Viernes, 29 de mayo 2015
Es éste el tercer objetivo del año de la vida consagrada propuesto por el Papa Francisco. En su carta de acompañamiento el Consejo General explica en que consiste este objetivo, para nosotros combonianos: “ser signos y testigos de esperanza entre los pueblos y en las periferias donde somos enviados, viviendo con la radicalidad de nuestra consagración religiosa y misionera”. Se me ha pedido compartir mi no larga experiencia y mi reflexión sobre esta tercera parte: la mirada de esperanza.
[P. Léonard Ndjadi Ndjate, mccj, en la foto].


Punto de partida:
experiencia personal de Dios

En mi breve experiencia de joven consagrado (13 años de votos), misionero comboniano, aparece claramente que el punto de partida en el que se fundan, se desarrollan y se purifican la mirada confiada y el coraje de la esperanza, es la experiencia de Dios. Cuando el contacto con la Palabra de Dios, nutrido por la eucaristía diaria, hace nacer en mí una vida de oración sencilla pero verdadera y profunda, descubro gradualmente que el Padre es la fuente de toda esperanza, que el Hijo es la manifestación más bella y que el Espíritu Santo asegura la vitalidad y la fecundidad. Cuando, en cambio, en mi vida de consagrado esta experiencia falta o se debilita, observo en mí un desasosiego y la ausencia de motivaciones para abrazar el futuro con fe y libertad. Es eso lo que afirma el Papa en su carta a todos los consagrados: “La esperanza de la que hablamos no se basa en los números o en las obras, sino en aquel en quien hemos puesto nuestra confianza y para quien «nada es imposible» (Lc 1,37)”. “Es esta – prosigue el Santo Padre – la esperanza que no defrauda y que permitirá a la vida consagrada seguir escribiendo una grande historia en el futuro”. En pocas palabras, de la calidad de mi encuentro con la persona de Cristo depende la gracia de mirar al futuro con confianza y valor.


P. Günther Hofmann,
en Sudáfrica.

Lo que no es la esperanza

La persona consagrada es llamada por naturaleza y por vocación a salir de sí, ponerse frente a una llamada de conversión permanente. Esta verdad comporta una doble exigencia: ser sí mismo y ser capaces de apertura. Hoy esta actitud permite no ver al futuro como fin próximo de una vida vivida en la mediocridad y de evitar aquella especie de realismo que, basándose en datos concretos, como “la disminución de las vocaciones, el envejecimiento del personal, las dificultades de orden económico, los rápidos cambios sociales, los desafíos del relativismo, la fragilidad de los jóvenes”, pretende afirmar que no se puede cambiar nada, que hay que aceptar las cosas así como están. Para nosotros los jóvenes, este relativismo, en fondo, no es otra cosa que una forma disfrazada de derrotismo que no compartimos. Mirar al futuro no quiere decir buscar lo que la vida consagrada debería ser para tener un futuro mejor. Hacerlo equivaldría a mantener un estilo de vida formal a veces nostálgico, que puede ser instancia crítica de las opciones actuales. Se tendería, entonces, a juzgar las opciones operativas actuales con los criterios del pasado. De este modo, la vida religiosa corre el peligro de convertirse una náusea mortal y su futuro se reduciría a una fotocopia usada del presente, hecha con la metodología del pasado.

Pensar en el futuro de la vida consagrada no quiere decir tampoco desarrollar un discurso imperturbable y pesimista, y menos todavía, exhibir un entusiasmo optimista. La esperanza no se obtiene con el exceso de la prudencia y la voluntad de una reorganización perfecta de la vida consagrada para “mejor dominar el propio futuro misionero”. De por sí, una postura como ésta – aun siendo válida – podría tener un efecto reductivo sobre las posibilidades y las novedades que el Espíritu suscita hoy. Es necesario arriesgar con Cristo. La experiencia ha demostrado a menudo que quien no tiene el coraje de arriesgar la propia vida termina, con el desgaste del tiempo, por repetirse y, por consiguiente, se empobrece.

Es decir, pretender escribir la esperanza con estas actitudes terminaría no sólo con legitimar una sana mediocridad, sino sobre todo con impedir nuevos impulsos del carisma para responder a los desafíos actuales de la misión. Como jóvenes, sentimos la necesidad de dejar un poco de espacio al Espíritu Santo para redescubrir espacios de libertad y de novedad presentes aún en la vida consagrada y en el carisma comboniano. Nuestras “seguridades” no nos impiden mirar lejos y en profundidad.


P. Filomeno Ceja,
en Guatemala.

 

Un poco de espacio al Espíritu Santo

En la oración para el próximo Capítulo, invocamos al “Espíritu Santo, fuente y fuerza de la misión, que nos impulsa a compartir nuestra vida para que todos tengan vida”. Reconocerlo así, me parece que sea una toma de conciencia de su presencia y de su acción para hacer creíble el testimonio de los consagrados. Quiere decir darle un poco de espacio. Dar espacio al Espíritu significa, en el fondo, acoger la novedad del carisma en el contexto actual. La programación y el discernimiento en vista de la reformulación de nuestras estructuras no deben descuidar los espacios de libertad en los que el Espíritu hace nacer algo de nuevo, en sintonía con el carisma. El Espíritu, de hecho, nos da el valor de lanzarnos a la misión con creatividad. Sin esconder nuestras reales dificultades, sentimos la urgencia de ponernos a la escucha del Espíritu para que nos conduzca a realizar obras nuevas a través de senderos nuevos. Estamos convencidos de que la vida consagrada misionera no sea lineal. Ciertas metodologías y ciertas líneas pueden y deben moverse. Nuestra mirada al futuro, en cuanto jóvenes, no se pone en términos de optimismo y pesimismo, porque tratamos de vivir nuestra consagración como una llamada a la conversión viva y permanente. Una llamada al cambio en la fidelidad al Evangelio y al carisma. No importa si algunos cambios se presentan como consecuencias lógicas de lo que impone el presente. Por otra parte, es obvio que otros cambios derivan de decisiones nacidas del discernimiento de parte del instituto. Lo importante es seguir creyendo en la fuerza del Espíritu en cada uno de nosotros: jóvenes, ancianos, activos, enfermos y en dificultad. Y más creemos en él, más le damos espacio más actúa y nos transforma, nos ilumina y nos inspira para despertar al mundo dándole testimonio de la bondad Dios. La mirada al futuro pasa a través de la humildad de resituarse donde el Espíritu quiere conducirnos. Esta apertura al Espíritu se vuelve un testimonio palpable si manifestamos la disponibilidad a “dejar la presa”, a “desplazarnos”. Este camino parece kenótico pero es liberador. En esta apertura espiritual, el primer paso consiste en escuchar la Palabra de Dios para extinguir todo miedo.


Misioneros Combonianos,
en Brasil.

Escuchar la Palabra de Dios para extinguir el miedo

Hay situaciones en las que el miedo puede hacer morir aun antes que llegue la muerte. En efecto, los problemas y los desafíos que se presentan hoy en la vida consagrada hacen sentir miedo ante el futuro. Porque no sólo lo vuelven compleja la misión sino que ofuscan también los motivos de esperanza impidiéndonos así mirar al futuro con fe y serenidad. A estos problemas, Benedicto XVI añade el aumento de la violencia, el miedo del otro, las guerras y los conflictos, las actitudes racistas y xenófobas que dominan aún demasiado el mundo de las relaciones humanas (AM 12).

Ya el último Capítulo General, haciendo un diagnóstico de los jóvenes, hacía notar que están expuestos a “riesgos del hedonismo, del relativismo, del consumismo y del secularismo. Por tanto evitan situaciones complejas, relaciones fatigosas y exigentes compromisos y responsabilidades a largo término. Son víctimas de la sociedad en la que viven”. Consecuentemente se registran, en la formación de base, “las deserciones, la mediocridad y la fragilidad de las motivaciones, la incoherencia, el desequilibrio entre ideal y vida, que revelan como la praxis educativa no haya encontrado el vigor que el proceso formativo quería inspirar y guiar” (AC ’09, 74,77)

Lo mismo, trabajando en la pastoral de los jóvenes, he podido notar, además de una gran fragilidad en el proceso de maduración psicoafectiva, una pseudo-mentalidad basada en la lucha por la identidad subjetiva, que lleva a la mentalidad de la eterna provisoriedad, valorizando lo que es efímero y marginal y debilitando el verdadero sentido de pertenencia. Este está hoy a la base de un fenómeno presente en la mayor parte de los jóvenes: la pérdida de identificación en un cuerpo estable. Lo cual, desafortunadamente, causa una escasa disponibilidad y una falta de celo en el compromiso.

En estas condiciones, ¿cómo no tener miedo del futuro? La duda puede surgir y el realismo debe hacernos reconocer cuanto estos hechos pesarán, en el futuro, en las opciones de la vida consagrada, de la misión y de la formación que debería garantizarla. Por otra parte, si de un lado estas dificultades causan enormes incertidumbres de frente al futuro, por otra es en el corazón de estas incertidumbres que se encarna nuestra esperanza. El miedo de proyectarse en un futuro bien diverso de cuanto hemos vivido hasta ahora, amortiguada y desdramatizada a través de la confianza en el Señor al cual hemos entregado nuestra vida. Sus palabras nos dan seguridad: “No tengan miedo… Yo estoy con ustedes hasta el final de los tiempos” (Jer 1,8; Mt 28,20).

Aquí el Señor nos llama a confiar en él. De la confianza que ponemos en Dios depende nuestra vida o nuestra muerte. En el fondo, es un llamamiento a la fe. Sí, interiormente, somos iluminados por la Palabra y por su Persona, podemos mirar serena y tranquilamente el futuro de la vida consagrada. Podemos todavía osar esperar y amar. Esta mirada penetrante y el valor de soñar la misión bella y fascinante son posibles todavía. A nosotros nos toca “soltar la presa” y rendirnos a la Palabra (He 20,32); fiarnos de la Palabra y dejarnos conducir por ella, porque es poderosa y posee una energía, es realidad viva y en acción (Heb 4,12).

Cuanto más la confianza en el Señor y en su Palabra inflaman nuestro corazón tanto más nuestros pasos adquieren seguridad y podemos mirar al futuro con confianza y proclamar con Comboni “Veo un futuro feliz para la Nigrizia”. Sí, sólo la confianza en el Maestro que llama (Jn 1,35) es capaz de hacer nacer la esperanza en medio de las incertidumbres.


P. Joseph Mumbere,
en el Congo.

El potencial de la juventud

En su mensaje, el Papa nos sugiere la actitud adecuada para atenuar este miedo: permanecer “despiertos y vigilantes”.

Concretamente, se trata de un estilo de vida que prevé cuidado y atención a sí mismos, a la propia vida interior, a la propia salud física y mental, a la propia formación permanente, a la calidad de las relaciones interpersonales, y al modo de comunicarse y de colaborar para ofrecer a la misión lo mejor de nosotros mismos. Porque la misión no puede vivir de migajas. De la calidad de nuestra unión con Cristo “Luz”, depende nuestra capacidad renacimiento y vigilancia. En este impulso del despertar y la vigilancia, la vida consagrada necesita de la frescura y del potencial de los jóvenes. Con el dinamismo, la vitalidad y la libertad que nos caracterizan, nosotros los jóvenes consagrados podemos contribuir de manera determinante a la misión. Como jóvenes, llevamos un gozo doble: el gozo de la juventud y el de la consagración. Esta alegría es ya un signo de esperanza. Un joven misionero contento es un signo de esperanza para la misión. Una juventud cuyo corazón arde de pasión misionera se convierte en un rayo de esperanza para la Iglesia y para el mundo.

Nuestra alegría es incisiva en el presente y decisiva para el futuro, porque nos lleva al don de nosotros mismos para la misión. Es una alegría que crea una sensibilidad y una mentalidad de flexibilidad y de apertura, de amistad y camaradería, de gentileza y de creatividad, de impulso misionero hasta el martirio, si es necesario. Entonces, mi responsabilidad de joven consagrado es la de cultivar este gozo de modo tal que contagie la vida fraterna, mis relaciones y encuentros, la misión y los más pobres. De ese modo, estas palabras del Papa harán verdadero eco: “Donde hay consagrados hay alegría”. Sin embargo, el dinamismo típico de los jóvenes necesita de un complemento indispensable: la sabiduría de los más ancianos.


P. Efrem Agostini (92 años)
y P. Víctor Alejandro Mejía Domínguez.

 

La sabiduría de los más ancianos

En la tradición africana, los ancianos son detentores y testigos de la tradición, pero también correa de transmisión de ésta última. La experiencia, la sabiduría y el testimonio de los más ancianos son necesarios para educar a los jóvenes a preparar el futuro porque ayudan a medir nuestro entusiasmo con la dimensión real de la misión y de nuestras iniciativas. He tenido la gracia de vivir mis primeros años de misión al lado de un co-hermano mayor. Admiré mucho y aprendí de su calma, de su sabiduría y de su rica experiencia misionera. Vivía todo esto con gran discreción. De ese modo hicimos bella, vivible y placentera nuestra vida comunitaria y nuestra presencia misionera en la parroquia. Nuestra comunidad ofrecía un clima de serenidad que hacía bien ante todo a nosotros y después a los co-hermanos de paso y a los fieles de la parroquia. “Vean cómo se aman”. Esta alianza entre dos generaciones, dos mentalidades, dos culturas diferentes ha hecho fecundo nuestro servicio misionero. Doy gracias a Dios por haber puesto en mi camino a aquel co-hermano. El camino no estuvo exento de contrastes o de incomprensiones. Lo construimos con paciencia, verdad y amor. ¡Lo cuento para decir que podemos hacer bella nuestra vida! La realidad de la interculturalidad, en vez de ser un obstáculo, puede vivirse como don y camino a recorrer en la paciencia, en la verdad y en la aceptación recíproca. De ese modo podemos abrazar nuestro futuro con esperanza. En esta interacción, el Papa Francisco nos invita a los jóvenes a ser los primeros “protagonistas del diálogo con la generación que nos precede. Así – observa el Papa – podemos elaborar juntos nuevos modos de vivir el Evangelio y responder más adecuadamente a las exigencias del testimonio y del anuncio”. Mi modesta experiencia me permite decir que tenemos dos obstáculos que afrontar.

Dos obstáculos

Los obstáculos a este diálogo generacional y a esta alianza serían el experimentalismo y la síndrome de la mariposa. El primero consiste en inflar la propia experiencia misionera, presentándola como una victoria sobre los peligros, los sufrimientos y la precariedad. Algo así como el sobreviviente de una catástrofe o de una batalla, el héroe. Se cuenta la parte más difícil de la misión y se concluye: he resistido, por tanto soy un experto de la misión.

De este modo la misión no viene presentada como una obra bella, apasionante y fascinante, sino como un drama. Haber vencido hace del misionero un experto. Y se oye bastante decir: ¡tiene experiencia de la misión! O bien: ése es un experto. Y bien, a veces olvidamos que ser expertos se apoya en las fuerzas humanas: medios a disposición, cálculos, edad, duración, competencia científica. El experimentalismo forma parte de los misioneros de los “expertos”, pero no de los testigos. El experimentalismo alcanza su culmen y se vuelve un verdadero y propio obstáculo para la esperanza cuando bloquea el dinamismo del crecimiento de las jóvenes generaciones con el pretexto de la inexperiencia. En las sociedades africanas, este obstáculo impide todo tipo de progreso y vuelve estéril la comunidad, porque es enemigo de la novedad y de los cambios. Es una enfermedad que daña y mina toda esperanza. ¿Está quizá también en la vida consagrada?

El segundo obstáculo es el que podíamos llamar actitud de la “mariposa”. Nace de la conciencia de haber adquirido la autonomía necesaria para guiar personalmente la propia vida religiosa, haciendo tabula rasa de todo. Nos hace vivir en la ilusión de haber definitivamente llegado. Se traduce en el mecanismo de taparse los oídos y provoca cierta hostilidad y rechazo respecto a la propia formación permanente, al acompañamiento espiritual, a la confesión, a la escucha de la sabiduría de los más ancianos. Defendiendo obstinadamente la autonomía y el desarrollo de la persona, este obstáculo nos hace ignorar la dimensión kenótica y conduce al rechazo de la misión difícil, abriendo a veces la puerta a una crisis con la autoridad. Es un espíritu de falsa autosuficiencia y de desorden. Es una actitud que lleva a vivir sin una auténtica pasión. Es alcanzar un nivel explosivo cuando contamina la esfera espiritual y desarrolla una hostilidad hacia todo lo que concierne a la vida interior. No se vive más la consagración sino que se “mariposea”. ¿Por qué? Simplemente porque el centro unificador de nuestra vida – la relación estrecha con Jesucristo – ha venido a menos. Este obstáculo nos empobrece humana y espiritualmente, porque nos priva de la humildad y de la docilidad, dos virtudes necesarias  para aprender las alegrías secretas de la vida consagrada. ¿Es una actitud presente entre nosotros? ¿Cómo superar estos dos obstáculos? Indico dos modos: la flexibilidad y la fidelidad.


P. Fabrizio Colombo,
en Italia.

Flexibilidad y fidelidad

En cuanto jóvenes, somos testigos del nacimiento de una nueva época. El mundo cambia, la sociedad está en camino, las relaciones interpersonales se vuelven líquidas, la movilidad humana se desarrolla cada vez más, la vida se digitaliza y en el mundo se instaura una nueva cultura, compleja, marcada por una pluralidad de modalidades en el modo de ser y de hacer.

Esta mutación profunda nos lleva a revisar algunas de nuestras certezas. Ya el último Capítulo nos previno sobre el hecho que “El Instituto comboniano vive una fase de profunda y rápida trasformación; se enriquece de nuevas nacionalidades y culturas, pero debe afrontar también estrecheces, resistencia a lo “nuevo” o al “pasado”; y a situaciones críticas, como el envejecimiento de algunas provincias, la disminución del personal, el número significativo de abandonos y de hermanos en dificultad; el Instituto está cambiando rostro, convirtiéndose en una realidad multicultural cada vez más rica y diversificada que exige un esfuerzo añadido para administrar la comunión y garantizar la transmisión y la inculturación y la inculturación del carisma” (AC ’09, 3.4).

Esta novedad presupone de parte de todos una nueva mentalidad: la flexibilidad. En efecto, la flexibilidad, para los jóvenes, no quiere decir inventar cosas nuevas, ni adaptarse o consumir de manera acrítica los productos de la modernidad. La flexibilidad consiste en la capacidad de apertura que permite confrontarse y dejarse interrogar por la realidad emergente. La flexibilidad consiste en acoger la novedad más que rechazarla, dialogar con ella más que ignorarla. Vista por los jóvenes consagrados, la flexibilidad consiste en repartir no sólo de Cristo sino también de la realidad que se ofrece a nosotros, que cambia y nos desafía. Si nuestras seguridades nos pueden volver insensibles a tal punto de descuidar nuestra cita con la realidad, la mentalidad de la flexibilidad, en cambio, nos conduce a acoger lo bello, lo verdadero y lo bueno que el Señor ha escondido en la nueva realidad. Creemos, por tanto, que la realidad, así como se presenta, es portadora de un mensaje de conversión y de transformación. La nueva realidad es también el lugar en el que Dios nos espera, nos habla, nos interroga y nos hace crecer. No se trata de “fundirnos y confundirnos” con las maravillosas propuestas de la modernidad, sino de vivir nuestra especificidad como alternativa a las propuestas de la modernidad. Nace de ahí la exigencia de salir, ir al encuentro del hombre y de la cultura actual. Es el estilo de la Visitación.

Distancia fecunda
para un verdadero encuentro

Como consagrados estamos en el mundo pero no somos del mundo. Esta op ción no significa proponer una nueva ortodoxia o formar parte de la contracultura. En cuanto jóvenes consagrados, nuestro deseo es reencontrar, gracias a la flexibilidad, nuestra responsabilidad de ser, en el corazón de una nueva época que nace, un verdadero lugar de provocación. Queremos, con la gracia de nuestra consagración, suscitar interrogantes en los hombres de nuestro tiempo. Pensamos dialogar con la cultura contemporánea. Me parece que esta distancia fecunda constituya una postura misionera esencial para el futuro de la vida consagrada porque da una alma a cada encuentro verdadero, que se hace de apertura, de acogida y de encuentro. Se trata de una interioridad que abraza la alteridad. Se trata de abrirse a lo que nace y se difunde, a lo que es bello o dramático, a lo que es bien o mal para llevar en el corazón las preocupaciones y los problemas del mundo, las miserias y los gozos de nuestros hermanos y hermanas. Es ahí donde expresaremos una auténtica comunión que hunde sus raíces en la Encarnación, que nos dice que el Hijo de Dios – por el cual somos consagrados – es la manifestación de que Dios ha amado tanto al mundo (Jn 3,16).

Entonces la escucha y el acompañamiento de aquéllos y aquéllas que la vida he herido y que espontáneamente vienen a nosotros, se vuelven una actitud y una prioridad. Como sucedió en tiempos de Comboni, pero podemos hacerlo bien sólo si “en la comunicación con el otro” – afirma el Papa – tenemos “la capacidad del corazón que posibilita la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro” (EG, 171).


Comunidad del noviciado,
de Santarém, en Portugal.

 

El don de sí y la fidelidad

La realidad que cambia estimula nuestro discernimiento y nuestra adhesión responsable. Y la forma concreta de la adhesión es el don de sí, valor del que aún son capaces muchos jóvenes de hoy. En un mundo dominado por un estilo de vida basado en el interés personal y en la rivalidad, el don de sí, que nace del encuentro y de la confrontación con la realidad, se vuelve el lugar de intensidad en el que Cristo llama y compromete explícitamente a todos. El don de sí es el lugar en el cada uno es impulsado para dar calidad y fecundad a la misión. La mentalidad de la flexibilidad crea así el don de sí. Pero este espíritu flexible, que genera adhesión y don de sí, se vuelve más auténtico y radical si nace de la fidelidad a Cristo y al carisma. Flexibilidad para ir al encuentro de la realidad sí, pero en fidelidad al Evangelio y al carisma. Sin fidelidad a Cristo y a nuestro carisma, la flexibilidad seguirá siendo una improvisación, puro oportunismo. Y partiendo de la fidelidad a Cristo, a su Palabra y al carisma, como podemos conocer los sentimientos de su corazón, con los cuales podemos dialogar y dar testimonio, anunciar y denunciar, renunciar para dar la vida en abundancia. Así podemos despertar al mundo. Dar la vida en abundancia tiene una resonancia afectiva y parte de los pequeños gestos hechos de amabilidad, verdad y dulzura fraterna.


Conclusión

El camino que hay que recorrer para abrazar el futuro con esperanza consiste en ofrecer amplios espacios de libertad y creatividad para que todos puedan desarrollar los propios talentos.

De ese modo, la vida consagrada puede dar testimonio de la riqueza de Dios presente en la vida de todo consagrado. Por tanto, si el fundamento de esta esperanza y de este gozo es la unión con Cristo, amigo fiel, su expresión está en la conciencia de vivir con radicalidad el don de la consagración. Podemos abrazar el futuro con esperanza en la medida en la que la vitalidad, don de Dios, ofuscada o vuelta frágil, es liberada y fortalecida para humanizar y evangelizar al mundo, aceptando, con flexibilidad y fidelidad, las transformaciones impuestas a través de la realidad, del discernimiento de los superiores y de la acción del Espíritu. Es de todos modos un camino exigente y doloroso, porque nos hace probar el temor de ser trasladados, derrumbados y de perder.

Pero vista en la fe, como jóvenes consagrados, este miedo es infundado, porque el Espíritu continúa su obra y es esto lo que verdaderamente importa. La vida consagrada está en transformación. Nosotros los jóvenes no queremos ser espectadores indecisos, temerosos y quejumbrosos. Si adquirimos una mentalidad de flexibilidad y de fidelidad, podemos ofrecer nuestra humanidad para despertar el mundo y nutrirlo, para que tenga vida en abundancia. En el camino para abrazar el futuro con esperanza, la llave hermenéutica, que hace posible la comunión en esta situación de interculturalidad, es Jesucristo; y san Daniel Comboni. En ellos, jóvenes y viejos nos encontramos, hallamos inspiración y juntos partimos de nuevo, mano en la mano, mirando todos en la misma dirección, la de la missio Dei. Es desde Cristo y desde Comboni que podemos aprender la santidad y la capacidad de ser hoy presencias auténticas de esperanza para el futuro. Ellos han vivido la flexibilidad y la fidelidad. Sigámoslos.
P. Léonard Ndjadi Ndjate, mccj