Con un milagro Jesús sana y purifica a diez leprosos, aunque ¡solamente uno - un samaritano, un extranjero! - regresa para alabar a Dios y agradecer a Jesús (v. 18).  El primer mensaje evidente del Evangelio de hoy es sobre los buenos modales: aprendemos cómo decir “gracias” a una persona que nos hace un favor o un gesto amable. (...)

“Exclusión”: palabra prohibida por el Evangelio y por la Misión

2Reyes 5,14-17; Salmo 97; 2Timoteo 2,8-13; Lucas 17,11-19

Reflexiones
Con un milagro Jesús sana y purifica a diez leprosos, aunque ¡solamente uno - un samaritano, un extranjero! - regresa para alabar a Dios y agradecer a Jesús (v. 18).  El primer mensaje evidente del Evangelio de hoy es sobre los buenos modales: aprendemos cómo decir “gracias” a una persona que nos hace un favor o un gesto amable. En varias ocasiones el Papa Francisco ha dado enseñanzas pastorales partiendo de tres palabras sencillas y comunes: Gracias – Disculpa – Por favor. Cada uno, en su experiencia diaria, sabe de la importancia de estas tres palabras en la vida de familia y en las relaciones sociales. La gratitud es lo contrario del intercambio comercial, porque hace entrar en una relación de amor. A menudo pensamos que todo se nos debe; incluso de parte de Dios. El domingo pasado hemos visto cómo el don precioso de la fe exige claramente el homenaje de nuestra gratitud hacia Dios, que se hace concreta con un compromiso misionero, compartiendo nuestra fe, sosteniendo el trabajo misionero de la Iglesia.

Pero la enseñanza del Evangelio de hoy va mucho más allá de una lección de buena educación para aprender a decir ‘gracias’. Jesús realiza el milagro en favor de las personas más excluidas de la sociedad civil y religiosa. La legislación de ese tiempo era muy rígida y detallada sobre los leprosos (Lev 13-14), a los que se les consideraba impuros, malditos, castigados por Dios con el peor azote. Se les obligaba a vivir apartados de la familia, lejos de los centros poblados, y a gritar a los que pasaban que se alejasen de ellos. Con su milagro, Jesús invierte esa mentalidad excluyente: en los tiempos nuevos la salvación de Dios es para todos, sin exclusión de nadie; los leprosos no son gente maldita. Es más, su sanación es signo de la presencia del Reino: el hecho de que “los leprosos quedan limpios” (Mt 11,5; Lc 7,22) es un signo claro de que el Mesías está presente y actúa, como lo indica Jesús a los enviados del amigo Juan el Bautista desde la cárcel. Desde el comienzo de su vida pública, Jesús se compadece, extiende la mano, toca a un leproso y lo cura (Mc 1,40-42). El proyecto de Dios no es nunca excluyente: es inclusión, comunión, agregación, compartir. Esta apertura se manifiesta también en la curación que el profeta Eliseo obra sobre un ilustre leproso extranjero, Naamán (I lectura), jefe del ejército de Aram (Siria).

Nueve de los diez leprosos eran judíos y uno era samaritano. Jesús cura de la misma manera a todos, pero no todos alcanzan la salvación plena. Nueve son sanados, uno solo es “salvado”. - Levántate y anda, tu fe te ha salvado(v. 19). El Evangelio está lleno de “sanados”; de pocos, en cambio, se dice que son también “salvados”. Para Jesús la verdadera sanación no es solo la física.  “Este hecho nos dice que no siempre la curación física es salvación completa y definitiva… Los nueve judíos siguen su camino hacia el templo para reincorporarse a la vida civil y religiosa de Israel… Muy diferente es la actitud del único samaritano del grupo. Él vuelve atrás, solo, para dar las gracias al Maestro, porque comprende que en Jesús puede encontrar algo nuevo y diferente a lo que le ofrece la vieja comunidad a la que pertenecía… Jesús le ofrece una salvación mayor que la simple salud física: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado» (v. 19). El samaritano no se ha dirigido al templo (como los otros nueve), sino que ha vuelto donde Jesús, «a dar gloria a Dios» (v. 18), dando prueba, de esta manera, de comprender que el Dios que salva no se encuentra y ya no se le honra en el templo, sino uniéndose a Cristo” (Corrado Ginami). El escritor y poeta búlgaro Elías Canetti decía: “La cosa más dura para el que no cree en Dios, es no tener a nadie a quien poderle decir gracias”. Ese leproso que regresa donde Jesús nos enseña que a veces la verdadera fe nace de un gesto sencillo, de un ‘gracias’ murmurado tímidamente, pero con amor.

Agarrarse a Cristo, seguir el camino nuevo que Él ha inaugurado, es la ferviente exhortación de S. Pablo a su discípulo Timoteo (II lectura): “Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos” (v. 8). Pablo le es fiel, aunque tenga que sufrir hasta llevar cadenas, y lo anuncia con ardor, con la certeza de que “la Palabra de Dios no está encadenada” (v. 9). Es bueno fiarse de Él hasta dar la vida, porque “Él permanece fiel” (v. 11-13). A ese mismo nivel de madurez espiritual llegó también San Daniel Comboni, cuya fiesta celebramos el 10 de octubre. A los futuros misioneros él señalaba con insistencia el ideal de Cristo crucificado-resucitado, exhortándolos a “tener siempre los ojos fijos en Jesucristo, amándolo tiernamente y procurando entender cada vez mejor qué significa un Dios muerto en la cruz por la salvación de las almas. Si con viva fe contemplan y gustan un misterio de tanto amor, serán felices de ofrecerse a perderlo todo y a morir por Él y con Él… ofreciéndose hasta el martirio” (Reglas de 1871).

Este mes de octubre misionero extraordinario, querido por Papa Francisco, nos recuerda que “cada bautizada/bautizado es una misión”, un don para vivirlo y compartirlo siguiendo los pasos de Jesús, el Misionero del Padre. (*) Jesús ha ido en busca de los impuros, herejes, excluidos, marginados: ha venido para “reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,52). Siguiendo su ejemplo, los cristianos están llamados a ser personas de comunión con todos; ser hombres y mujeres que rechazan cualquier motivación y praxis excluyente; personas que escogen los caminos de la comunión, solidaridad, inclusión; personas que trabajan desde dentro de la comunidad para aliviar el sufrimiento de los que de hecho han sido alejados o excluidos en cualquier sector de la vida cristiana o civil por leyes y restricciones, vengan de donde vinieren. La misión según el Evangelio nos compromete a trabajar por la más plena comunión de todos con todos: ¡en Cristo!

Palabra del Papa - una palabra especial en este mes de octubre misionero 2019

(*)La Iglesia está en misión en el mundo: la fe en Jesucristo nos da la dimensión justa de todas las cosas haciéndonos ver el mundo con los ojos y el corazón de Dios; la esperanza nos abre a los horizontes eternos de la vida divina de la que participamos verdaderamente; la caridad, que pregustamos en los sacramentos y en el amor fraterno, nos conduce hasta los confines de la tierra (cfr. Mt 28,19; Hch 1,8). Una Iglesia en salida hasta los últimos confines exige una conversión misionera constante y permanente. Cuántos santos, cuántas mujeres y hombres de fe nos dan testimonio, nos muestran que es posible y realizable esta apertura ilimitada, esta salida misericordiosa, como impulso urgente del amor y como fruto de su intrínseca lógica de don, de sacrificio y de gratuidad (cfr. 2Co 5,14-21). Es un mandato que nos toca de cerca: yo soy siempre una misión; tú eres siempre una misión; todo bautizado y bautizada es una misión. Quien ama se pone en movimiento, sale de sí mismo, es atraído y atrae, se da al otro y teje relaciones que generan vida”.
Papa Francisco
Mensaje para el DOMUND – Domingo Mundial de las Misiones, 2019

P. Romeo Ballan, MCCJ

Lucas 17,11-19

VOLVER A JESÚS DANDO GRACIAS
José Antonio Pagola

Los otros nueve, ¿dónde están?
Diez leprosos vienen al encuentro de Jesús. La ley les prohíbe entrar en contacto con él. Por eso, se paran a lo lejos y desde allí le piden la compasión que no encuentran en aquella sociedad que los margina: Ten compasión de nosotros.

Al verlos allí, lejos, solos y marginados, pidiendo un gesto de compasión, Jesús no espera a nada. Dios los quiere ver conviviendo con todos: Id a presentaros a los sacerdotes. Que los representantes de Dios os den autorización para volver a vuestros hogares. Mientras iban de camino quedaron limpios.

El relato podía haber terminado aquí. Pero al evangelista le interesa destacar la reacción de uno de ellos. Este hombre ve que está curado: comprende que acaba de recibir algo muy grande; su vida ha cambiado. Entonces, en vez de presentarse a los sacerdotes, se vuelve hacia Jesús. Allí está su Salvador.

Ya no camina como un leproso, apartándose de la gente. Vuelve exultante. Según Lucas, hace dos cosas. En primer lugar, alaba a Dios a grandes gritos: Dios está en el origen de su salvación. Luego, se postra ante Jesús y le da gracias: éste es el Profeta bendito por el que le ha llegado la compasión de Dios.

Se explica la extrañeza de Jesús: Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Siguen entretenidos con los sacerdotes cumpliendo los ritos prescritos?, ¿no han descubierto de dónde llega a su vida la salvación? Luego dice al samaritano: Tu fe te ha salvado.

Todos los leprosos han sido curados físicamente, pero sólo el que ha vuelto a Jesús dando gracias ha quedado «salvado» de raíz. Quien no es capaz de alabar y agradecer la vida, tiene todavía algo enfermo en su interior. ¿Qué es una religión vivida sin agradecimiento? ¿Qué es un cristianismo vivido desde una actitud crítica, pesimista, negativa, incapaz de experimentar y agradecer la luz, la fuerza, el perdón y la esperanza que recibimos de Jesús?

¿No hemos de reavivar en la Iglesia la acción de gracias y la alabanza a Dios? ¿No hemos de volver a Jesús para darle gracias? ¿No es esto lo que puede desencadenar en los creyentes una alegría hoy desconocida por muchos?
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SABER DECIR “GRACIAS”
Inma Eibe

El relato de hoy, propio de Lucas, nos sitúa junto a Jesús en camino hacia Jerusalén. Lucas describe, a lo largo de su libro, el acontecimiento salvífico de Jesús como un “viaje”. No es indiferente, por tanto, la indicación del camino, como no lo son tampoco las referencias geográficas de Samaría y Galilea, aunque éstas son más simbólicas que exactas.

En ese camino van a salir al encuentro de Jesús (y por tanto de todos los que iban –o vamos- con Él) diez leprosos. Diez leprosos, que como dictaba su condición de enfermos contagiosos (inhabilitados para la convivencia social), se paran a lo lejos y se comunican con Jesús a gritos.

Jesús, antes de oírlos, los ve.

Todos hemos experimentado que poner en alguien nuestra mirada, cuando ésta va cargada de respeto y cariño, es uno de los medios que más rehabilita a la persona cuando está enferma. Aún más, si sufre exclusión y experimenta continuamente cómo la gente desvía ante ella la mirada. Mirar cara a cara a alguien, poner en alguien nuestros ojos y dejarnos mirar por él, nos compromete y nos impide pasar de largo.

Jesús ve a los leprosos y al mirarlos, los coloca como protagonistas, en el centro de atención de todos. Ellos le han gritado suplicándole compasión y eso es lo que han recibido ya de Él, una mirada com-padecida y atenta, que percibe las necesidades del otro, antes incluso de que las pronuncie. Jesús les indica que se presenten ante los sacerdotes. La curación de la lepra sólo podía llevarse a cabo a través de un “milagro”, una especial acción de los sacerdotes o de otros hombres de Dios. Lucas presenta, por tanto, este milagro de curación como fruto de la confianza y de la disponibilidad de unos hombres que se fían de Jesús y realizan lo que les ha dicho, poniéndose de nuevo en camino.

Realmente aquí podría haber acabado el relato. Si este continúa es porque lo más relevante va a ser descrito a continuación. De los diez, uno de ellos, viéndose curado, no llega a presentarse a los sacerdotes, sino que deshace el camino realizado para echarse por tierra a los pies de Jesús y darle las gracias, al tiempo que alaba a Dios. Con este gesto reconoce a Jesús no sólo como su “maestro”, tal y como lo había nombrado antes, sino como su sanador y Salvador.

El subrayado del agradecimiento de este samaritano se convierte para nosotros hoy en una invitación a ser agradecidos. Quien se siente agradecido hacia alguien, mantiene una relación cercana con esa persona, está atenta a ella, le escucha y desea mostrarle su gratitud. Vivir como creyentes agradecidos es reconocer que todo es don, que nada nos es debido, que todo parte de un Dios misericordioso que se abaja para hacerse uno de tantos (Flp 2, 6-7), pero cuya grandeza y bondad es insondable (Rom 11,33-36). Intuir esto es reconocer que sólo podemos vivir ante Él dándole gracias. Y ello genera un modo nuevo de situarnos no sólo ante Dios, sino también ante los demás y ante nosotros mismos.

El agradecimiento del samaritano denota con mayor claridad la desaparición de los otros nueve y hoy nos hace preguntarnos con quién o quiénes nos identificamos nosotros. El samaritano regresará a su casa con la certeza de que la sanación manifestada en su piel ha atravesado, en realidad, todo su ser. Las palabras de Jesús “levántate, anda, tu fe te ha salvado”, serán motor para emprender una vez más el camino, y el profundo agradecimiento experimentado le hará vivir de un modo nuevo.
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“Maestro, ten piedad”

Un comentario a
 Lc 17, 11-19

En su camino hacia Jerusalén, Jesús se encuentra con diez leprosos, que, como sabemos, además de tener una muy seria enfermedad, vivían marginados de toda vida social. Les invito a imaginar esta escena y a reflexionar sobre su significado para nosotros hoy. De mi parte, se me ocurren las siguientes observaciones:

1. El grito de los leprosos: “¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros!”

Es el grito de un grupo de personas desesperadas, que no tienen ninguna salida en la vida, pero que, al saber que el Rabí de Galilea pasaba cerca,  ven un rayo de luz, se le abre una ventana de esperanza. Es una experiencia humana de mucha profundidad. ¿Nos hemos sentido así alguna vez? Sólo desde la experiencia de pobreza y necesidad total surge una verdadera oración de súplica. Y en ese caso no hace falta alargarse mucho en palabrerías y frases bien hechas. En esos momentos de necesidad profunda basta abrir el corazón y decir simplemente: “Señor, ten piedad”.

2. La respuesta de Jesús: ¡Vayan a mostrarse a los sacerdotes!.

Es lo que mandaba la Ley. Cumplirlo era a la vez sencillo y difícil. Sólo requería obedecer, ponerse en camino y creer que Dios se puede manifestar en las cosas más pequeñas. Pero eso mismo se nos hace frecuentemente difícil, porque pensamos que la solución a nuestros problemas tiene que venir de alguna decisión extraordinaria, cuando la solución posible está a la mano: cumplir con los mandamientos, ponernos en camino, aceptar las humildes mediaciones que están a nuestro alcance…

Para curar nuestras heridas personales, se nos puede pedir algo aparentemente insignificante (una confesión, la visita a un santuario, una obra de caridad). Lo importante no es la pequeñez de ese gesto o de ese rito. Lo importante es la fe que me permite, a través de esa pequeñez, confiar en Dios y ponerme en marcha.

3. La reacción del samaritano:  “Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz, y, postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano”.

El samaritano supo reconocer el don recibido, supo ver que la curación no era algo que él había merecido, sino un don gratuito. La gratitud es una virtud que diferencia al pobre del rico (orgulloso y pagado de sí mismo) . El rico (en dinero o en otros dones) piensa que todo le es debido, se lo merece; el rico nunca está contento con lo que tiene y piensa que todo debe girar en torno a él; como decimos vulgarmente, va como “perdonando la vida” a todos, incluso a Dios. Sin embargo, el pobre sincero, el que se reconoce creatura limitada y débil, como el samaritano, sabe que lo que tiene es don recibido. Por eso está siempre pronto a a agradecer y a vivir la vida como maravillado de tanto regalo.

4. La observación final de Jesús: Vete, “tu fe te ha salvado”.

Como decíamos el domingo pasado, el leproso tuvo fe, es decir, supo “dar el corazón”, entrar en comunión con Jesús y esa comunión lo sanó, no sólo de su lepra, sino de su aislamiento, haciendo de él un “hijo amado”.

Señor, ten piedad de mí. Creo, pero aumenta mi fe.
P. Antonio Villarino
Bogotá