Tanto amó Dios al mundo…” (Evangelio, v. 16). Esta es la clave de lectura que la palabra de Dios nos ofrece en este domingo, para entrar con provecho en el misterio de la Pascua, ya cercana. Amor-misericordia: es la consigna, el único proyecto de nuestro Dios. Muerte y vida, juicio y salvación, condenación y fe, tinieblas y luz, mal y verdad... son algunas expresiones del dualismo característico de san Juan, que aparece también en el Evangelio de hoy.

‘Amor-misericordia’:
es el único juicio de Dios sobre el mundo

2Crónicas 36,14-16.19-23; Salmo 136; Efesios 2,4-10; Juan 3,14-21

Reflexiones
Tanto amó Dios al mundo…” (Evangelio, v. 16). Esta es la clave de lectura que la palabra de Dios nos ofrece en este domingo, para entrar con provecho en el misterio de la Pascua, ya cercana. Amor-misericordia: es la consigna, el único proyecto de nuestro Dios. Muerte y vida, juicio y salvación, condenación y fe, tinieblas y luz, mal y verdad... son algunas expresiones del dualismo característico de san Juan, que aparece también en el Evangelio de hoy. La historia humana de todos los tiempos está llena de estos contrastes, tensiones y victorias parciales: a veces del bien, otras del mal, según las fuerzas y acontecimientos que se entrecruzan y chocan. Lo que mayormente angustia el corazón humano es saber quién va a ser el más fuerte, quién prevalecerá al final, cuál será la palabra definitiva. El optimismo o la depresión, la esperanza o la desesperación dependen de la respuesta a este dilema.

El hombre es un ser en continua búsqueda de respuestas. Lo fue también Nicodemo, un fariseo de corazón sincero, que es el símbolo del hombre que busca. El evangelista Juan – en la conversación nocturna de Jesús con Nicodemo (Jn 3) - nos da la respuesta de esperanza: el amor de Dios prevalece sobre el mal del mundo. El juicio de Dios sobre el mundo es la salvación, que se nos ofrece como don: “por gracia habéis sido salvados” (II lectura, v. 5.8). La palabra definitiva de Dios no es la muerte, sino la vida: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna” (v. 3,16). La condenación, si se diera el caso, es una opción personal de algunos: es la suerte de quien, personalmente, prefiera las tinieblas a la luz y deteste la luz (v. 19-20). El proyecto de Dios es cabalmente y siempre para la vida. “Sobre el pecado y sobre el mal del mundo resplandece siempre la luz del amor de Dios” (F. Mauriac).

Todas las religiones se han propuesto alejarse del mundo, han subrayado la infinita distancia entre Creador y criatura, han constatado la pesadez de la vida al punto de proponer un camino de alejamiento de la realidad. Nuestro Dios, al contrario, se liga al mundo, lo ama. Tanto. Ese ‘tanto’ revela un aspecto de Dios que demasiadas veces olvidamos: el exceso de amor de Dios por nosotros. Jesús, a continuación, nos recuerda que Dios no quiere juzgar al mundo, sino salvarlo. ¡Si lo creyéramos! Dejemos de creer en un Dios pronto a subrayar, como un antipático director de escuela, nuestras incongruencias; y, en cambio, abrámonos a ese ‘tanto amó al mundo’ que da un vuelco a las perspectivas”. (Pablo Curtaz)

La relectura de la historia del Pueblo de Israel, según el libro de las Crónicas (I lectura), se presenta en términos de pecado-castigo-salvación. El pecado era general: jefes, sacerdotes, pueblo... todos “multiplicaron sus infidelidades” (v. 14). Sin embargo, el Señortuvo compasión de su pueblo” y les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros (v. 15). Tras derrotas, deportación y esclavitud, por fin se abre para el pueblo el camino del retorno a la patria. La liberación proclamada por Ciro, rey de Persia, se considera como la intervención final de Dios, quien da así cumplimiento a su promesa de salvación (v. 22).

Para San Pablo (II lectura), en el origen del proyecto divino sobre el mundo, hay un “Dios, rico en misericordia”, que ama con “gran amor” (v. 4), que ofrece su gracia sobreabundante y “su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (v. 7). En Él tenemos la salvación mediante la fe; “y es... un don de Dios” (v. 8). Este don no está reservado solo para algunos, sino que Dios lo ofrece a todos, aunque por caminos y tiempos diferentes. El signo de esta salvación universal es el Hijo del hombre elevado sobre la tierra en el desierto de este mundo. Él es el juicio de amor divino sobre el mundo: ¡un juicio de misericordia!  (*) Esa “misericordia de generación en generación” (Lc 1,50), que también María ha cantado con gozo y pasión tras el acontecimiento de la Anunciación del Señor.

Para no cerrar los ojos a la luz, es suficiente y necesario mirar hacia Él: Él es el Hijo, el primero de muchos hijos y hermanos, elevado a la vista de todos, “para que todo el que cree en Él tenga vida eterna” (Evangelio v. 14-15). La salvación es para todo el que cree, para el que eleva la mirada hacia Él, para aquellos que “mirarán al que atravesaron” (Jn 19,37). Tener fija la mirada de amor sobre Él es fuente de salvación y de misión, como San Daniel Comboni, en 1871, lo recomendaba a los misioneros de su Instituto para África: “El pensamiento perpetuamente dirigido al gran fin de su vocación apostólica debe engendrar en los alumnos del Instituto el espíritu de sacrificio. Fomentarán en sí esta disposición esencialísima teniendo siempre los ojos fijos en Jesucristo, amándolo tiernamente y procurando entender cada vez mejor qué significa un Dios muerto en la cruz por la salvación de las almas. Si con viva fe contemplan y gustan un misterio de tanto amor, serán felices de ofrecerse a perderlo todo y a morir por Él y con Él” (Escritos, 2720-2722). La contemplación de Cristo, elevado sobre la Cruz y viviente en la Eucaristía, es un estímulo eficaz a la santidad de vida y al compromiso misionero, para llevar el mensaje de Jesús a todos los pueblos.

Palabra del Papa

(*) «Creer en el Hijo crucificado significa “ver al Padre”, significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la misericordia. En efecto, es esta la dimensión indispensable del amor es como su segundo nombre».
San Juan Pablo II
Encíclica Dives in Misericordia (1980), n.7

P. Romeo Ballan, MCCJ

La serpiente salvadora

Comentario a Jn 3, 14-21

Estamos ya en el cuarto domingo de cuaresma. Leemos un párrafo del capítulo tercero del evangelio de Juan, que, como siempre, sólo se entiende desde las Escrituras y tradiciones hebreas, ya que Jesús y los primeros discípulos eran judíos que creyeron que en su persona se había manifestado de manera definitiva el amor misericordioso de Dios Padre. Nosotros nos movemos tras las huellas de Jesús y de sus primeros discípulos, pidiendo al Espíritu que nos haga comprender a fondo esta maravillosa verdad: que, mirando a Jesucristo, encontramos la misericordia salvadora del Padre. Vayamos por partes:

1. La serpiente del desierto 

Juan dice que Jesús (alzado sobre la cruz) es como la serpiente que Moisés levantó, por orden de Dios, en el desierto para curar a los miembros del pueblo de Israel, mordidos por serpientes. Encontramos la narración de este episodio al que se refiere Juan en el libro de los Números, capítulo 21: Llegados a un cierto lugar, (donde recientemente han encontrado estatuillas de serpientes), los israelitas, cansados de caminar en condiciones difíciles, caen en el desánimo y el escepticismo; decepcionados, critican amargamente a Dios y a su profeta. En esa situación aparecen serpientes venenosas que causan muchas muertes. Entonces el pueblo piensa que está siendo castigado por su rebeldía, se arrepiente y pide a Moisés que interceda ante Dios pidiendo perdón. Como respuesta a sus oraciones, Dios ordena a Moisés construir una serpiente de bronce y que la exponga en un palo. Al mirarla, los que han sufrido picaduras de serpiente, se curarán. Algunos expertos dicen que esta era una leyenda-tradición que los judíos heredaron de algún otro pueblo vecino y que había arraigado mucho entre ellos.

Pero la historia servía para recordar las muchas rebeldías en las que constantemente caía el pueblo de Israel y, si se me permite la expresión aparentemente “poco respetuosa”, los múltiples “trucos” que Dios sabe utilizar para manifestar su misericordia, incluso cosas que aparentemente pueden parecer insignificantes o ridículas. A mí personalmente me recuerda que también yo caigo constantemente en rebeldía y soy infiel a Dios y a mi alianza con Él. También me recuerda que a veces Dios me manifiesta su misericordia en pequeños detalles, aparentemente insignificantes, pero muy reales y eficaces, como una palabra oportuna, una imagen que me habla personalmente, un contratiempo, una música, una confesión con cualquier sacerdote tan pecador como yo…

2. Jesucristo es la “serpiente” alzada para nuestra salvación

Juan hace referencia a esta historia del AT, pero no quiere detenerse en ella, sino que quiere ir mucho más allá y dar un gran salto de significado. Juan nos recuerda que, de la misma manera que Dios utilizó, para dar vida, una imagen de aquellas serpientes asesinas, instrumento del castigo que merecían aquellos judíos rebeldes, usa la muerte de Jesucristo en la cruz para revelarnos su misericordia sin fin. De la misma materia del mal (del pecado, de la rebeldía) Dios saca la vida, la gracia, la obediencia, hecha carne en Jesucristo. Por eso los discípulos miramos constantemente a la cruz de Jesús, no porque somos masoquistas, sino porque en ella encontramos la respuesta de Dios a nuestro pecado, a nuestra rebeldía, a la violencia asesina de nuestro mundo.

Por extraño que nos parezca a los católicos, hay algunos cristianos que dicen oponerse a usar la cruz, porque –dicen– sería como reverenciar la pistola que mató a un hijo o a un hermano. La cruz –dicen– es una cosa horrenda, de la que avergonzarse y de la que renegar… Y tienen razón que la cruz es una cosa fea y terrible, pero no más terrible que los absurdos asesinatos que la humanidad comente continuamente, no más fea que los abusos de unos sobre otros, no más fea que nuestra propia infidelidad…

Pero Jesús no huye de toda esa fealdad y barbarie, no se mantiene en un lugar apartado y “puro”, como hacían los fariseos de su tiempo y de ahora. Jesús se mete de lleno en el charco de nuestra realidad, sin miedo a contaminarse, y en medio de ella nos invita a alzar nuestra vista hacia Él, que es fiel al Padre hasta dar la vida. Allí encontraremos la imagen viva del Amor de Dios que transforma nuestra realidad de pecado en ocasión de gracia. “Donde abundó el pecado –dice San Pablo– sobreabundó la gracia”.  Sólo el amor puede realizar tal milagro. Por eso no hay pecado o situación de miseria que no pueda ser salvada, que no haya sido salvada ya en Jesucristo. Porque el amor de Dios no tiene límites.

3. Creer es vivir en la luz

Juan concluye diciendo que quien cree ya está salvado; quien no cree es como aquel que, ante la luz, cierra los ojos y se niega a ver, porque prefiere encerrarse en su propio, estúpido, orgullo. La tragedia humana es precisamente esa: que a veces preferimos vivir en la oscuridad de nuestro pecado, de nuestros vicios, de nuestra mentira, en vez de abrirnos sinceramente al poder misericordioso de Dios, que puede hacer de nuestro pecado “abono” para una vida nueva y luminosa, instrumento de salvación.

La cuaresma es la gran ocasión que la liturgia nos ofrece para entrar en esta dinámica: reconocer nuestros pecados y miserias, levantar los ojos a Jesucristo y dejarnos inundar por la luz de verdad y misericordia que emanan de su costado abierto en la cruz. “Sólo lo que es asumido es salvado”, decían los santos padres de la Iglesia antigua. Cuaresma es el momento de dejar que Dios asuma nuestra realidad, en su verdad, y transforme nuestro pecado en gracia salvadora para nosotros mismos y para los demás.
P. Antonio Villarino, MCCJ