El Espíritu Santo de Dios no es propiedad de la Iglesia. No pertenece en exclusiva a las religiones. Hemos de invocar su venida al mundo entero tan necesitado de salvación. Ven Espíritu creador de Dios. [...]

El Espíritu relanza constantemente la Misión
Hechos 2,1-11; Salmo 103; Romanos 8,8-17; Juan 14,15-16.23-26

Reflexiones
La fiesta judía de Pentecostés - siete semanas, o sea, 50 días después de Pascua - en un principio era la fiesta de la siega del trigo (cfr Ex 23,16; 34,22). Más tarde, se asoció a ella el recuerdo de la promulgación de la Ley en el Sinaí. De fiesta agrícola, Pentecostés pasó a ser progresivamente una fiesta histórica: un memorial de los grandes momentos de la alianza de Dios con su pueblo (ver Noé, Abrahán, Moisés; Jeremías 31,31-34; Ezequiel 36,24-27). Además de un cambio en el calendario, es importante notar la nueva perspectiva con respecto a la Ley y al modo de entender y vivir la alianza. La ley era un don del que Israel estaba orgulloso, pero se trataba de una etapa transitoria, insuficiente.

Era preciso avanzar hacia la interiorización de la ley, un camino que alcanza su cumbre en el don del Espíritu Santo, que se nos ha dado, en lugar de la ley, como verdadero y definitivo principio de vida nueva. El Pentecostés cristiano celebra el don del Espíritu, “que es Señor y dador de vida” (Credo). Alrededor de la Ley, Israel se formó como pueblo. En la nueva familia de Dios, la cohesión ya no viene de un ordenamiento exterior, por excelente que este sea, sino desde dentro, desde el corazón, en virtud del amor que el Espíritu nos da, “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rom 5,5). Gracias a Él (II lectura) “somos hijos de Dios” y exclamamos: “¡Abá, Padre!”. Somos el pueblo de la nueva alianza, llamados a vivir una vida nueva, en virtud del Espíritu, que nos hace familia de Dios, con la dignidad de hijos y herederos (v. 14-17). A esta dignidad debe corresponder un estilo de vida coherente. San Pablo describe dos estilos de vida opuestos, según la opción de cada uno: la vida según la carne y la vida según el Espíritu (v. 8-13).

El Espíritu hace caminar a las personas y a los grupos humanos, renovándolos y transformándolos desde dentro. El Espíritu abre los corazones, los purifica, los sana y los reconcilia, hace superar las fronteras, lleva a la comunión. Es Espíritu de unidad-fe-amor, en la pluralidad de carismas y de culturas, como se ve en el evento de Pentecostés (I lectura), en el cual se armonizan la unidad y la pluralidad, ambos dones del mismo Espíritu. Pueblos diversos entienden un único lenguaje: el mapa de las naciones debe convertirse en casa común para “hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua” (v. 11). S. Pablo atribuye claramente al Espíritu la capacidad de hacer que la Iglesia sea una y plural en la diversidad de carismas, ministerios y servicios (cfr 1 Cor 12,4-6). La Iglesia tiene que afrontar el desafío permanente de ser católica y misionera: ayudar a la familia humana a pasar de Babel a Pentecostés, de gueto a campo abierto, por el dinamismo del Espíritu.

El Espíritu, que se manifiesta como viento, fuego, don de lenguas, es el Espíritu de la misión universal. Él es el protagonista de la misión (cfr RMi cap. III; EN 75s), que Jesús confía a sus apóstoles y a sus sucesores. Para llevar a cabo esta misión, el Espíritu está siempre cercano y activo, como asegura Jesús en cinco ocasiones durante el largo discurso después de la Cena (Jn 14,16-17; 14,26; 15,26; 16,7-11; 16,13-15). Es el Espíritu Consolador (Evangelio) que permanece con nosotros siempre, que mora en el que ama (v. 16.23); es el Maestro que lo enseña todo y nos va recordando todo lo que Jesús nos ha dicho (v. 26). En Pentecostés los apóstoles entendieron, por fin, las palabras de Jesús que los ha enviado: vayan al mundo entero, hagan de todos los pueblos una sola familia. (*)

Un profeta moderno de la misión y de la unidad de los cristianos ha sido ciertamente Atenágoras, Patriarca de Estambul, hombre lleno del Espíritu, como se ve también en estas afirmaciones: «Sin el Espíritu Santo Dios está lejos - Cristo queda en el pasado - el Evangelio es letra muerta - la Iglesia es simple organización - la autoridad es dominio - el culto es evocación arcaica - la conducta cristiana es moral de esclavos - la misión es propaganda…

«Con el Espíritu Santo el cosmos está involucrado en la generación del Reino - Cristo resucitado está presente - el Evangelio es fuerza y vida - la Iglesia es signo de la comunión trinitaria - la autoridad es servicio - la liturgia es memorial y primicia - la conducta humana se deifica – la misión es un Pentecostés».

Palabra del Papa
(*) «Donde están el Padre y Jesucristo, también está el Espíritu Santo. Es Él quien prepara y abre los corazones para que reciban ese anuncio, es Él quien mantiene viva esa experiencia de salvación, es Él quien te ayudará a crecer en esa alegría si lo dejas actuar. El Espíritu Santo llena el corazón de Cristo resucitado y desde allí se derrama en tu vida como un manantial. Y cuando lo recibes, el Espíritu Santo te hace entrar cada vez más en el corazón de Cristo para que te llenes siempre más de su amor, de su luz y de su fuerza. Invoca cada día al Espíritu Santo, para que renueve constantemente en ti la experiencia del gran anuncio».
Papa Francisco
Exhortación apostólica Cristo vive, 25-3-2019, n. 130-131

P. Romeo Ballan, MCCJ

NECESITADOS DE SALVACIÓN
Juan 14,15-16.23-26

El Espíritu Santo de Dios no es propiedad de la Iglesia. No pertenece en exclusiva a las religiones. Hemos de invocar su venida al mundo entero tan necesitado de salvación. Ven Espíritu creador de Dios. En tu mundo no hay paz. Tus hijos e hijas se matan de manera ciega y cruel. No sabemos resolver nuestros conflictos sin acudir a la fuerza destructora de las armas. Nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo ensangrentado por las guerras. Despierta en nosotros el respeto a todo ser humano. Haznos constructores de paz. No nos abandones al poder del mal.

Ven Espíritu liberador de Dios. Muchos de tus hijos e hijas vivimos esclavos del dinero. Atrapados por un sistema que nos impide caminar juntos hacia un mundo más humano. Los poderosos son cada vez más ricos, los débiles cada vez más pobres. Libera en nosotros la fuerza para trabajar por un mundo más justo. Haznos más responsables y solidarios. No nos dejes en manos de nuestro egoísmo.

Ven Espíritu renovador de Dios. La humanidad está rota y fragmentada. Una minoría de tus hijos e hijas disfrutamos de un bienestar que nos está deshumanizando cada vez más. Una mayoría inmensa muere de hambre, miseria y desnutrición. Entre nosotros crece la desigualdad y la exclusión social. Despierta en nosotros la compasión que lucha por la justicia. Enséñanos a defender siempre a los últimos. No nos dejes vivir con un corazón enfermo.

Ven Espíritu consolador de Dios. Muchos de tus hijos e hijas viven sin conocer el amor, el hogar o la amistad. Otros caminan perdidos y sin esperanza. No conocen una vida digna, solo la incertidumbre, el miedo o la depresión. Reaviva en nosotros la atención a los que viven sufriendo. Enséñanos a estar más cerca de quienes están más solos. Cúranos de la indiferencia.

Ven Espíritu bueno de Dios. Muchos de tus hijos e hijas no conocen tu amor ni tu misericordia. Se alejan de Ti porque te tienen miedo. Nuestros jóvenes ya no saben hablar contigo. Tu nombre se va borrando en las conciencias. Despierta en nosotros la fe y la confianza en Ti Haznos portadores de tu Buena Noticia. No nos dejes huérfanos.

Ven Espíritu vivificador de Dios. Tus hijos e hijas no sabemos cuidar la vida. No acertamos a progresar sin destruir, no sabemos crecer sin acaparar. Estamos haciendo de tu mundo un lugar cada vez más inseguro y peligroso. En muchos va creciendo el miedo y se va apagando la esperanza. No sabemos hacia dónde nos dirigimos. Infunde en nosotros tu aliento creador. Haznos caminar hacia una vida más sana. No nos dejes solos. ¡Sálvanos!
José A. Pagola

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DONES DEL ESPÍRITU Y DIGNIDAD HUMANA

Con motivo de la fiesta de Pentecostés en muchos ambientes existe la costumbre de regalar a los demás una estampa, una imagen o una tablilla que recuerda uno u otro de los dones del Espíritu Santo. A muchos puede parecerles un gesto infantil, superfluo y anticuado. Y eso por varias razones. En primer lugar porque la misma palabra ha caído en desuso. Hoy no se habla de dones, sino de regalos. Y aun esa palabra resulta sospechosa. En este mundo, tan marcado por el signo del interés, es muy difícil que alguien regale algo a una persona con el tono de la más exquisita gratuidad. La experiencia ha generado aquel refrán que dice: “El que regala bien vende, si el que lo recibe lo entiende”.

Y si esto pasa en las relaciones humanas, más difícil aún es la reflexión sobre los dones divinos. Hoy hemos caído en la tentación de la autosuficiencia. Pensamos que no necesitamos los dones de Dios, porque nos bastamos a nosotros mismos. Creemos que nuestra astucia, nuestro ingenio o nuestra experiencia nos ayudarán a prevenir los peligros, a evitarlos, a superarlos en el momento oportuno. No es verdad. Accidentes de trabajo o de tráfico, enfermedades imprevistas, abandono de las personas que amábamos, desprecios inexplicables por parte de nuestros colegas y amigos. Todo debería llevarnos a recordar nuestra finitud, por decirlo con una palabra que nos recuerda el pensamiento de Paul Ricoeur.

Pues bien, la fiesta de Pentecostés trae a nuestra memoria y a nuestras celebraciones cristianas la presencia del Espíritu, el verdadero don de Dios, y el regalo de su dones. No nos vendría mal recordar el texto del profeta Isaías en el que se anuncian los dones que enriquecerán la vida del Mesías. Aquel elenco de los dones mesiánicos nos ayuda a comprender que toda nuestra vida es una espléndida cadena de dones de Dios. El Espíritu se hace presente con sus dones en cada uno de los momentos de nuestra vida. Bastaría dejar de caminar distraídos para quedar maravillados.

A los cincuenta años de la canonización de san Juan de Ávila, podemos recordar la belleza y profundidad de un sermón que él predicó en la fiesta de Pentecostés: “¡Oh mercedes grandes de Dios! ¡Oh maravillas grandes de Dios! ¡Quién os pudiese dar a entender lo que perdéis y también os diese a entender cuán presto lo podríades ganar! Gran mal y pérdida es no conocer tal pérdida, y muy mayor pudiéndola remediar, no la remediar. Quiérete Dios bien. Quiérete hacer mercedes, quiérete enviar su Espíritu Santo. Quiere henchirte de sus dones y gracias, y no sé por qué pierdes tal Huésped. ¿Por qué consientes tal? ¿Por qué lo dejas pasar? ¿Por qué no te quejas? ¿Por qué no das voces?”

Esta fiesta del Espíritu Santo nos ayuda a descubrir con alegría y gratitud que reconocer, aceptar y agradecer los dones de Dios no disminuye nuestra dignidad, sino que la revela,  la sostiene y la manifiesta.
José-Román Flecha Andrés