Llamados gratuitamente por el Padre, apasionados del amor de Cristo Buen Pastor, consagrados por su Espíritu y siguiendo el ejemplo de Daniel Comboni somos enviados al mundo para dar testimonio y para anunciar la Buena Noticia del Reino (CA ’03, 31).

Hacia la Misión con la fe renovada

Jesús es claro con sus discípulos: “Permanezcan en mí y yo en ustedes. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco ustedes si no permanecen en mí (...) Sin mí no pueden hacer nada. Como el Padre me ha enviado, así los envío yo” (Jn 15,4; 20,21).

La Misión es partir, estudiar tácticas, renovar metodologías y programas de apostolado. Sin embargo, la Misión debe ser sobretodo creer. La Misión se lleva acabo con actos de fe. Quién no vive de fe no puede entrar totalmente a tomar parte de un proyecto misionero o podría ver en si mismo como se le escapa de la mano la Misión. Pero, ¿creer en quién, en qué cosa?
Creer en Dios que elige sus apóstoles: “Ustedes no me escogieron a mí, sino que yo los escogí a ustedes, y los designé para que vayan y den fruto, y que su fruto permanezca”, dice el Señor (Jn 15,16)
Creer en nuestra vocación: Dios nos ha dado el privilegio de la vocación misionera. Debemos pues, creer en el Dios que cree en nosotros y que, con humildad divina, ha manifestado de tener necesidad de nosotros para continuar su trabajo en el mundo.
Creer en la Misión: en el servicio que se nos ha pedido, en la tarea que se nos ha confiado. La Misión es una servicio de amor y de donación total: “nadie tiene un amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos”, dice el Señor (Jn 15,13).
También para Comboni, la Misión exige una donación total, ad vitam: “el más feliz de mis días será aquél en el cual podré dar la vida por ustedes” (E 3159).

Hacia la Misión como siervos

Todos vamos a la Misión con un buen equipaje. Pero ¿qué cosa debería estar en nuestro equipaje? Jesús se preocupa hasta de describir el equipaje del discípulo: “No lleven nada para el viaje. No lleven bastón, ni mochila, ni comida, ni dinero. Tampoco lleven ropa de más. Cuando lleguen a una casa, quédense a vivir allí hasta que se vayan del lugar”(Lc 9,3-4).
Es claro que el equipaje del misionero no son las cosas o los medios, tan útiles y necesarios, sino las virtudes. Una de las virtudes, sin lugar a dudas, es la actitud del siervo.
En los evangelios Jesús introduce las virtudes del siervo evangelizador (cf. Lc 9). El siervo debe ser:

Disponible. El siervo depende siempre de su Señor. Es siervo a tiempo completo, también cuando la situación le dice de tener que esperar sin poder hacer nada. El siervo que es disponible y cuidadoso está siempre listo para cambiar o modificar sus planes, según la situación o la voluntad de su Señor.

Humano. Jesús tiene un sentido profundo de la atención por los individuos. Favorece el encuentro personal dejando a un lado la tentación del éxito con las grandes masas. Va al corazón del individuo con atención, sensibilidad y, sobretodo, compasión. El no pide nada a cambio y ni siquiera insiste para que los beneficiados se hagan sus discípulos. Jesús cuida del individuo, le da todo el tiempo necesario, lo escucha, lo anima y lo ama.

Orante. La Misión no es siempre fácil, por eso se requiere una espiritualidad sólida: “Fuera de mí ustedes no pueden hacer nada. Permanezcan en mí. Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los constructores”, dice el Señor. La Misión se lleva acabo con mucha oración. Así nos lo ha enseñado Jesús, cuando él privilegiaba algunos momentos para hablar con su Padre de su Misión.
Del mismo modo nos enseña Comboni: “Como la obra que tengo entre las manos es toda de Dios, es con Dios especialmente con quien hay que tratar todo asunto grande o pequeño de la Misión; por eso es de suma importancia que entre sus miembros abunden sobremanera la piedad y el espíritu de oración” (E 3615).
Las “manos unidas” no trabajan, no sujetan, se reposan en Dios... y no obstante, hacen Misión con frutos abundantes.

Profético. El profeta es el que busca la gente por sus caminos de la vida y camina con ellos. Se identifica con cada situación del Pueblo de Dios y se hace uno con ellos. El profeta, sobretodo, es el hombre de la esperanza: reestablece la esperanza, siembra esperanza en el camino del Pueblo de Dios. El profeta acompaña el Pueblo de Dios que pasa “por los valles obscuros de la vida” , seguro de que Dios conduce a su pueblo hacia horizontes y pastos nuevos.

Sabio. El siervo busca la sabiduría de su Señor, la sabiduría de Dios. Esa es la sabiduría que ayuda a permanecer firmes y confiados en los momentos difíciles. El siervo sabio, entonces, se preocupa siempre de poner a Dios en primer lugar, porque la Misión, es precisamente de Dios.

Amigo. “No los llamo siervos, sino amigos”, dice Jesús a sus discípulos, tratándolos como compañeros de Misión. Les ofrece el don de la amistad, porque tendrán que trabajar como amigos. Los amigos trabajan por amor, sin preocuparse por lo que se gana o por los horarios y, sobretodo, se identifican con los intereses del amigo, con lo que pide.
El siervo amigo se mueve y actúa creyendo y amando su Misión, la Misión de Dios.

Para el siervo existe una bendición especial: “¡Excelente! Eres un siervo bueno y se puede confiar en ti. Ya que cuidaste bien lo poco que te di, ahora voy a encargarte cosas más importantes. Ven a celebrarlo con tu Señor” (Mt 25,21).
Es la alegría del Señor la que da sabor a la vida apostólica del discípulo de todos los tiempos (cf. CA ’03, 35).

Epifanía 2005

P. Teresino Serra, mccj
Superior General

Epifania 2005