Señor Resucitado y con él marchó a celebrar la mañana más hermosa del año y de su vida: ¡la mañana que no terminará jamás! Beato Bernardo, Santo hermano y nuestro padre, te felicitamos en este día de tu triunfo e imaginamos que finalmente gozas de la visión que fue el suspiro de toda tu vida. Ahora ves, contemplas y alabas al Padre, a Cristo, la Madre, en el Espíritu Santo y encuentras a millares de hijos e hijas que tu incansable caridad sacerdotal ha dirigido al cielo en todos estos años... Cómo nos gustaría estar presentes también nosotros: espéranos y reza para que nada nos distraiga y pueda retrasar nuestra preparación para la vida eterna”.

Una vida con la lámpara encendida. La fundación de Troya, la primera presencia comboniana en el Sur de Italia (04 de noviembre de 1927). El imperativo de toda una vida, en todas partes y siempre animando misioneramente a la Iglesia local: empeñado desde joven en una abrumadora tarea de animación misionera: algo nunca visto (Conversano y Tricase, 18-22 septiembre de 1928; Castellana, 23-24 de septiembre; Alberobello, 28-30 de septiembre; Universidad popular de Foggia, Avellino, Nápoles, Bari, Lecce, Salerno, Sant’Agata di Puglia, Canosa, Sant’Angelo dei Lombardi, Nola, Gargano etc.).

La Fundación de la misión entre los Logbara bajo el nombre de espiritualidad mariana inculturada. El objetivo era crear comunidades vivas a imagen de María sierva del Espíritu y Madre de la Iglesia, pueblo de Dios: Mediadora y Sultana de África en Lodonga (15 de febrero de 1948), nuestra Señora de Fatima en Koboko (12 de abril de 1957 domingo de Ramos). Maria Regina mundi en Otumbari (13 de noviembre de 1966), María Madre de la Iglesia en Arivo (diciembre de 1970). Incluso en la tormenta de la guerra civil – caída de Amin, destrucciones y atrocidades en West-Nile (1979-1983) – la luz no se apaga: “abeja infatigable, destruida la colmena, en silencio y sin nada, el misionero se pone a construirlo mejor y más dulce que antes. Es nuestro trabajo y, si el Señor quiere, esperamos que este año Otumbari sea habitable, para nosotros y para las hermanas, con todos los anexos: dispensario, catecumenados, escuelas etc. y nosotros reemprender el maravilloso trabajo de conversiones y ministerio de los años pasados. La dura prueba, el hambre, las enfermedades, los sufrimientos de todo tipo han templado la fe de los cristianos aumentando su fervor, enriqueciendo de méritos a los vivos y a los muertos de la gloria. Es la Iglesia logbara y kakwa, plantada al pie de la Cruz al igual que en los primeros siglos, con sus santos, graduados bajo la tormenta y sus mártires que la han purificado y glorificado.

En abril 1981 P. Sartori deja Otumbari para Italia y va con dos objetivos específicos: el cuidado del tímpano dañado y recaudar fondos para la traducción del Evangelio en logbara. El primero no lo consigue. No hay nada que hacer porque la membrana está demasiado desgastada y deteriorada. El último don de esta luz ardiente en un hombre de 84 años, es el regalo del Evangelio en lengua logbara. Un indomable octogenario recorre la península en abril de 1981, en un maratón de compromisos pastorales. Son las motivaciones interiores y la interioridad ardiente las que superan el cansancio y la hinchazón de pies: “Los africanos tienen derecho a nuestra vida al máximo”, escribe. “He trabajado para continuar mi ministerio hasta después de muerto, preparando miles de copias del Evangelio en lengua logbara”. La cantidad recogida supera con creces todas las expectativas. Empezó con el temor de no poder recoger 20 millones (Liras) solicitados, y ahora él encuentra 80 millones. “Para descansar pensaré en el Cielo”, escribe a los padres que ha dejado en Otumbari.

Su símbolo

El símbolo que nos deja Sartori, de hecho, nos lo ofrece Dios: una lámpara encendida. Fijar la mirada e investir sobre la fortaleza de esa llama encendida. Alusión provocativa del compromiso indispensable para animar la apertura misionera de la iglesia; el método misionero necesario basado en la visita, en la interioridad, en la comunidad más allá de las reglas, en el sentido de iglesia más allá de la simple estructura, en el proyecto (para él basado en el misterio mariano). La necesidad de una espiritualidad que revele la centralidad del misterio que me sostiene y al que debería dirigir actitudes de vida: tiempos de oración, tiempos de visita y conocimiento, de celebración y de vida fraterna, de autenticidad de vida. Sartori ha tenido encendida su luz interior para superar las muchas contradicciones y, con esta luz, ha iluminado la comunidad eclesial confesando sus límites y, al mismo tiempo, viviéndola como pueblo de Dios, acogiendo el signo del tiempo que le llegaba del Concilio Vaticano II. ¿Cómo está mi lámpara? ¿Encendida? ¿Apagada? ¿Incierta? ¿Temblorosa?

Padre Giuseppe Ambrosoli

Murió en Lira a las 13.50 el viernes, 27 de marzo de 1987. “Para nosotros,” dijo el General Tito Okello Lotwa, presidente de Uganda por breve tiempo (desde el 29 de julio de 1985 al 26 de enero de 1986) – la muerte del Dr. Ambrosoli es como el colapso de un puente. Se necesitarán muchos años para reemplazarlo”.

En aquellos días de marzo de 1987, nadie habría adivinado que estaba en la fase final. El 22 de marzo, domingo, celebró la Misa en la capilla del Comboni College de Lira, pero por la tarde tuvo que ir a la cama con fiebre bastante alta. Las tres hermanas combonianas Romilde Spinato, Annamaria Gugolé y Silveria Pezzali, intervenían con terapias que él mismo indicaba. Se había quedado sin ningún médico a su lado y tal vez fue el único en darse cuenta de la gravedad de su situación.

Dos días después, viendo que no conseguía recuperarse y fue sacudido por continuas arcadas, consultaban a distancia el Dr. Corti en el hospital de Gulu y al Dr. Tacconi que se había cambiado a Hoima. El jueves 26, tras un colapso inicial, parecía recuperarse. A las 5:00 de la mañana del viernes 27 de marzo, Sor Romilde lo encontraba ya despierto y con ganas de saber cuál era el programa a seguir. El plan era llevarlo a Gulu y después enviarlo a Italia.

Suplicaba: “¡No!” No debéis hacerlo, será demasiado tarde, porque tengo las horas contadas. Sabéis que siempre he querido quedarme con mi gente, ¿por qué me mandáis marchar ahora?”. De todos modos, les dio las gracias y dijo: “Que se cumpla la voluntad de Dios”. Colaboró en todo para prepararse salir. Estaba realmente listo para cualquier cosa”. “Padre Giuseppe – escribe el P. Marchetti – es consciente de la pérdida de vista y la insensibilidad en las piernas, plenamente conscientes de que ha llegado el momento supremo. Repite con vigor y después sigue como puede las oraciones y jaculatorias. A continuación, fija sus ojos en la pared, hacia arriba, como si viera a alguien. La respiración se distancia y sin alguna contorsión o jadeo, se apaga mientras el latido del corazón se ralentiza poco a poco, hasta apagarse. Eran exactamente las 13.50 del viernes, 27 de marzo de 1987”. Sus últimas palabras recogidas por el P. Marchetti: “Señor, que se cumpla tu voluntad – y como un soplo – incluso si fuesen cien veces”.

Ha cumplido en toda su vida misionera, la voluntad de Dios. En la elección de vocación, a finales de julio de 1949, joven cirujano apenas graduado con curso de Medicina Tropical en el Instituto Tropical (1950-1951), se lanza a la misión. Tiene 28 años. Se plantea renovar el centro de salud primitivo de Kalongo y darle plena funcionalidad: 350 camas y 30 edificios. Bajo sus manos, la escuela obstétrica de Kalongo, que el P. Malandra soñaba y Sor Eletta Mantiero había iniciado el 26 de junio de 1955, alcanza plena floración. Su último gesto, salvar la escuela de parteras para que las jóvenes no pierdan el año (Angal, 05 de marzo de 1987). Le costó la vida, pero su vida rota, como muestra de la voluntad de Dios, ha sido un mensaje de esperanza y confianza en el elemento local.

Dos manos mágicas, las de Ambrosoli, que se multiplican para que la vida se perpetúe como signo de la subsidiariedad, de la continuidad y de la totalidad de la salvación: sólo así nacen nuevas vidas y se curan almas y cuerpos. Es suficiente fijar la mirada en las jóvenes y en personal contratado del “St. Mary’s Midwifery Training Centre” y leer la lista de las hermanas y los médicos pasados por Kalongo, para entender que su misión era global y en ella era total la participación de los laicos, su activa colaboración y su conciencia de formar un equipo.

Su símbolo

De la historia misionera de Ambrosoli se impone un símbolo jamás convencional, y nunca destinado a la insignificancia: dos manos que se abren, en forma de abanico, de las que sale un niño sonriente que abre un corazón. Giuseppe ha sido un himno a la vida. Encantado por su mansedumbre, paciencia y buen humor. Él encarnó las manos curativas de Jesús: a él atribuyó explícitamente sus éxitos sensacionales... Sus manos dicen concreción, discreción, respeto, amistad, compromiso, generación de vida, educación...

¿Examinemos nuestras manos: abiertas o cerradas, nerviosas o respetuosas, amenazando o bendiciendo, abrasadoras o afectuosas...? Cada cual puede añadir, modificar, aceptar la comparación perenne y providencial entre sus manos y nuestras manos e implicarlas en la invocación para que sean puras, ágiles trabajadoras, capaces...

Hermano Josué dei Cas

Murió a los 52 años, reaccionando a los signos de la muerte, con un plan de vida. Ofrece su vida por la vida del Hno. Alberto Corneo. Se sabe con certeza, por diversos testimonios, que la muerte del hermano Josué no fue fortuita o natural, sino ligada a una oferta voluntaria y heroica de su vida a cambio de la del joven hermano de 28 años de edad, quien estaba próximo a sucumbir a causa de un ataque de paludismo pernicioso. Era a finales de noviembre de 1932: repentinamente el Hno. Josué es asaltado por una fiebre muy alta. Constatada la gravedad del mal, es llevado al leprosario en la misión de Wau, donde expira santamente en la mañana del 4 de diciembre. En esa hora se despierta el Hno. Corneo, moribundo durante tres días, testifica el Hno. Gatti, allí presente. Josué en su sencillez se había entrenado en gestos radicales. Su inesperada elección vocacional confirmada por su maestro de novicios, Faustino Bertenghi, en el momento de aceptar la destinación definitiva al leprosario de Kormalan. Josué escribe: “Mi misión, como la entendía Monseñor ha terminado, terminado. Dios lo ha dispuesto así, sin embargo, créame P. Bertenghi, estoy contento, contentísimo. Más aún, si hoy fuese al Párroco, y me advirtiera: mira que después de 20 años cogerás la lepra, pero si te quedas aquí, no; hoy en día, creo que debería decir: incluso después de 10, incluso después de 1, voy lo mismo”.

La vida de Josué fue siempre “per aspera ad astra”. Las asperezas no lo dejaron incluso en la primera experiencia africana (de 1907 a 1920). Durante este tiempo, el laico asociado Josué dei Cas “fue probado por la pérdida de la mayoría de los miembros de su familia: primero su hermano más querido Riccardo, en 1910; luego en 1911 la de su padre y en 1916 la de Vittorio, arrollado por una avalancha mientras hacia su servicio militar en el Trentino, el 25 de agosto de 1920”. Incluso después de 17 años de vida misionera honorable, en 1921, en Venegono, se ha humillado de ser admitido a los votos pero sin vestir el hábito religioso. Josué, no se inmuta. Conoce otra estética, la de la caridad que se fija en lo esencial: la disposición para dedicarse al otro según su necesidad. Él está encantado de pertenecer a los Misioneros Combonianos y de poder volver a vivir con su Shilluk.

La proximidad cambiará drásticamente en 1925 cuando le fue diagnosticada la lepra. Sor Cristina Carlotto quien recibió la confianza escribe así: “!solo el Señor sabe lo que ha pasado en esa alma! Pero los demás, ¿que han podido saber? Él me dijo casi de inmediato con la misma alegría de quién narra la más agradable de las visitas. ‘Hna. Cristina – me decía – he ido sabe, pero el doctor no ha querido ni siquiera verme, me ha echado fuera’ y Josué se echó a reír con el rostro casi iluminado de gozo, como si esta afrenta hubiese regalado a su alma un poco de cielo”. Marginado por los hombres, pero ahora más cerca de la condición del hombre como tal, en su fragilidad absoluta. Ya había anticipado la cercanía de Khormalan cuando muchos años antes había cargado a hombros algunos leprosos que necesitan asistencia a Tonga, o cuando en la ciénaga, de noche, como un nuevo Cristóbal, avanzaba en el agua salobre y plagada de mosquitos con el peso del hermano en necesidad, para llegar a pie seco al barco con destino Khartoum.

Su símbolo

Es una imagen inmortal que define a Josué y sigue provocando en nosotros a todas las edades: el hombre de la calle, un samaritano, que carga sobre sus hombros un leproso, en quien reconoció como a un hombre, nada más y nada menos que un hermano. Esto como fondo. El símbolo, sin embargo, sería un gran girasol, símbolo del hombre feliz que genera felicidad. Josué es el misionero que encarna creativamente hoy la figura del Siervo de Yahvé que carga todas las lepras y determina positivamente un contenido y significado jamás completados. Las dos pistas que corren hacia el infinito llevando sin duda la Buena Noticia son la solidaridad y la sencillez de las actitudes.

Respuestas a los sufrimientos reales, mirados de frente sin volver la cara para otro lado, abrazados junto al siervo y compartidos con realidad para gustar la vida con dignidad hasta el final. Por ello el símbolo de Josué, “siempre actual Cristóbal misionero”, se convierte en el número y contenido de la vida misionera que nos urge para anticipar el futuro, hoy, sin repetir el pasado.

A su amiga la profesora Graziella Monachesi, que quería enviarle manteles para su iglesia de Khormalan, responde: “antes de ver cómo es el altar, llaman la atención los fieles e infieles que participan. Los primeros han conseguido recibir una camisa y un par de pantalones, pero ¿y a los otros? Si además, la mayoría son leprosos, como lo son mis ‘con-parroquianos’, así los llama maliciosamente alguno de mis hermanos, o “mis feligreses” que no tienen medio de ganar algo. La moral viene por sí: si quiere enviarme algo, envíeme pantalones y camisas. Pero... sabiendo que el paquete postal es muy caro, sin mencionar otros gastos aparte, será ‘mejor’ que usted me envíe el dinero, así utilizare, incluso 25 liras del envío. Vea lo que yo mismo calculaba: 25 liras (en el actual tipo de cambio 33 centavos hacen una piastra) con 6-7 piastras compro 100 anzuelos, en total casi 500, anzuelos. Benditos muchachos, están aquí a molestarme todo el día: ‘Hermano’, ¿me das un anzuelo? Estimada Sra. Graziella, le he dicho mi opinión, Vd., como ya le dije otras veces, haga lo que Dios les inspire”. Josué veía de lejos, miraba al futuro. Era su forma de “hacer causa común”, sin sustituir a otro, pero garantizando la autonomía. Josué es la encarnación de la “debilidad vencedora”. Sí, tenía una debilidad por el otro, considerado siempre desde el punto de vista de sus posibilidades.

Padre Ezechiele Ramin

Asesinado alrededor del mediodía del 24 de julio de 1985 en el territorio del latifundio Catuva, entre los Estados de Rondônia y del Mato Grosso, después de haber desarrollado una misión de paz exitosa. Había evitado una masacre segura. Una muerte fecunda por la radicalidad y por lo que contiene: clara opción por los pobres y comunión con las opciones de una Iglesia que se configuraba sierva de los pobres. Esta radicalidad, ratificada por la ejemplaridad y la grandeza de su muerte, también había sido anticipada durante el breve trayecto de su vida terrena de la participación juvenil en Mani Tese. Frente a la situación de discriminación y explotación de los pueblos en vías de desarrollo, sonó dramático y urgente su llamamiento con motivo de la Jornada Mundial de las Misiones del 1971, “hermano si no participas en la solución, eres parte del problema”. El mismo aspecto lúcido, que conduce a la decisión, lo encontramos en los años en Chicago, donde fuerza su reflexión teológica para afrontar la pastoral entre los latinos y africanos: “su vida es increíble. Se rompe el corazón cuando entro en algunas casas. Cada semana les traigo algo y ahora con el frío trato de traerles algún remanente de ropas buenas y cálidas para que cubran. Hoy he ido a comprar un par de zapatos para un niño de 7 años que caminaba en la nieve con un par de zapatos sin suelas”. “La pobreza es miembro de la casa... (…) He encontrado personas de 40 años que me preguntaban si podrían hacer algo en la vida. He vivido con alcohólicos, con mendigos, con niñas de 13 años embarazadas. Todos querían simplemente ser escuchados, comprendidos. Así que es forzado a abrir los ojos hasta que el mirar duele y ya no es suficiente y empuja constantemente a la acción. En Brasil, después de algunos meses, ya ha hecho su elección: “Esta noche este misionero ha llorado frente a su vida pero sigo adelante con mi gente, camino con una fe que crea, como el invierno, la primavera. A mi alrededor la gente muere (la malaria ha crecido en un 300%) y los latifundistas aumentan, los pobres son humillados, la policía mata a los agricultores, todas las reservas de los indios son invadidas. Con el invierno voy creando primavera”. “A estas personas he dado ya mi respuesta: un abrazo. Yo no vivo esta situación ni estoy dentro como un condenado a prisión perpetua. Tengo la pasión de aquellos que siguen un sueño”.

Dos fotos se han de acoplar para expresar todo el significado pascual de su muerte: la foto de su cuerpo acribillado por 72 tiros en el sendero del bosque y aquella de un año antes, 1984, en Cacoal, en la fiesta de los trabajadores, que retrata un Ezequiel de pie en el camión, orgulloso de dejar pasar los granos de café producto del trabajo y del sufrimiento de personas que buscan la dignidad, respeto y rescate. Las dos fotos definen su trayectoria. El partido de los trabajadores ya no tenía necesidad de réplica: el 24 de julio de 1985 él mismo se había convertido en trigo solidario de Dios, capaz de fertilizar la tierra y proclamar la inviolabilidad y el disfrute para todos de todos los productos de la creación. Veía, aunque sea de lejos, y quería una tierra Amazonia fraternal y bendecida para todos.

Su símbolo

El símbolo de Ezequiel: en el fondo, un amanecer amazónico, en el suelo, su silueta atravesada por los disparos o su rostro hinchado. En frente, una semilla en la tierra de la cual surge una exuberante mazorca de maíz: del profeta por tanto, un nuevo mundo.

¿Cuáles son los signos que caracterizan a los verdaderos profetas? ¿Quiénes son estos revolucionarios? Los profetas críticos son personas que atraen a otros con su fuerza interior. Aquellos que los encuentran quedan fascinados por ellos y quieren saber más, teniendo la impresión irresistible de que ellos reciben su fuerza de una fuente oculta, fuerte y abundante. Fluye de ellos una libertad interior, que les da una independencia que no es arrogante o segregada, sino que les permite permanecer por encima de las necesidades inmediatas, por encima de las realidades más opresoras. Los verdaderos profetas son movidos por lo que está sucediendo a su alrededor, pero no dejan que los oprime o destruya. Escuchan con atención, hablan con autoridad, pero no se dejan llevar por la emoción fácilmente. En todo lo que dicen y hacen, es como si tuviesen delante una visión viviente, de modo que aquellos que escuchan pueden intuir, pero sin verla. Esta visión guía sus vidas y ellos la obedecen. A través de esta visión saben distinguir lo que es importante de lo que no lo es. Muchas cosas que parecen de ingente inmediatez no les agitan. Dan gran importancia a ciertas cosas, que otros las dejan caer. No viven para mantener el statu quo, pero elaboran un mundo nuevo, cuyas características ven y constituyen para ellos una llamada tal que incluso el miedo de la muerte ya no tiene un poder determinante en ellos.

Lele conocía el evangelio del sembrador que realmente no vuelve a casa si desea sembrar...; del Cristo libertador que contrasta toda esclavitud e inercia; del Cristo muerto y resucitado, cuya persona coincide con su causa, con el Reino, con la cara y las luchas de su pueblo por la justicia, la dignidad y el compartir. Lele no separa jamás a la persona de Jesús de su causa, señalada como compromiso personal en bloque “que todos tengan vida y vida en abundancia”.

Por tanto hunde la causa en la carne viva de la persona para que el surco de la historia se haga apertura del corazón y nazca algo nuevo. ¿Qué nace de nosotros? ¿Qué tipo de semillas sembramos? ¿Cómo cerrar la brecha entre la opción establecida y la realizada? Solamente el cuerpo ofrecido puede resolver la cuenta y transformar la violencia sufrida en una canción de la libertad. La sangre, aquella de Lele, que habla de vida, de compromiso buscado y coraje y que se contrapone a al mucha sangre derramada violentamente en esta nuestra sociedad intolerante, cruel, profundamente injusta y cínica. Una sangre, que antes de ser juicio, es elección y opción radical que da sentido a la vida misionera.

Conclusión

La muerte de estos hermanos nuestros, si la miramos de frente, nos habla todavía y sobre todo hoy, porque ha ayudado a llevar a plena floración los valores misioneros que han encarnado en sus vidas. Nosotros lamentablemente nos acostumbramos a todo y nuestra mirada apresurada hace todo insignificante, descontado, inocuo. En el pasillo de la Casa Generalicia en Vía Luigi Lilio ahora las caras de estos nuestros hermanos tienen el mismo color gris de la pared. Están ahí, mudos espectadores y grandes ausentes. Tal vez sería bueno que de vez en cuando nos detengamos a mirarlos con amistad y pedirle con humildad los valores que les han marcado y han hecho de ellos, por supuesto para los no distraídos, una llamada viviente.

También sería bueno que sus rostros se convirtieran familiares en todas nuestras casas, empezando por nuestras casas de formación y hasta la misión más alejada del bosque. Su lenguaje es comprensible para todos: no hablan un idioma extranjero, no son “italianos”, son simplemente combonianos, como nosotros, con nosotros y más que nosotros y – ¿por qué no decirlo? – con una marcha más, que no nos humilla sino que agrega un pequeño impulso extra a nuestro motor, a menudo jadeando, y hace que nos sintamos felices de pertenecer a la larga cadena junto con los cabeza de fila, Cristo y Comboni, hasta el último cristiano.

¿Conseguiremos pasar de la explicación a la contemplación?
P. Arnaldo Baritussio, mccj
Postulador General

Bibliografía consultable

Congregatio de Causis Sanctorum (Prot. N. 2281), Beatificationis et Canonizationis Servi Dei Iosephi Ambrosoli Sacerdotis Congregationis Missionariorum Combonianorum Cordis Iesu (1923-1987), Positio super virtutibus et Fama Sanctitatis, Roma, Tip. Nova res s.r.l. 2009.

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