La fiesta de hoy es una provocación abierta sobre la realidad de Dios y nuestra percepción de Él. Hay una pregunta insistente en el corazón de los creyentes de todas las religiones: ¿Cómo es Dios por dentro? ¿Cómo vive, qué hace Dios? ¿Hasta qué punto tiene interés por el hombre? ¿Por qué los hombres se interesan por Dios?... Y así otras muchas preguntas.

La misión nace de la Trinidad-Amor

Proverbios 8,22-31; Salmo 8; Romanos 5,1-5; Juan 16,12-15

Reflexiones
La fiesta de hoy es una provocación abierta sobre la realidad de Dios y nuestra percepción de Él. Hay una pregunta insistente en el corazón de los creyentes de todas las religiones: ¿Cómo es Dios por dentro? ¿Cómo vive, qué hace Dios? ¿Hasta qué punto tiene interés por el hombre? ¿Por qué los hombres se interesan por Dios?... Y así otras muchas preguntas. A menudo las respuestas son convergentes, otras veces son opuestas, dependiendo de las capacidades de la mente humana y de la experiencia de cada uno. El misterio de Dios es una realidad objetiva que habla por sí sola, y que el corazón humano no puede eludir, a pesar de algunas pretensiones del ateísmo. El misterio divino adquiere para nosotros una luz nueva y valores sorprendentes, desde que Jesús -Dios en carne humana- vino a revelarnos la identidad verdadera y total de nuestro Dios, que es comunión plena de Tres Personas.

Los manuales de catecismo sintetizan con facilidad el misterio divino diciendo que “hay un solo Dios en tres Personas”. Con esto ya se ha dicho todo, pero todo queda aún abierto para ser comprendido, acogido con amor y adorado en la contemplación. El tema tiene una importancia central para la actividad misionera. Con facilidad se afirma igualmente que todos los pueblos –incluidos los no cristianos- saben que Dios existe; por tanto, también los paganos creen en Dios. Esta verdad compartida –aun con diferencias y reservas- es la base que hace posible el diálogo entre las religiones, y en particular el diálogo entre cristianos y otros creyentes. Sobre la base de un Dios único común a todos, es posible tejer un entendimiento entre los pueblos para concertar acciones en favor de la paz, defensa de los derechos humanos, proyectos de desarrollo. Pero esta no es más que una parte de la tarea evangelizadora de la Iglesia, la cual ofrece al mundo un mensaje más novedoso y objetivos de mayor alcance.

Para un cristiano no es suficiente fundamentarse en el Dios único, y mucho menos lo es para un misionero, consciente de la extraordinaria revelación recibida por medio de Jesucristo, una revelación que abarca todo el misterio de Dios, en su unidad y trinidad. El Dios cristiano es uno, pero no solitario. El Evangelio que el misionero lleva al mundo, además de reforzar y perfeccionar la comprensión del monoteísmo, nos abre al inmenso, sorprendente misterio de Dios, que es comunión de Personas. La fiesta de la Trinidad es fiesta de la comunión: la comunión de Dios dentro de sí mismo, la comunión entre Dios y nosotros; la comunión que estamos llamados a vivir, anunciar, construir entre nosotros.

Trinidad no es un concepto que se explica, sino una experiencia que se vive. Tras haber escrito páginas hermosas sobre la Trinidad, San Agustín decía: “Si ves el amor, ves a la Trinidad”. Se puede experimentar sin poderlo explicar. Esto no significa renunciar a pensar. Todo lo contrario: significa pensar a partir de la vida. Como lo hace la Biblia, que nos brinda una clave para comprender la realidad divina, narrando hechos: no nos dice quién-cómo es Dios, pero nos narra lo que Él ha hecho por su pueblo. La liberación de Egipto (Éxodo) no es una idea abstracta, es un evento, una experiencia, el paso de la esclavitud a la libertad; del hecho se pasa a la comprensión de la realidad divina. Jesús nos habla del amor de Dios utilizando las imágenes familiares de padre, madre, hijos, amigos. (*)

Las tres lecturas de esta fiesta nos hablan sucesivamente de las tres Personas de la Trinidad Santa. El Padre se presenta en el rol de creador del universo (I lectura): Dios no aparece solitario, sino compartiendo con Alguien más -una misteriosa Sabiduría- su proyecto de creación. Todo ha sido creado con amor; todo es hermoso, bueno; Dios se revela enamorado, celoso de su creación (v. 30-31). ¡Dichoso el que sabe reconocer la belleza de la obra de Dios! (salmo responsorial). Se encuentran aquí los fundamentos teológicos y antropológicos de la ecología y de la bioética. El Hijo (II lectura) ha venido a restablecer la paz con Dios (v. 1); y el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones el amor de Dios (v. 5). El Dios cristiano es cercano a cada persona, habita en ella, actúa en su favor. Impulsa a la misión.

Para el cristiano la Trinidad es presencia amiga, compañía silenciosa pero reconfortante, como decía santa Teresa de Lisieux, misionera en su monasterio: “He encontrado mi cielo en la Santa Trinidad que mora en mi corazón”. El misterio de Dios es tan rico e inagotable que nos sobrepasa siempre. Los mismos apóstoles (Evangelio) eran incapaces de “cargar” con todo el misterio divino. Por eso, Jesús ha confiado al “Espíritu de la verdad” la tarea de guiarlos “hasta la verdad plena” y comunicarles “lo que está por venir” (v. 12-13). La ‘carga’ mayor del misterio de Dios es ciertamente la cruz: el dolor en el mundo, la muerte, el sufrimiento de los inocentes, la muerte misma del Hijo de Dios en la cruz... Sin embargo, gracias a la luz-amor-fuerza interior del Espíritu prometido por Jesús, este misterio adquiere sentido y valor. Hasta el punto que Pablo (II lectura) se gloriaba “en las tribulaciones” (v. 3); Francisco de Asís encontraba la “perfecta alegría” en las situaciones negativas y alababa a Dios por “la hermana muerte”; Daniel Comboni llegó a escribir al final de su vida: “Soy feliz en la cruz, que, llevada de buena gana por amor de Dios, genera el triunfo y la vida eterna”. ¡Tan solo Dios-Amor puede iluminar incluso la absurda locura de la cruz!

Dios-Amor sostiene a los mártires y a los misioneros del Evangelio. Porque la Iglesia misionera tiene su origen en el amor del Padre, fuente del amor, por medio del Hijo, con la fuerza del Espíritu, como afirma el Concilio Vaticano II (AG 2). De ahí el binomio inseparable de amor-misión.

Palabra del Papa

(*) Dios desea «ser llamado Padre, es más “Papá” -Dios es “nuestro Papá”-, con la total confianza de un niño que se abandona en los brazos de quien le ha dado la vida. El Espíritu Santo, actuando en nosotros hace que Jesucristo no se reduzca a un personaje del pasado, no, sino que lo sentimos cerca, nuestro contemporáneo, y experimentamos la alegría de ser hijos amados por Dios».
Papa Francisco
Angelus, 27 de mayo de 2018

P. Romeo Ballán, MCCJ

El maestro interior

Un comentario a Jn 16, 12-15
(Solemnidad de la Santísima Trinidad)

Después de la fiesta de Pentecostés, la Liturgia católica comienza lo que se llama “tiempo ordinario”, pero con un tema de meditación nada “ordinario”, ya que se contempla el misterio de la Santísima Trinidad, una realidad insondable, a la que solamente podemos acercarnos “a tientas” y  “como en un espejo”, por usar una expresión de San Pablo.

Como guía para la contemplación de este misterio, se nos ofrece un breve pasaje del evangelio de Juan en el que se nombra a Jesús-Hijo, al Espíritu y al Padre. Es decir, se menciona a las tres personas divinas.

Como siempre, esta lectura evangélica puede leerse enfatizando uno u otro aspecto, según el momento que vive cada uno o la comunidad a la que pertenecemos, ya que la Palabra de Dios es viva y eficaz, precisamente porque en ella nos habla Jesús, que, por medio de su Espíritu, nos comunica el amor del Padre.

Por mi parte, quisiera detenerme en la promesa que Jesús nos hace de conducirnos hacia la verdad plena:

“Tendría que deciros muchas más cosas, pero no podréis entenderlas ahora. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis entender la verdad completa. El no hablará por su cuenta, sino que dirá únicamente lo que ha oído, y os anunciará las cosas venideras. El me glorificará, porque todo lo que os dé a conocer, lo recibirá de mí. Todo lo que tiene el Padre es mío también; por eso os he dicho que todo lo que el Espíritu os dé a conocer, lo recibirá de mí” (Jn 16, 12-15).

La historia humana no se ha acabado con la vida de Jesús en Palestina. La creación continúa “creándose”, el amor del Padre sigue actualizándose con cada ser humano y con cada generación; y la enseñanza de Jesús sigue germinando como una semilla cuya vitalidad sigue fuerte por la acción del Espíritu, que lo comparte todo con el Padre y con el Hijo.

En el Libro de los Hechos de los Apóstoles podemos comprobar como los discípulos, que habían vivido pocos años antes con Jesús, no tenían todos los problemas resueltos de antemano, sino que debían discernir continuamente qué hacer y cómo hacerlo. Cuando las viudas griegas se quejaron por falta de atención, los discípulos “inventaron” los diáconos o servidores de los pobres. Cuando los gentiles empezaron a querer entrar en masa en la Iglesia, que era judía, tuvieron que discernir y decidir, “ellos y el Espíritu Santo”, qué hacer.

Así el Espíritu les iba conduciendo -en libertad, responsabilidad y creatividad- a la “verdad plena”, que no es una verdad monolítica, aprendida de una vez para siempre, sino la verdad del amor de Dios que va respondiendo a cada situación y circunstancia.

Desde entonces son muchos los creyentes que hacen experiencia de esta presencia del Espíritu. Hace unos días una religiosa de 90 años me contaba el origen de su vocación. Pocos meses antes de casarse, en el momento de la comunión, experimentó una presencia del Espíritu tal que tuvo claro que su vocación no era la vida casada sino la vida religiosa, que ese era el camino que el Padre le preparaba para ser feliz, para amar y ser amada… Siguió esa inspiración y encontró la plenitud de su vida.

Estoy seguro que el Espíritu nos habla a todos y a todas en este momento de nuestra vida. Lo hace a través de la Palabra, de una celebración, de un encuentro. Pero sobre todo lo hace desde el santuario de nuestra conciencia personal, donde nos habla el “maestro interior”, si  sabemos guardar silencio, evitar los ruidos y abrirnos a esta presencia. Ojalá todos nosotros sepamos buscar esos espacios de interioridad, en los que escuchar la suave brisa del Espíritu, que nos conduce a la verdad plena.

P. Antonio Villarino
Bogotá