P. Gian Paolo Pezzi: “Mi Ángel de la guarda ni ha sido despedido... Feliz Navidad 2020”

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Feliz Navidad a todos

Hola herman@s,
Paz y bien. Esta página ha surgido inesperada de mis diarios. La escribí después de salir sano de una aventura. No suena muy bien con la Navidad: es la premisa a la sorpresa que les doy al final de la carta.

En la mañana de un día espléndido, partí al amanecer por la eucaristía dominical en la capilla de Ekango, misión de Maboma (RDC). Ekango es una comunidad cristiana modesta, poco organizada, donde catequistas y responsables hacen lo que pueden; más son gente muy acogedora. Seguir el sendero que se desliza en la espesa selva del Ituri congoleño, todavía sumergida en el rocío de la noche, resultaba un agradable paseo de veinte kilómetros. La única dificultad que me esperaba y lo sabía, eran los dos puentecillos en medio del camino.

Había llovido por la noche y me empapaba hasta las rodillas, zigzagueando entre las altas hierbas frescas, dentro y fuera de charcos y riachuelos, pero con todo, muy a gusto. Se trataba de una visita dominical de rutina: confesiones, eucaristía, visitas a algunas familias, discusión de uno que otro problema. ¡De pronto, allí estaba el primer puentecillo!

Para mi alegría este estaba “bien arreglado”: el tronco de árbol derecho y allanado era toda una bonita plancha blanca de 15cm de ancho; alineado allí cerca, estaba otro tronco sobre el cual apoyar un pie, por seguridad. Paso con facilidad. No así el segundo: sólo había un tronco torcido y algo podrido y el palo de apoyo, estaba medio roto y agachado hasta hundirse en el agua cenagosa.

Hago un juego de acrobacia: equilibrio difícil, bajo a lo largo del palo roto sujetando la moto a baja velocidad sobre el tronco, que a la mitad del trayecto está casi a la altura de mis hombros. "Me ha salido bien - pienso -. El problema será al regreso, cuando tendré que hacerlo todo otra vez".

Después de la eucaristía y la frugal comida con los cristianos de Ekango, el día continua espléndido. Decido llegar hasta Bedegao, una pequeña comunidad que todavía no conozco. Dos kilómetros en moto, luego el aguazal de Mulobi sobre una canoa en medio de altas hierbas que nos cubren como una cúpula, 50 minutos a pie, la travesía del río Nepoko por canoa, otra quincena de minutos a pie. Muy bonito intercambiar saludos con la gente, encontrar pigmeos en el camino, enterarme de situaciones, contemplar paisajes espléndidos: en fin, una tarde extremadamente simpática. El sol resplandece siempre y me atraso por contemplar un montón de cosas bonitas: el panorama y los niños cariñosos que corren a abrazar al “mupe” Juan-Pablo, los pigmeos con sus arcos y flechas, una mujer entrelazando canastas…

Echaba cuentas con el sol que bajaba cruel al horizonte y me repetía: tienes que pasar los dos puentes antes de que sea noche. En la oscuridad ¿cómo me salgo del apuro, sobre todo con él del palo quebrado? Los dos trocos-puentes están a pocos kilómetros el uno del otro.

Son las cuatro de la tarde y estoy de vuelta a Ekango en el tiempo programado y el sol esta siempre esplendoroso y ardiente. De golpe, mientras fijo sobre el portador de la moto el maletín de la misa, estalla un trueno desde un rincón invisible de la selva: he aprendido a mis costas que es eso el elegante anuncio de una tormenta que va a llegar en pocos minutos.

Arranco a toda velocidad, en medio de altas hierbas que no te dejan ver el suelo, desvinculando entre árboles los de pie y los caídos, entre bambú que te cruzan por delante y termiteros que te amenazan por el otro, brincando sobre charcos y raíces.

Estoy todavía a tres kilómetros de los puentes cuando el viento empieza a silbar, la llovizna filtra por matorrales y hojas: acelerar más no puedo, lo único es esperar que la tormenta llegue después de los puentes. Sólo falta un Km. cuando adelanto tres grupos de pigmeos que vuelven de una fiesta: me saludan felices, gritan mi nombre, despreocupados del viento y de la tempestad que amenaza. “Bien, me digo, dentro de poco también ellos estarán al puente del tronco roto, si tengo dificultad los voy a esperar".

El Jaguar brinca sobre las raíces, roza las raras piedras, corta sin algún cuidado las curvas. Quiero pasar el puentecillo roto antes del huracán. Alcanzo el puentecillo roto bajo la primera violenta ráfaga de lluvia: miedo inútil el mío. Cerca del tronco hay otro palo sobre el que puedo apoyo el pie izquierdo: cubierto por las hierbas la mañana está ahora descubierto por el viento. Lo cruzo sin apuros mirando al arroyo, ya hecho río en crecida.

La rueda trasera no toca todavía tierra del otro lado y se desencadena el infierno: el viento me enviste con ráfagas de hojarasca, pedazos de ramas secas, golpes de lluvia; las gafas se cubren de agua sucia y lodo  -las mías no tienen el limpia brisas- en tres segundos soy un desagüe de basura; en el cielo se apiñan oleadas oscuras y bajo los inmensos árboles del sotobosque de la selva que se erigen a 30-40, hasta de 50 metros, la tarde se convierte en noche oscura. El barro hace patinar las ruedas, la oscuridad cada vez más densa y penetrante, me obliga a encender los faros. Truenos y relámpagos lo envuelven todo: los rayos bajo los árboles con sus reflejos en la moto son horribles y peligrosos. "Tengo que encontrar amparo, y la primera aldea es a dos kilómetros, apúrate", me digo. Tomo algún riesgo y me lanzo.

Una curva del sendero, una rama partida que me obliga a agacharme, un viraje para evitar un tronco caído: apenas repongo en línea el Jaguar, de repente por encima de las gafas ya inútiles, entreveo a unos metros una línea blanca que me viene en contra: ¡El otro puente! ¡Lo había olvidado!

Con la velocidad del pensamiento una decisión me resuena en la mente: “no frenes, acelera para dar estabilidad a la moto y ¡qué Dios te proteja! No me lo van a creer, no sentí ni siquiera el roce de los neumáticos sobre la madera, la moto no había derrapado un milímetro y en dos segundos estaba del otro lado. Si me coge el miedo y freno, acabo en el charco de agua ya profundo, si salgo de la curva sin estar en línea con el tronco y me meto entre los dos me rompo la cabeza. La única reacción mientras me metía bajo el reverso de la lluvia era: "Gracias Ángel de la guarda, ¡y dicen que no existes!"

La calle, todo un lodazal, con ramas de árboles y de palmas africanas, matorrales de cada tipo que se caían a cada vuelta del camino. Pero, ya no valía la pena detenerse a esperar a que parara la lluvia, porque entonces el barro se pegaría a las ruedas. Llego a casa luego de 40 minutos de sendero de barro, empapado hasta los huesos, ¡pero con todos ellos enteros! Ya el huracán se para y se asoma un sol gentil en su ocaso. Tengo escalofríos: ¿será por la lluvia o es la carne de gallina de la aventura? No lo sé: el agua fría del cubo ¡la única que tenemos, me parece tibia, me reanima y me encuentro a rezar en voz baja y en kiswahili una corta y simpática plegaria: Malaika mlinzi wango, unilinde katika hatari zote za roho na za mwili. -Ángel mío de la Guarda, protéjame de todos los peligros del alma y el cuerpo-.

Digan aquello que les parezca: prontitud de reflejos (¡pero a mi edad!), sangre fría (¡helada bajo aquella lluvia!), suerte (si yo nunca me gané nada en la lotería). Para mí es más sencillo: no sé si los ángeles existen ni lo que hacen los suyos, pero el mío es un caballero que nunca me deja en apuros.

La noticia-sorpresa para algunos. Me han pedido de apoyar un proyecto de formación a la espiritualidad de la Justicia y Paz en Kisangani (Congo). Aquí abajo los datos por si acaso ustedes también quieren hacerlo. En la carta de la próxima Pascua se lo explicaré en detalles. Y me han pedido también de volver allá a colaborar directamente en el proyecto. He aceptado. ¿A tu edad?, me dice una persona amiga desde años. ¿No es arriesgado? Bueno, el asunto está en las manos de Roma eterna por la palabra final. Yo me arriesgo, mi Ángel de la guarda ni ha sido despedido por la crisis económica ni jubilado por edad, ya que no la tiene. Además, dicho entre nosotros, es más elegante por un misionero morir de malaria en África que de Covid en Estados Unidos. Si soy misionero lo debo a un padre espiritual que me ha abierto los ojos, si soy sacerdote a un sacerdote que me ha inspirado, si sigo en este camino es porque nuestro fundador Daniel Comboni decía, “tuviese mil vidas todas las daría para África”. Tengo solo una, mejor que sea para la misma misión.

Feliz Navidad a todos con mi recuerdo.
Juan Pablo Pezzi, Mccj
Newark, 7 de diciembre, en mis 78 años exactamente.