Cualquiera que reflexione con realismo sobre el hecho de Jesús que, a base de latigazos, echa del templo a mercaderes y cambistas, bueyes, ovejas y palomas (Evangelio Juan 2,13-25), queda sorprendido de la energía y el valor con que Él se atreve a afrontar categorías de personas vinculadas más al dinero y a los intereses que al culto y a la religión.

El “corazón sincero”: cuna del culto verdadero

Éxodo 20,1-17; Salmo 18; 1Corintios 1,22-25; Juan 2,13-25

Reflexiones
Los 10 Mandamientos (I lectura) ya estaban escritos en la conciencia de los hombres y de las mujeres aun antes que Dios los proclamara y los confiara a Moisés. Los 10 Mandamientos tienen sus raíces en la naturaleza misma del ser humano. No son una invención de la Iglesia, sino el resultado de una reflexión puramente humana. Y, por tanto, son vinculantes, afortunadamente, para toda persona, pueblo e institución. Se debe decir ‘afortunadamente’, porque constituyen la base de la ética humana universal. Son un patrimonio común compartido entre las naciones. Una plataforma común para el encuentro de todos los pueblos, a cualquier credo o religión pertenezcan.

La conciencia moral y el estado laico encuentran legitimidad y contenidos de fondo en la I lectura de hoy. Finalmente, los Mandamientos son un don de amor de Dios para toda la familia humana, caminos seguros a la vida y a la felicidad.

Culto y ética, credo religioso y práctica moral son dos elementos constitutivos del perfil espiritual de cada persona humana, que emergen de la Palabra de Dios proclamada hoy. En cuanto al culto, la venida de Jesús ha traído cambios radicales con relación al Antiguo Testamento. Cualquiera que reflexione con realismo sobre el hecho de Jesús que, a base de latigazos, echa del templo a mercaderes y cambistas, bueyes, ovejas y palomas (Evangelio), queda sorprendido de la energía y el valor con que Él se atreve a afrontar categorías de personas vinculadas más al dinero y a los intereses que al culto y a la religión. Se trata de una actuación de Jesús que será un motivo para acusarle en el juicio que lo llevará a la muerte.

El significado de ese gesto tan desacostumbrado (diríamos ‘descompuesto’) de Jesús, “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29), va mucho más allá de la irritación momentánea por un hecho tan indecente como el haber convertido “en un mercado la casa de mi Padre” (v. 16). Ese gesto es un signo de que ya se acabó el tiempo de un culto vinculado al sacrificio de animales y al ofrecimiento de cosas para aplacar a Dios. Ese gesto, junto con el hecho de que “el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mc 15,38), son signos de que la religión judía está definitivamente superada. Desde entonces en adelante, el único templo es el cuerpo de Cristo crucificado y resucitado: en efecto, “Él hablaba del templo de su cuerpo” (v. 21).

El contacto con Él - el único Salvador - se realiza no ya entre estrechos muros, sangre de animales, cumplimiento mecánico, casi mágico, de ritos exteriores, sino en la intimidad de cada persona, “en espíritu y verdad” (Jn 4,23). Para el cristiano, de manera especial, el contacto con Dios tiene lugar en la fe y en los signos sacramentales. El único culto agradable a Dios brota de un corazón arrepentido, como en el publicano (Lc 18,13-14), y de un corazón reconciliado: “vete primero a reconciliarte con tu hermano, luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,24). Con razón, por tanto, Pablo exhorta a los cristianos “a que ofrezcan sus cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será su culto espiritual” (Rm 12,1). Este mensaje abre fructuosas perspectivas para la Misión, el diálogo interreligioso y la inculturación del Evangelio. Los caminos para llegar a Cristo el Salvador no están reservados solo para algunos, sino que están abiertos a todas las gentes: a cualquiera que busque a Dios con corazón sincero. (*)

Además de la fe y del culto, podemos leer, en esta perspectiva misionera universal, también los compromisos de la vida moral. Los 10 Mandamientos tienen su fundamento en la ley natural, la cual es anterior a la Revelación de Dios en la Biblia y en la Iglesia. Esta verdad tiene una importancia extraordinaria para el diálogo entre los pueblos y el trabajo diario de los misioneros y de los catequistas empeñados en el primer anuncio. Los Mandamientos son un patrimonio espiritual y ético de toda la humanidad, si bien la Revelación cristiana nos ofrece una mayor seguridad, certeza y plenitud en la comprensión de la misma ley natural.

Nos lo enseña también el Catecismo de la Iglesia Católica: «Los 10 Mandamientos pertenecen a la Revelación de Dios. Nos enseñan, al mismo tiempo, la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto, indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana. El Decálogo contiene una expresión privilegiada de la ley natural: “Desde el comienzo, Dios había puesto en el corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Luego se contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo” (S. Ireneo de Lyón). Aunque accesibles a la sola razón, los preceptos del Decálogo han sido revelados. Para alcanzar un conocimiento completo y cierto de las exigencias de la ley natural, la humanidad pecadora necesitaba esta revelación: “En el estado de pecado, una explicación plena de los mandamientos del Decálogo resultó necesaria a causa del oscurecimiento de la luz de la razón y de la desviación de la voluntad” (S. Buenaventura). Conocemos los Mandamientos de la ley de Dios por la Revelación divina que la Iglesia nos propone y por la voz de la conciencia moral» (CCC, n. 2070-2071).

San José de Nazaret (estamos en el mes de marzo dedicado a él y cercanos a su fiesta) ha entrado de manera singular en el misterio pascual de Jesús, de María y de la Iglesia, de la cual es Patrono universal. Él es un modelo insigne de búsqueda, escucha y fidelidad a Dios, ofreciéndole el culto de su corazón sincero con su vida ejemplar. Este año, que el Papa Francisco ha querido dedicarle, es una hermosa oportunidad para profundizar en la grandeza y en la santidad del esposo de María y padre legal de Jesús.

Palabra del Papa

(*) «En este tiempo de Cuaresma nos estamos preparando para la celebración de la Pascua, en la que renovaremos las promesas de nuestro bautismo… Pero nos preguntamos: ¿Le permitimos a Jesús que haga “limpieza” en nuestro corazón y expulse a los ídolos, es decir, las actitudes de codicia, celos, mundanidad, envidia, odio, la costumbre de murmurar y “despellejar” a los demás?… Jesús hará limpieza con ternura, con misericordia, con amor. La misericordia es su modo de hacer limpieza. Dejemos - cada uno de nosotros - que el Señor entre con su misericordia - no con el látigo, no, sino con su misericordia - para hacer limpieza en nuestros corazones. El látigo de Jesús para nosotros es su misericordia. Abrámosle la puerta para que haga un poco de limpieza».
Papa Francisco
Ángelus domingo 8-3-2015

P. Romeo Ballan, MCCJ

 

El “cuerpo” de Dios

En este tercer domingo de cuaresma, y en los dos siguientes, dejamos Marcos y tomamos el evangelio de Juan, que, a diferencia de los sinópticos (Mateo, Marco y Lucas), nos presenta a Jesús en Jerusalén desde el capítulo segundo, del que hoy leemos la segunda parte sobre la “purificación” del Templo. A partir de esta lectura les comparto tres reflexiones:

Purificar la religión

El Templo de Jerusalén –y la ciudad misma– era lo más sagrado para Jesús, buen judío, y para sus discípulos. Templo y Ciudad eran como un “sacramento” de la maravillosa presencia de Dios en la vida de Israel y de todos sus habitantes. Jesús, con María y José, los visitó desde niño y los amaba de todo el corazón, porque en ellos encontraba las huellas del paso de su Padre por la historia de su pueblo. En el templo se unían sus dos grandes amores: su Padre y su Pueblo. Por eso hace suyo el salmo que dice: “El celo de tu casa me devora”. Y es precisamente este celo lo que produce en él una rebeldía radical, al ver la degradación a que había sido sometido el templo a causa de la corrupción y el mercantilismo. Jesús se propone purificar el templo, sabiendo que Dios no se deja “atrapar” por ninguna institución, por muy sagrada que sea. De hecho, más adelante en el evangelio de Juan, dirá a la samaritana: “Ha llegado el momento en que ni en este monte ni en Jerusalén adorarán al Padre… los verdaderos adoradores lo adorarán en espíritu y en verdad”.

Una tentación de las personas religiosas es la manipulación o banalización de los ritos y lugares sagrados. Ciertamente, necesitamos ritos y lugares que nos ayuden a orar y a celebrar, pero, ojo con ponerlos al servicio de nuestros intereses personales o de grupo. Los discípulos de Jesús debemos estar siempre atentos a no caer en estos abusos y a purificar constantemente nuestras prácticas religiosas.

El signo del propio cuerpo

Cuando los judíos le preguntaron qué signo hacía para justificar su postura purificadora, Jesús respondió que el signo era su cuerpo, convertido en verdadero “templo”, lugar de encuentro entre Dios y la humanidad. La fe de los discípulos no tiene su centro en ningún lugar geográfico, sino en el cuerpo de Jesús, un cuerpo que aguantó el sufrimiento extremo y en el cual terminó por mostrase el triunfo de Dios.

Unido al de Cristo, también nuestro cuerpo (expresión concreta de nuestro espíritu) es lugar del encuentro con Dios: un cuerpo capaz de sufrir y amar de manera concreta y tangible, un cuerpo que se arrodilla y se postra para adorar, un cuerpo que se hace instrumento de servicio a los pobres y desheredados, un cuerpo que ve, escucha y abraza a los cuerpos martirizados de tantas personas. Como dice el papa Francisco, los enfermos y los pobres son el cuerpo de Cristo. Abusar de estos cuerpos o de nuestro propio cuerpo es profanar el templo de Dios. Servirlos es adorar a Dios.

La precariedad de la fe

El evangelista nos cuenta que, viendo los signos que hacía Jesús, muchos creyeron, pero él no se fiaba. Los evangelios nos cuentan la oposición y las traiciones a las que Jesús se enfrentó, hasta el punto que, al final, quedó prácticamente solo y abandonado de todos. En la vida de Jesús hubo momentos de entusiasmo, en los que las multitudes le seguían, pensando de haber encontrado a un gran rey del que se podrían aprovechar o un líder que les llevaría a la realización de su programa político o religioso. Pero Jesús no se dejaba atrapar en la trampa de este entusiasmo fácil, que podría apartarle de su verdadera misión en obediencia al Padre. Jesús permanece siempre confiado, realista, libre, abierto y fiel hasta la muerte, a pesar de la inconstancia de los que le rodean.

La tentación del entusiasmo fácil y de la superficialidad se nos presenta también a nosotros como personas o como grupos. Cada uno de nosotros, nuestra comunidad o la Iglesia en su conjunto, puede contentarse con una religiosidad superficial, hacer algún tipo de “trampa” para ganar las masas y atraer seguidores, aunque solo sea en apariencia… Ese no es el camino de Jesús. El ni se escandaliza por aquellos de los suyos que le abandonan ni confunde los aplausos fáciles con una fe auténtica; sabe, sin embargo, reconocer una sincera, una fe “encarnada” en un cuerpo, en una vida que “se desvive”, se entrega en adoración  y en servicio al “cuerpo de Cristo” en la Eucaristía y en los Pobres.

Pedimos al Espíritu de Jesús que nos abra a esta fe firme, concreta y constante, a pesar de nuestras dudas y debilidades.
P. Antonio Villarino, MCCJ