Roma, viernes 15 de junio 2012
La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús – hoy 15 de junio – nos ofrece, una vez más, la posibilidad de reflexionar sobre la espiritualidad que sostiene nuestro compromiso misionero y nos permite ir a las fuentes que nos dan la fuerza para seguir viviendo nuestra vocación con confianza y entusiasmo. Buena fiesta del Sagrado Corazón.
P. Enrique Sánchez G.

 

Quisiera iniciar esta brevísima reflexión recordando que la espiritualidad o devoción al Sagrado Corazón de Jesús, como la heredamos de san Daniel Comboni, está muy lejos de la experiencia de piedad que quisiera ver en el icono del Corazón de Jesús un simple lugar en el cual refugiarse para huir de las situaciones desagradables ante las cuales nos encontramos hoy en nuestro mundo.

El Sagrado Corazón no es simplemente la imagen en la que podemos proyectar nuestros deseos de afecto, de consolación, de comprensión o de cualquier otra necesidad nuestra. Éstos, en efecto, son muchas veces simples manifestaciones de nuestro egoísmo y de la incapacidad de entrar en una relación de amor que implica la ofrenda de nosotros mismos, sin esperar nada a cambio.

La contemplación del Corazón de Jesús, como nos la propone nuestra espiritualidad, no conducirá nunca a una experiencia intimista, lejana de la vida y de la realidad de la humanidad; nos llevará más bien a una mayor profundidad y cercanía con quienes son destinatarios de nuestro amor misionero.

El Corazón de Jesús nos obliga a fijar nuestra mirada en él, para entender qué quiere decir amar al ser humano con aquel amor que sólo puede venir de Dios. La contemplación del Corazón de Jesús no será otra cosa que darnos la oportunidad de aprender a amar como Dios ama.

Una grande enseñanza

No es difícil afirmar que la primera enseñanza al acercarse al Corazón de Jesús es el desengaño que contrasta con la mentalidad difundida de nuestro tiempo en la que todo parece centrarse en los intereses personales y nos hace entender que ninguno de nosotros puede vivir para sí y nadie puede amar permaneciendo cerrado en sí mismo.

El corazón del Señor nos hace ver que el amor es entrega e implica alejarse de sí mismo, significa renunciar a cuanto nos produce placer y nos da satisfacción ignorando a los otros o manteniéndolos lejos de nuestro pequeño mundo, donde nos sentimos dueños o propietarios.

El amor que brota del Corazón de Jesús es un amor misionero que busca a los más lejanos, a los más abandonados; aquéllos que no cuentan a los ojos del mundo, que no son considerados en las estadísticas de la producción.

Es el amor que se hace mendigo, que se confunde y se pierde en la cotidianidad de las creaturas, que busca un espacio en el corazón del ser humano para transformar en realidad nueva todo lo que toca.

La experiencia de este amor se nos ha transmitido en aquel hermoso texto de san Pablo en la Carta a los Filipenses en el que se habla de los sentimientos de Cristo Jesús: “Él, a pesar de su condición de Dios, no consideró un privilegio ser Dios, sino que se despojó de sí mismo asumiendo una condición de siervo volviéndose semejante a los hombres. En su condición de hombre se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Fil 2,6-8).

El amor de Dios se puede entender sólo cuando nos ponemos al pie de la cruz, cuando, para la lógica del poder, entramos en la lógica del absurdo, porque es ahí que se hace claro lo que dice San Juan con aparente simplicidad, pero con gran profundidad: “Dios ha tanto amado al mundo que le dio a su Hijo unigénito para que quien cree en él no perezca sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). Amar en estos términos quiere decir donación total de Dios a nosotros, es vaciamiento y renuncia total del Señor que, sin razón, sin explicación que pueda satisfacer nuestra mentalidad condicionada por la necesidad de especulación y búsqueda de ganancia, se convierte en don que abre a la vida. En esto consiste el amor y no existe amor más grande que éste.

Corazón y amor son notas de la misma música

Cuando hablamos de amor, contemplando el corazón de Jesús, no es difícil entender qué quiere decir entrega total y radical de Dios, con el único fin que quienes lo aceptan vivan en plenitud eternamente.

En la cotidianidad esto significa ser capaces de dejarse sorprender, maravillar, asombrar por un Dios que continuamente inventa el amor. No es casual que el corazón que representa el ser de Dios, sea representado como un corazón abierto desde donde nace un río que no se agota nunca, porque el amor de Dios es sin límites y no pasa, es oferta siempre actual para quien quiere acogerlo.

La intuición de Comboni

Comboni ha entendido muy bien el misterio contenido en la espiritualidad del Corazón de Jesús. Sabemos que su interés por el Corazón de Jesús iba más allá del simple fijar su mirada en la dimensión reparadora, subrayada por la devoción de su tiempo.

San Daniel descubrió que el corazón abierto era algo más profundo, era el misterio del amor de Dios que quiere mostrar que su amor es fuente de vida y posibilidad de una humanidad nueva.

Es a través del prisma del amor de Cristo que Comboni aprende a ver la realidad y entiende que sólo aquel amor puede hacer nacer una humanidad en la que todas las personas puedan gozar de la libertad, de la justicia y del reconocimiento de que son hijos e hijas de Dios que nos hace a todos iguales y nos convierte en hermanos y hermanas.

“Este corazón divino que toleró ser atravesado por una lanza enemiga para derramar por esa sagrada abertura los sacramentos con los que se formó la Iglesia, de ningún modo ha dejado de amar a los hombres, sino que vive permanentemente en nuestros altares, prisionero de amor y víctima propiciatoria por todo el mundo” (E 3324).

Porque el amor es intrépido, el corazón de Cristo impulsa a san Daniel Comboni a ir lejos y a consagrar todo por amor: su vida, sus trabajos y esfuerzos, sus sacrificios, fatigas y alegrías.

Se trata de un amor del cual ha hecho experiencia; amor en el que se descubre amado profundamente y, por eso mismo, enviado como testigo de la pasión de Dios por los más abandonados.

Es el amor el que origina y sostiene la misión, incluso en los momentos más oscuros y difíciles, porque el amor tiene su propia lógica y su modo de hacer que abren a la fe y a la esperanza.

Es el amor que no sabe de temores ni de desánimos, es la experiencia de descubrirse en las manos del Señor. Es la experiencia que nos recuerda que en el amor no hay espacio para el temor y todo se transforma en bien para el que ama.

En el corazón de la misión

Hoy, en un mundo sometido por las sombras de la violencia, del odio, de la guerra y de las muchas injusticias de las que somos testigos presenciales; hoy, en nuestra sociedad que atraviesa un periodo de confusión, de incertidumbre, de preocupación frente al futuro, mientras aumenta la desconfianza y los otros son considerados como una amenaza; en una humanidad en la que, en la crisis,  desarrolla estrategias para encerrarse en sí misma; en un mundo que busca una salida y una respuesta a todos sus interrogantes, la misión parece convertirse en una acción urgente en cuanto anuncio del amor de Dios por esta humanidad que sigue siendo su preferida.

Cuando somos testigos de que la humanidad no logra encontrar soluciones duraderas y convincentes, en el profundo de nuestro ser misioneros resuena la voz del Señor que nos invita a anunciar su palabra, a ofrecer su propuesta, a compartir su amor porque sólo él puede salvar, es sólo él quien puede sembrar en el corazón de nuestros contemporáneos la semilla del sentido de la vida que no existe fuera del Amor que sólo Dios puede ofrecernos.

En el corazón de la misión, somos invitados a ser los primeros testigos de esta pasión de Dios por cada ser humano. A nosotros se nos pide convertirnos en testigos creíbles de este amor y ello implica pagar de persona el precio del amor. Quiere decir ser capaces de anunciar con la vida más que con las palabras que somos los instrumentos de los cuales se sirve el Señor para manifestar su bondad y cercanía a las personas que ama.

Significa capacidad de permanecer al lado y junto a los más abandonados, a quienes no pueden darnos nada a cambio de nuestra generosidad, a aquéllos que no son conocidos ni reconocidos por nadie.

Significa convertirse en posibilidad de una humanidad diversa, nueva, nunca antes conocida, donde el amor de Dios hace posible todo lo que nosotros no somos capaces de imaginar pues nuestros corazones están heridos e impreparados para el amor.

El Corazón de Jesús nos ayude a inventar una misión nueva para nuestros tiempos. Así, sin hacer mucho ruido, nuestro testimonio misionero será para muchos hermanos y hermanas una ocasión para abrirse al Amor sin límites que Dios tiene para todos.

Buena fiesta del Sagrado Corazón.

P. Enrique Sánchez G. mccj
Superior General
Junio 2012