El certificado de garantía de su vida y su mensaje. Una breve biografía. Leas los cometarios

Cuando nos encontramos con una persona que por alguna razón se impone a nuestra atención, nace enseguida en nosotros el deseo de preguntarle quién es, de dónde viene, qué hace y cómo ha llegado a ser la persona que es. La revelación de su origen y de su curriculum vitae constituye el certificado de garantía de su vida y su mensaje, que nos abre el camino hacia un encuentro fecundo.

Ciertamente cada misionero comboniano está deseoso de tener en mano el certificado de garantía de la vida y el mensaje de Daniel Comboni, Fundador de la Familia Comboniana que precisamente de él toma el nombre y la identidad.

Una manera para satisfacer este deseo es ponerse delante de san Daniel Comboni, hacerle estas preguntas y luego escuchar su respuesta en el propio corazón, recordando y reflexionando sobre lo que cada uno ha visto, escuchado y leído acerca de su persona, comparando todo esto con los recuerdos de la propia historia personal, con la historia del Instituto en su conjunto y de algún misionero comboniano en particular, y con las actuales situaciones que se verifican en el mundo y en la Iglesia. Puede nacer un dialogo muy interesante y fructuoso.

Personalmente he puesto estas preguntas a Comboni varias veces y en varias ocasiones, sobre todo durante las visitas a su casa en Limone.

Me parece haber escuchado y seguir escuchando a un Comboni muy cerca de mí, que me habla de realidades que me conciernen y me ayudan a profundizar el sentido de mi historia personal a la luz de la fe misionera que me es contada por él. El fruto más precioso de este diálogo es el percibir que la experiencia de fe que nos es dada, puede ser contada y así volverse significativa para otros como aquella de Comboni lo es para mí. Saber narrar la propia experiencia de fe es el primer paso del servicio misionero dentro de la comunidad y delante de los hombres y mujeres de hoy.

 ¿De dónde vengo?

 1. Vengo de Limone sobre el Garda

Vengo de una localidad, acerca de dos kilómetros del centro de Limone sobre el Garda, llamada Tesöl, que literalmente puede significar "lugar dónde se tienden las redes para los pájaros"; aquí he transcurrido mi niñez y he empezado a preparar aquellas mis redes que habría extendido hacia otros horizontes.

Con respecto a Limone, es un poblado situado sobre el extremo borde de la costa bresciana del lago de Garda en un territorio en forma de cuadrilátero que confina con el Trentino, mojado por el lago y circundado por altas montañas. Su nombre es conectado comúnmente a los frutos de limones que eran cultivados en los "jardines" o "limonaie (limonales)", es decir en invernaderos preparados de modo a proteger los cítricos del rigor del invierno.

Si ya has visitado este lugar, ciertamente te has quedado admirado por las modernas estructuras hoteleras, que hospedan durante tres cuartos del año millares de turistas; pero ciertamente te has quedado también atraído por el perfume de antiguo que emana de las callejuelas inaccesibles y de los pasajes medio escondidos del centro histórico y de los limonales, que levantan al cielo los restos de sus columnas semejantes a brazos esqueléticos como evocación de acontecimientos de otros tiempos que todavía hablan…

Cuando vine a la luz el 15 de marzo de 1831, Limone era una aldea pobre de pocos centenares de habitantes, cerca de 500, aislada del resto del mundo, no alcanzable por cómodas carreteras, sino sólo por sendas pedregosas que bajaban de las montañas traseras[1]; quien quería alcanzar Limone en poco tiempo tenía que hacerlo en barco, a veces arriesgando los peligros del lago en borrasca.

La historia de Limone fue muy atormentada. Después de un largo dominio de Venecia (1426 – 1797), llegó un período en el cual franceses y austriacos se disputaron y se alternaron en la zona hasta que, en 1815, se estableció el imperio austrohúngaro; sucesivamente, en 1859, empezó a pertenecer al reino de Italia.

Para mí, el haber nacido como súbdito del imperio austrohúngaro y luego pasado a ser ciudadano italiano, ha sido una circunstancia favorable, porque me abrió a horizontes que se extendieron más allá del estrecho espacio en que era encerrado Limone. A esto me ayudó también la visión del mismo lago que, atravesado continuamente por embarcaciones de varios géneros, me invitaba a mirar lejano y a soñar con tierras desconocidas.

La gente, entre el vaivén de los dominadores, vivía preocupada con la supervivencia, pero dispuesta a hacer cada esfuerzo para mejorar sus propias condiciones. Fue así que ha aprendido el arte de la pesca, transmitiéndose celosamente cada secreto de padre en hijo; con tenacidad supo arrancar la tierra de la montaña y se distinguió por el cultivo de los olivos y los limones. Además supo hacer florecer actividades varias de artesanía, manufacturas y de pequeñas industrias como las fábricas de papel.

Era así Limone cuando, hacia el año 1818, llegaron los Comboni, o sea, mi tío José y mi papá Luís, que migraron de Bogliaco, fracción de Gargnano, al sur de Limone. Se establecieron en el limonal del Tesöl, a las dependencias de una rica familia de la zona. Sucesivamente la propiedad del sitio ha pasado a otros dueños y mi tío José tomó otra dirección. A servicio del nuevo propietario del limonal quedó mi papá, que así se volvió el "jardinero" del Tesöl, es decir campesino entregado al cultivo de los limones y los olivos circunstantes. Fue entonces que se casó con mi mamá, Dominga Pace, hija de un trabajador en una fábrica de papel de Limone, también él inmigrado de Magasa, pueblecito que hacía parte del Trentino y por lo tanto del imperio austrohúngaro. Como ves, fue una boda entre emigrados, puestos en movimiento por la pobreza que luego los hizo encontrar.

El limonal del Tesöl era uno como los otros, pero ubicado en zona montañosa, apoyado a las rocas impresionantes de una montaña sobresaliente. Mis padres encontraron alojamiento en la modesta casita, que se encontraba al lado del mismo limonal.

La casa dónde he nacido, lejana del pueblo, en una fracción aislada de un pueblo otro tanto aislado, es comparable a la gruta de Belén. En esta casa, circundada por lugares agrestes dominados de prados y de campos de olivos, me he introducido en la aventura de la vida, sustentado por las curas cariñosas de papá Luís, "jardinero" del Tesöl, y de mamá Dominga, "hogareña", apodada Nina, ayudándoles en sus trabajos y jugando con los amigos.

La evocación de Belén no es debida a las solas condiciones materiales de la vivienda; en mi casa, efectivamente, se respiraba el aire de la gruta de los pastores, y también de la casa de Nazaret. Con papá Luís y mamá Nina muy encariñados conmigo, el cuarto de ocho hijos, muertos casi todos en tierna edad, formábamos una familia unida, rica en fe y valores humanos; vivíamos ocupados en los trabajos propios de los campesinos, arraigados en la confianza en Dios y en su Providencia, y por lo tanto no preocupados por la escasez de medios económicos.

Papá Luís estaba muy arraigado a la cultura campesina del tiempo, amaba la música y fue uno de los fundadores de la banda musical del pueblo, y vivía una vida espiritual popular muy superior a la media de la gente. Mi mamá era un "ama de casa" que se distinguía por su delicadeza y su religiosidad, que compartía con mi padre.

La formación espiritual recibida en casa es fruto de esta sintonía de corazones entre mis padres, que desembocaba en un amor familiar basado en una gran fe en Dios. En mis padres esta fe se vuelve participación en la vocación misionera de su único hijo, en mí se vuelve certeza de la vocación y unidad de medida para averiguar mi fidelidad a ella; el ejemplo de su sacrificio en donar el hijo a las misiones se vuelve en mí estímulo a dedicarme con igual generosidad a los hermanos de África.

A pesar de la distancia de dos kilómetros de la iglesia parroquial, me gustaba ser asiduo al catecismo, al canto de Vísperas y al servicio de la Misa como monaguillo.

Aunque la historia de Limone es una historia de pobreza, la iglesia parroquial, dedicada a S. Benito, está equipada en superabundancia y en calidad de todo lo que es necesario para la práctica y el desarrollo de la vida cristiana de los feligreses. Sólo te indico algo que ha tenido un significado particular en mi vida.

Sobre el lado izquierdo del presbiterio una magnífica pintura representa la adoración de los Reyes Magos. Más tarde, el 12 de agosto de 1877, cuando fui consagrado Obispo en la artística Capilla dentro del edificio de Propaganda Fide, la adoración de los Reyes Magos, a los cuales es dedicada, ha hecho de espléndido escenario a la ceremonia y ha corroborado mi entusiasmo misionero.

El altar del Crucifijo es dominado por un nicho, en el que es encerrado un gran Crucifijo, de madera de “bosso”, elegantemente esculpido. El nicho, durante el año, quedaba cerrado por un cuadro que todavía representa el Crucifijo circundado de algunos santos y de la Virgen. Este telón era removido durante la semana santa, para que quedara expuesto sobre el altar el grande y sugestivo Crucifijo. Así también yo he podido contemplar varias veces el rostro de este Jesús en cruz y escuchar las inspiraciones interiores que esta contemplación me sugería. Está ciertamente aquí el principio de mi particular envolvimiento en el misterio del Corazón de Jesús, que manifiesta su gran amor para los hombres en el Corazón traspasado sobre la Cruz.

La estatua de la Virgen de las Gracias, colocada al lado oeste del altar del S. Sacramento, era objeto de gran devoción, especialmente en tiempos de particulares calamidades. A Ella recurrió también mi mamá, para conseguir la gracia que no partiera para África. Pero la Virgen le inspiró de no obstaculizarme en mi vocación y le concedió la fuerza de ofrecerme a las misiones.

La iglesia parroquial con sus significativas obras de arte no inspiraba sólo a mí, sino que era manantial de vitalidad para toda la comunidad parroquial, que se organizaba sobre todo alrededor de las cofradías del S. Sacramento y del Rosario y de la escuela de la doctrina cristiana. Esta escuela era bien conducida y sistemáticamente concurrida, también por mí cuando me encontraba en el pueblo.

Puedo decirte que de hecho he empezado mi actividad misionera en la parroquia de Limone entre mi gente como catequista, como predicador de las misiones al pueblo y con otros ministerios sacerdotales; de Obispo, aunque marcado en la salud por el trabajo apostólico, me fue concedido de consagrar esta iglesia, en la cual fui bautizado y en la cual hunden las raíces de mi vida de misionero.

Si bien ocupado en una intensa actividad apostólica en tierras lejanas, seguía sintiéndome arraigado a Limone, a mantenerme aficionado a mi pueblo, a mi parroquia y los párrocos que se han sucedido en su cura pastoral; así he tratado de mantenerme siempre a contacto con estos mis amigos y hermanos limonenses, compartiendo con ellos mi vida misionera a través de cartas y, cuando me era posible, con visitas personales que me servían para restablecer el espíritu y reponerme en salud.

Luego, cuando me despedía, se reavivaban y llevaba conmigo tantos bonitos recuerdos: la casita de los afectos de mi infancia y mis años juveniles; la iglesia, dónde he empezado a preguntarme qué quiere decir un Dios muerto sobre la cruz para la salvación del mundo; el límpido lago, las casas que se reflejan dentro de él, los montes que le hacen corona con sus paredes rocosas casi verticales, los campos de olivos, los limonales dispuestos en terrazas, son visiones indelebles que me narran la grandeza y la belleza de Dios y su amor eterno para todas sus criaturas; y sobre todo los limonenses, gente amistosa, tenaz, trabajadora e industriosa, que tenían un sitio insustituible en mi corazón y con los que compartía de modo familiar la realidad africana. Pero eso no me impedía sentir prepotente la nostalgia del Nilo misterioso, de la fascinante selva africana, del amplio desierto, de los africanos esclavos y necesitados de un sol más fúlgido, que no aquel de mi querido Limone, es decir el Sol de la fe.

Sentía cómo en mi corazón eran acogidos con igual intensidad de cariño sea los limonenses sea los africanos así que, escribiéndole a mi papá de África en 1858, podía decirle "Diga a los Limonenses que los he abandonado con la persona, pero jamás con el espíritu", con la misma sinceridad con cual en el regreso obligado de África en 1859, por motivos de salud, podía decir, "Partí para obedecer, pero entre ustedes africanos dejé mi corazón".

Es este el fruto de mi envolvimiento en el Misterio del Corazón de Cristo que, empezado aquí en Limone, se ha vuelto anillo y centro de comunión entre yo, los limonenses y los africanos, y me ha hecho instrumento de partilla de bienes espirituales entre mi iglesia-madre de Limone y la naciente iglesia de África Central.

Una comunión en la caridad sin parcialidad, pero que no podía eludir aquellos latidos del Corazón de Cristo que me empujaban a hacerme siervo de los hermanos más necesitados de la tierra en comunión con la misma comunidad de Limone.

Una comunión que da a la vocación del misionero la razón de su perenne actualidad, ya que le permite percibirse cada vez más claramente como "puente" entre las Iglesias esparcidas por el mundo entre pueblos diferentes para narrarse las unas a las otras las obras de Dios, para el recíproco enriquecimiento, a alabanza de Dios Padre en Cristo Jesús.

Una comunión, por fin, que tendrá por meta final la eternidad. Sí, la eternidad es una realidad muy arraigada en mi alma. Me la recuerdan con particular intensidad y conmoción aquellos mis 7 hermanos que han pasado prematuramente su umbral, las 44 cruces que señalan las tumbas de los misioneros muertos durante el viaje hacia la estación de S. Cruz, la muerte heroica de don Oliboni, de cuyos labios de moribundo recogí como apremiante testamento la incitación a continuar resueltamente la obra empezada, me la recuerda de modo particular la tumba de mi madre que murió durante mi primera permanencia en África y que visito cada vez que vuelvo a Limone…  Para mí la eternidad se ha vuelto como el marco natural y la meta última de cada vida humana, la percibo como una ventana abierta sobre el Misterio de la "Patria prometida" y al mismo tiempo como presencia de Dios-Amor en la aventura histórica, una presencia regeneradora del hombre oprimido. Para mí, entonces, la eternidad no es huida del presente aunque dramático, sino el horizonte que da a cada ser humano el sentido último de la vida y el sabor de la dignidad que le ha sido donada por su Creador y que lleva impresa en su corazón, y al mismo tiempo lo estimula a empeñarse en el camino que es llamado a recorrer.

Creo que es este uno de los frutos más significativos madurados en mi espíritu en consecuencia de las repetidas dolorosas visitas de la muerte a empezar de mi pequeña casa de Limone.

De esta experiencia empieza a arraigarse en mí la convicción que más tarde he expresado en el Cáp. X de las Reglas del 1871, dónde afirmo que el misionero trabaja para la eternidad y que, perdiendo de vista la eternidad, su vocación queda desprovista del impulso divino de su origen y su sentido último, por lo cual el propio misionero es el primero a exponerse a una especie de vacío y aislamiento intolerable. Ciertamente, trabajando para la eternidad, el misionero no pretende evadirse de la realidad del presente dedicándose a la misión con el único objetivo de comprar la felicidad eterna para él mismo y para los otros, sino que trabaja teniendo los pies por tierra, abierto a las necesidades del mundo en la óptica de Dios, Amor "fontal" y final de cada vida humana, empeñándose por lo tanto para un futuro con esperanza de resurrección a partir de las situaciones de muerte de esta tierra.

Para completar el perfil de mi identidad de limonense, todavía tengo que decirte que, habiendo manifestado propensión al estudio, mis padres me hicieron recibir clases particulares a pago, sucesivamente me mandaron a Verona con una familia de limonenses. Aquí manifesté la intención de hacerme sacerdote y fui inscrito, como alumno externo, al Seminario diocesano de Verona, pero la pobreza de mis padres no me permitió continuar. Entonces me vino encuentro la mano de la Providencia, abriéndome las puertas del Instituto Mazza, que recogía a jóvenes pobres para prepararlos a la elección de una profesión en el mundo, o del sacerdocio o de la vida religiosa.

Como ves, vengo de una historia de emigrados y pobreza familiar y ambiental. Y fue precisamente esta mi situación de pobreza, experimentada con laboriosidad y confianza en la Providencia, que me llevó al Instituto Mazza, dónde sentí la llamada de la pobreza extrema de la Nigrizia, que se volvió la pasión de mi vida.

Pero quiero retomar la historia de los Comboni, llegados como emigrados a Limone, porque te hace entender mejor el sentido de mi salida para Verona y para África. Te he señalado que a un cierto momento mi papá se quedó como el "jardinero" del Tesöl, mientras que su hermano José tomó otro camino.

Para comprender este acontecimiento en el grupo familiar, tengo que decirte que en 1800 se intentó también en Limone la aventura industrial. Y eso ocurrió justamente a obra de las familias Comboni que mientras tanto se extendieron en el pueblo, y algunas de ellas lograron alcanzar una discreta fortuna. Los Comboni, en efecto, han instalado una hilandería, una fábrica de sombreros de lana, una fábrica de magnesia.

No me habría sido difícil intentar con mis parientes la escalada al bienestar económico y al éxito social. Pero el aire que respiré en mi casa y la certeza de mi vocación me han empujado a desarrollar mis capacidades humanas y espirituales en otra dirección, es decir poniéndolas a servicio del plan que Dios tenía sobre mí. Y así he recibido el céntuplo y la vida eterna, prometidos por Jesús; un céntuplo compartido con mi familia, mi parroquia y naturalmente la Nigrizia.

Te hago esta mención para invitarte a reflexionar a la luz de mi historia sobre aquéllos que muchos de ustedes llaman, desde una cierta óptica occidental, desafíos de la nueva geografía vocacional, por los cuales las comunidades del Instituto serán cada vez más internacionales y multi-culturales con la posibilidad que surjan conflictos de vario género. Mi experiencia me sugiere decirte que será el incremento de una auténtica y profunda vida espiritual a nivel personal y comunitario que podrá ponerles en movimiento desde dentro la historia personal de cada uno hacia una identidad compartida en la diversidad de modos de ser y comportamientos, que dé vida a un grupo de personas, capaz de poner en marcha una vida en hermandad y un plan de acción evangelizadora en el mundo de hoy.

Por fin te invito a bendecir y alabar conmigo a Dios, ¡porque todo lo que Él hace es realmente bueno! (S 7172.

Dios solo, en efecto, podía vislumbrar un pueblecito tan inaccesible y localizar en él a este niño desconocido, para elegirlo como su apóstol y revestirlo del orden episcopal: nacido en las grutas del Tesöl, me ha elegido para evangelizar la gran África; su mirada se ha posado justo sobre mí, hijo de pobres y emigrados, para mover a los reyes a escuchar a los oprimidos; feligrés de una parroquia insignificante, para iluminar al Papa y a Obispos sobre problemas universales de la Iglesia….

Confrontando mis hechos misioneros con mis humildes orígenes de "un pobre hijo de un jardinero de Limone", un sentido de estupor siempre ha invadido mi alma; Dios me ha sorprendido en sus designios y me mueve a eterna gratitud[2]….

Y no te olvides que Dios sorprende todavía hoy. Él elige con acierto y prepara dignamente a sus elegidos, cuando bajo la guía de la Iglesia, aprenden a hacer emerger y a desarrollar las calidades humanas y espirituales de que son dotados, para crecer como cristianos que saben responder con dedicación total en el cotidiano de la vida a la vocación recibida, de la cual son firmemente convencidos.

Entonces el ímpetu misionero de estos elegidos será extraordinario, porque no mana de fuerzas y cálculos humanos, ni de la pura búsqueda de autoafirmación, sino de una fe ilimitada, de una esperanza abierta a las omnipotentes capacidades de Dios, de un amor obediente a Dios y heroico hacia los hermanos más necesitados.

Entonces harán de su vocación una vida de espíritu y fe, que será alentadora de sus dotes humanas y de sus valores culturales que llevan como equipaje personal. Serán asimismo verdaderos hombres de Dios y hombres para los hombres, hombres atrevidos y audaces en el afrontar los desafíos misioneros de su tiempo, movidos por la pura vista de su Dios, conscientes que la misión se sostiene sobre un "fuerte sentimiento de Dios" y que tiene que tener carácter eclesial, resueltos a hacer cada uno su parte con confianza grande que en la Iglesia obra el Espíritu Santo, a pesar y a través de los límites de los hombres.

 2. De la certeza de mi vocación

Vengo de la certeza de mi vocación a ser Apóstol de la Nigricia; vocación que he advertido como deseo en mi infancia y que he cultivado en el Instituto Mazza hasta la decisión definitiva de mi total entrega a Dios para la regeneración de la Nigricia. Está aquí el secreto de la tenacidad con la cual he vivido la consagración a la causa de la Nigricia y la constancia con la cual me he quedado fiel a este ideal contra todas las dificultades hasta la muerte.

Vengo de una respuesta vocacional purificada y fortificada en el crisol del desierto. En efecto, no hay respuesta a la vocación sin sacrificio. Así aconteció que lo he dejado todo, me he dejado poseer por el Todo y me he entregado totalmente a Él para la obra a la cual me llamaba. Tengo conciencia que he vivido la vocación como una peregrinación, como un pasaje a otra orilla, en la cual Dios me ha hecho “esposo” e instrumento para la regeneración de la Nigricia.

3. Sí, vengo del desierto.

Esta realidad me resulta muy familiar, sea en su dimensión físico-geográfica sea espiritual.

Vengo, en efecto, de los interminables viajes en el desierto, que he tenido que atravesar 7 veces, para llegar al corazón de África. Aquellos viajes eran verdaderamente difíciles. En efecto, nos levantábamos de las esteras extendidas sobre la arena a las 2 de la madrugada al grito del camellero y, en 5 minutos, teníamos que estar en grupa de las cabalgaduras que, tras los azotes, salían a un trote singular que obligaba al viajero a balancearse de modo muy extenuante. Sólo hacia las 11 nos parábamos a la sombra de algún peñasco y a las 15 reanudábamos la marcha hasta el avanzar de la noche. La gana de comer, con el estómago revuelto, desaparecía por completo. Hubiera sido sumamente preciosa y hubiéramos tomado con gusto un sorbo de agua fresca, pero había sólo agua caliente, hedionda y nauseabunda, porque se había podrido en los odres de piel de cabra, a causa del sol que golpeaba con 55 y 60 grados de calor.

La gran superficie del desierto de Korosko a Berber ha penetrado en mi carne y en mi espíritu de “consagrado” a la Nigricia. Se trata de un desierto “vasto” y de “horrible aspecto”, pero a la vez saludable, porque en su soledad, silencio y espacio sin fin, bajo un cielo terso, se eleva y se fortalece el alma. A través de este desierto he caminado buscando aquella otra orilla en la cual Dios me enviaba, poblada por rostros desfigurados de hermanos míos, sostenido por ese mismo Dios, que con su Rostro paterno me tendía los brazos desde lo Alto de la Eternidad…

Así el desierto de las grandes extensiones de África Central se ha vuelto parte integrante de mi vida, símbolo de mi desierto interior, esto es de mi “ímpetu” misionero purificado a través de la larga, árida y oscura experiencia del desierto de mi alma.

He vivido el desierto de mi alma de manera muy intensa y hasta dramática en las varias etapas de mi itinerario misionero, culminado con la muerte en la brecha.

El desierto interior, de hecho, es el alma sola, vacía, en aridez y angustia… Es el alma mía enamorada-entregada y sin comprensión, sin compañía, sin agua, sin vida… Es mi situación de hombre “solo” dispuesto a dar mil vidas por la amada Nigricia; es la experiencia de un apretón del corazón provocado por el ímpetu de la Caridad salida del Corazón de Jesús Traspasado sobre el Gólgota, por el cual me encuentro despojado de todo y lejano de todos y a la vez molido como grano de trigo para tornovertirme con Jesús pan que de vida a la Nigricia….

 4. Vengo de mi interioridad, donde mora un fuerte sentimiento de Dios

No he entrado en el desierto en busca de aventuras exóticas o de tesoros escondidos, sino dispuesto a perder todas mis seguridades humanas y deseoso de dejarme conquistar y amar por Dios solo….

Para mí, Dios, solo Dios, es la razón única de mi ser misionero. Su presencia en mí es mi Amor, mi Riqueza, mi Libertad. Mi única felicidad es sentirme continuamente habitado por esta Presencia Amorosa, que da calor a mi existencia, aunque sea de noche; mi única felicidad es vivir para la gloria de este Dios que se hace compañero en el viaje de mi vida, aceptando que se sirva de mí para la felicidad de los Africanos.

Sí, me ha quedado sólo ÉL, única certeza y garantía de mi camino misionero. Quizá te has acostumbrado a pensar en mí como en un hombre preocupado por las cosas de Dios: la Nigricia para regenerar, los viajes de animación misionera, las fundaciones de los Institutos, los complicados problemas de la gestión de la Misión… En realidad estoy apasionadamente ocupado en las cosas de Dios, pero nunca preocupado; vivo, en efecto, como enamorado de Dios, como apasionado buscador de su Rostro y del cumplimiento fiel de su voluntad, así que mi primera ocupación es el trato con Él. Es de Él que recibo inspiración y fuerza para los asuntos de la Misión. He empezado desde mi infancia a buscar únicamente la voluntad de este Dios que me ha “consagrado” a las misiones de África; he vivido y vivo siempre dispuesto a sacrificarlo todo con tal de cumplirla y con el propósito de vivir y morir cumpliendo únicamente esta voluntad divina, sostenido por la certeza que cumplirla es la única consolación en las pruebas.

En mi sed de Infinito, la Misión se me presenta en toda su claridad como regalo de Dios. Un Dios que he buscado y encontrado, pero que me ha amado y buscado primero y que, en cuanto me salva, me elige como instrumento de esta misma salvación para mis hermanos más lejanos de ella. He aprendido así a coger mi vida entre las manos con gratitud y alegría filial y a ofrecerla a este Dios de la vida para la regeneración de mis hermanos más pobres y oprimidos.

Mi dedicación total a la causa de la regeneración de África Central ha nacido en el “desierto” de mi alma, hecha escucha y abandono en las manos de la Providencia divina, dispuesta a todo, porque pertenece definitivamente a Dios, deseosa de narrar y testimoniar esta grande Historia de Amor, fuente y destino último de cada vida humana.

Vivo mi aventura misionera implicado en esta Historia de Amor: el amor de Dios en mí y para mí me ha consagrado a la Nigricia, que he comenzado a amar con este amor de Dios; y la he amado cada vez más, hasta el extremo de mis fuerzas, en la medida en que iba creciendo en este amor; y crecía, porque la necesidad de salvación de mi amada Nigricia me empujaba siempre más hacia el Amor providente y regenerador de Dios.

 5. Vengo del Corazón de Cristo

Recorriendo el desierto de mi alma he encontrado un “pozo”. Sí, porque si en el desierto hay sólo arena, también, aunque no ves y no escuchas algo, se encuentra siempre escondido en algún lado un pozo, donde puedes beber y recobrar tus fuerzas (cf. Gen 21, 8-19).

Este pozo es el Corazón Traspasado de Jesús, Buen Pastor.

Avanzando en mi desierto apago mi sed bebiendo en la abundancia de este “pozo”.

El agua que brota de él, es aquella “Virtud divina” que, penetrando en mi mundo interior, me impele a desarrollarlo sin parar. Es ella que hace en mí cada vez más fuerte el sentimiento de Dios y cada vez más firme mi vínculo de solidaridad con la Nigricia.

Es de ella que nace aquella vida exterior exuberante, tenaz y coherente que llama tu atención.

 6. Vengo del desierto de la Nigricia y de la solidaridad con ella

El desierto de mi alma se cruza con el desierto de la Nigricia. En efecto, el desierto fascinante y horrible que tengo que atravesar para alcanzar la región de la Nigricia, se proyecta sobre ella como una “niebla de misterio”. Una niebla que nace de un enredo de fenómenos desconcertantes que atenazan a los Africanos en una vicisitud de “pobreza” radical de hace más de cuarenta siglos, manteniéndoles lejanos de los beneficios del progreso humano y de la fe. Es una pobreza en todas sus dimensiones: ella concierne al ambiente natural, fascinante y a la vez hostil, las almas, los cuerpos y el tejido social, causando la índole desalentada de los negros, “sobre los cuales parece que aun pese tremendo el anatema de Cam”. En una palabra, es una pobreza que, al igual que el desierto, cava un vacío horrible todo alrededor y en medio de la Nigricia y la hace una viva imagen de una alma abandonada por Dios.

Sin embargo la maravillosa aurora del desierto que tiñe de color púrpura el cielo, los montes y la llanura; el sol que puntualmente se levanta majestuoso e inflama el inmenso vacío del desierto, son en mi espíritu signos de la presencia providente de Dios en todos los lugares, también en el reino de la muerte. Esta presencia me impulsa a entrar y me sostiene en esta “niebla de misterio” de la Nigricia, para hacer causa común con sus hijos e hijas, en la certeza de su regeneración.

Puedo decirte entonces que vengo de una vida vivida en solidaridad con los pueblos pobres y oprimidos de la Nigricia; unido y en comunión con estos mis hermanos concretos. Vengo de esta vida de olvidados y marginados de la historia, que la sociedad recuerda sólo cuando hacen noticia debido a alguna nueva desgracia que los alcanza o cuando encuentra alguna nueva vía para explotarlos.

 7. Vengo de la comunión con la Trinidad

Prosiguiendo en el camino del desierto de mi alma, implicado en esta “niebla de misterio” que se extiende sobre la Nigricia y sostenido por el agua que mana del Corazón de Cristo, se dió un momento en que me encontré sobre el Monte del Señor.

No sé de cierto si fuera el Horeb, o el monte de la Transfiguración o el monte Calvario. Quizá estos tres montes por una vez se han acercado y me han estrechado juntos en su abrazo, comunicándome algo del Misterio de Dios del cual cada uno de ellos es testigo. El hecho se dio sobre la colina del Vaticano, en cuanto oraba junto a la tumba de San Pedro, contemplando el Corazón de Jesús durante la beatificación de Margarita María Alaquoque.

Se trata de un momento de oración, en el cual me vienen de lo Alto los puntos del Plan para la regeneración de la Nigricia, que imprimen una transformación definitiva y configuran el resto de mi vida misionera. En él está presente toda la Sacrosanta Trinidad. De hecho, una intensa luz “de lo Alto” ilumina en mi espíritu la comunión con la Trinidad por mi vivida hasta este momento. He empezado a hacer experiencia de la Trinidad de un modo nuevo, en cuanto la percibo como peregrina en el camino de los hombres... Esta percepción que inunda mi espíritu, es la vena escondida que explica y da forma a mi “pasión” por la Nigricia. Así, puedo decirte con verdad que como misionero vengo del corazón de la Trinidad.

Vengo de la participación en el dinamismo del Espíritu Santo, “Virtud divina”, que me revela en el Corazón Traspasado de Jesús en la Cruz el signo y el instrumento perenne del amor salvífico que eternamente brota del corazón del Padre, y la vía de la solidaridad con la vida de todos los hombres.

Soy así introducido en el inagotable diálogo y comunión entre el Padre que ama tanto al mundo hasta decidir enviar al Hijo, y el Hijo que responde con su obediente entrega redentora hasta la muerte en la Cruz y me merece el don de esta misma “Virtud divina” como llamarada de Caridad que sale de su Corazón Traspasado.

La participación en la acción salvífica de la Trinidad mediante esta llamarada de Caridad, me saca de la “niebla de misterio” que envuelve África y del miedo del pasado en que “riesgos de todo género y dificultades insuperables derrotaron las fuerzas y sembraron el pánico” entre las filas de los misioneros. La Nigricia se transfigura ahora ante mi mirada: empiezo a verla ”como una miríada infinita de hermanos que tienen un común Padre arriba en el cielo”. El abrazo con el Padre lo experimento marcado por el sufrimiento de estos hijos suyos africanos, y en el necesitado africano descubro un hermano, que todavía no disfruta de la bendición del Padre que sale de la Cruz…, así que necesita ser encaminado hacia Él.

Bajo el influjo del Espíritu Santo experimentado como llamarada de Caridad que sale del costado del Crucificado sobre el Gólgota, siento que los latidos de mi corazón se funden con los de Jesús y se aceleran. En esta sintonía de corazones percibo cómo el Padre, a través de su Hijo encarnado, muerto y resucitado, escucha el grito de aquella miríada de hijos suyos que viven en África todavía “encorvados bajo el yugo de Satanás” y entra con todo su ser en su historia y en su dolor.

Esa Caridad me hace sentir hijo amado del “común Padre”, que cuida de mí al igual que de mis hermanos oprimidos hasta entregar a su propio Hijo por nosotros; es esa Caridad que me empuja a estrecharlos entre mis brazos y a darles un beso de paz y amor; me empuja a asumir su historia y su dolor participando en él y haciendo “causa común con ellos”, aun con peligro de mi propia vida.

Es un encuentro entre hermanos en los cuales se esconde el rostro de Jesús en el desconcertante misterio de su identificación con los excluidos de la historia. En mis hermanos africanos oprimidos se me revela el rostro dolorido y desfigurado del Crucificado, que fija su mirada sobre mí y me llama a evangelizarlos y a trabajar por su progreso y por su liberación de la esclavitud. Al mismo tiempo continúo teniendo la mirada fija sobre el Crucificado para “comprender cada vez mejor lo que significa un Dios muerto en la cruz para la salvación de las almas”.

Son los hermanos que recibo de la acción salvífica de la Trinidad, a los cuales puedo finalmente comunicar el evento salvífico del Traspasado–Resucitado, que quiebra su exilio y los pone en el camino de la libertad, pregustación de la Patria Trinitaria.

 8. Vengo de la Iglesia, “mi señora y madre mía”

Como cristiano, como misionero y, por fin, como Obispo soy hijo de la Iglesia, soy “hombre de Iglesia”. De ella lo he recibido todo: en ella he conocido al Señor Jesús, “que amó a la Iglesia y se dio a sí mismo por ella, para santificarla” (Ef 5,26); en ella y por medio de ella he recibido y vivo con orgullo mi vocación al apostolado misionero en África como Misionero Apostólico.

A la escuela de don Nicolas Mazza he descubierto sus dimensiones fundamentales: la santidad, la búsqueda de la verdad y el impulso misionero. Entendí así que pertenece plenamente a la Iglesia sólo quien pone su vida al servicio de una doble opción: la de tender a la santidad y la de servir a través de la propia vocación. No se me escapó el hecho de que no todos en la Iglesia logran penetrar en la profundidad de su Misterio y por tanto no están a la altura de sus ideales. Esto concurrió a hacer cada vez más consciente mi pertenencia a la Iglesia y a entender que tengo que amarla así como es y a vivir en ella espiritualmente al pie de la Cruz, que es el “sello de las obras de Dios” (E. 994).

Esta actitud me dio la fuerza de la fidelidad a la Iglesia. He superado las pruebas de la incomprensión e incluso de la calumnia, teniendo la mirada fija en Jesús Crucificado, para aprender a mar con Él y con su Corazón al pueblo que Él mismo me entregaba a través de su Iglesia. Me dio también el valor de practicar una obediencia bajo la insignia de la inteligencia y de la creatividad, haciendo así un uso maduro de la libertad personal en y con la Iglesia.

Vivo mi pertenencia a la Iglesia como un grande regalo de Dios, que no es comparable con algún otro interés.

Sin ella no sería yo mismo. Ella es “ señora y madre mía” (E 7001). Por ella me siento amado y acogido. Hacia ella nutro respeto, amor y lealtad en la búsqueda de la verdad; en comunión y participación con ella deseo realizar el Plan venido de lo Alto. Estoy íntimamente convencido que yo mismo, la misión, mis proyectos reciben su garantía solamente en y por la Iglesia. Por tanto, a su autoridad he vendido mi voluntad, mi vida y todo lo que soy y tengo, y en ella diviso la mano providente de Dios que me guía a lo largo del sendero de mi apostolado misionero. Amo a la Iglesia con todo mi ser, no por cálculos humanos sino por adhesión a la voluntad de Jesucristo, que en ella ha depositado el Evangelio que yo por Él mismo soy llamado a anunciar.

 9. Vengo del encuentro con la Virgen María

Vengo del encuentro y en compañía de María, la madre del Señor, “rostro materno de Dios”, presencia inefable de un amor que se entrega constantemente. Ella tiene un lugar privilegiado en mi vida, porque es Madre de los apóstoles, Precioso consuelo del Misionero sobre el cual vela para defenderlo de los peligros, Estrella Matutina del misionero que se adentra en el corazón de África, Maestra en las dudas, Salud y fortaleza en las enfermedades, Guía en los viajes, Luz de los errantes, Puerto de los que están en peligro.

Es la piadosa Reina y la Madre amorosa de la Nigricia, la madre de los Africanos, de los crucificados de ayer y de hoy sobre el Gólgota del mundo, donde los recibe como hijos quedándose de pie al lado del Hijo Crucificado, para librarlos de la desgracia y sumergirlos en las alegrías de la fe, da la esperanza y de la caridad.

La vivo como la Inmaculada, la “mujer sin pecado, la “toda santa”, la “toda pura”, “prodigio de la gracia de Dios” y “milagro de la omnipotencia divina”, “santuario de la Trinidad” e imagen ideal de la humanidad, signo de la vida verdadera, “tierra prometida” a la Nigricia; aquella Nigricia que se perfila a mi mirada como perdida en una “niebla de misterio” que la vuelve “una viva imagen de la desolación de una alma abandonada por Dios”, pero que, acogiendo a Cristo, será en la Iglesia la “perla bruna”, que brilla engarzada en la diadema de la Inmaculada.

Viviendo en su compañía, María – Hija predilecta del Eterno Padre, morada del Eterno Hijo, habitación inefable del Eterno Divino Espíritu (E 4003) - me enseña qué cosa es ser Templo de Dios, ermita interior donde se vive sin interrupción la comunión con las Personas divinas de la Trinidad, casa donde el diálogo con Dios y la oración para el adviento de su Reino es incesante.

María, la virgen del “Sí”, la fiel Sierva del Señor que tiene la clave del Corazón de Jesús y lo tiene siempre abierto, tiene abierto también el mío, derramando en él el deseo de la escucha de la Palabra, la pedagogía del servicio, de la piedra escondida que quizá nunca vendrá a la luz, la pasión de hacer causa común con los Africanos, en una actitud de respeto y de confianza en ellos, que me ponga a servicio de su capacidad de ser protagonistas de su propia regeneración.

La compañía de María me revela todavía la dignidad y la habilidad de la mujer y la indispensable función de los ministerios femeninos en mi árdua misión. Atribuyo a la presencia de María en mi vida el hecho que soy yo el primero que ha hecho participar en el apostolado de África Central “el omnipotente ministerio de la mujer del Evangelio, y de la Hermana de la Caridad, que es el escudo, la fuerza, y la garantía del ministerio del Misionero” (E 5284).

El encuentro con María me hace recordar que el inicio de mi vida cristiana está ligado a los gestos y a la piedad de una mujer sencilla, cuando “pequeño aprendía a hacer la señal de la cruz sobre las rodillas de mi madre ” (Cf. E 342). Desde esta experiencia que me relaciona a María a través de la figura de mi madre, nace en mí la convicción de la necesidad de la formación de la mujer africana, porque de ella depende en gran parte la regeneración de la grande familia de África.

Son estos los centros vitales de donde vengo: vengo de Dios y de todo lo que he recibido de Él para mi plenitud humana y la realización de la misión que me ha confiado. Cuándo hablo o escribo, hago mención de Él siempre, con franqueza y entusiasmo, y tengo en mis manos numerosas e importantes obras para la realización de la Misión de África Central, donde tantos hijos suyos y hermanos míos viven todavía despojados de su dignidad y olvidados. Sin embargo, el deseo más vivo que llevo en mi corazón y que quiero comunicar también a ti, es ¡que mi propia vida en su totalidad sea una palabra que hable de Dios, una palabra que nazca de mi tú a tú con Él!

 

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Después de haber escuchado D. Comboni, trata de responder tú también a la misma pregunta que ciertamente desean dirigirte las personas entre las cuales desarrollas tu ministerio misionero; porque tu procedencia será también para ti como la certificación de la autenticidad de tu mensaje.

Puede servirte como motivación la afirmación del teólogo Karl Rhaner: “El cristiano de mañana será un místico, esto es uno que ha experimentado algo, o no será nada”.

Y otro autor, A. Hortelano, añade: “Hoy el mundo tiene más que nunca necesidad de un retorno a la contemplación… El verdadero profeta de la Iglesia futura será aquel que vendrá del “desierto” como Moisés, Elías, el Bautista, Pablo y sobretodo Jesús, cargados de misticismo y de aquel resplandor particular que tienen sólo los hombres acostumbrados a hablar de tú a tú con Dios”.

El “mañana”, “la Iglesia futura” son realidades que ya llevamos dentro de nosotros mismos y nos acosan…

Una fuerza apremiante puede ser la actual insistencia sobre el análisis socio-político de los países a los cuales se dirige la misión ad gentes, unida al esfuerzo de encontrar soluciones mediante estrategias tomadas de ideologías políticas, descuidando objetivamente el testimonio de la fe. Esta tendencia, cuando exista realmente en la praxis, puede llevar a sustraer a Cristo del cristianismo y por tanto de la actividad misionera, aprisionando así a los cristianos en una especie de “apostasía silenciosa”.

Sería trágico que esto se verificara precisamente e incluso al interior del mundo misionero institucionalizado.

Comentarios

Petenezco al grupo LMC de Monterrey, desde hace 12 años, y con este artículo sigo conociendo y aprendiendo de Comboni.
Me encantó.
Dios les bendiga. Lorena Briones lorena7272@yahoo.com.mx


[1] La carretera sólo ha llegado en el 1930.

 

[2] Cf. S 642;  981-982;  4680

Carmelo Casile