Después de la estrella de los magos y del bautismo en el Jordán, es otra vez Juan el Bautista quien señala con insistencia a Jesús como al Cordero de Dios (Evangelio). Juan ha ido creciendo en su conocimiento de Jesús: antes no lo conocía (v. 31.33), o lo conocía probablemente solo como su pariente. Ahora lo proclama Cordero de Dios (v. 29), Hijo de Dios (v. 34), lleno del Espíritu, e incluso el que ha de bautizar con Espíritu Santo (v. 33). Juan el Bautista lo declara presente: “Este es el Cordero de Dios...”, el que carga sobre sí y, de esta manera, quita el pecado del mundo (v. 29); es decir, todos los pecados.

“Este es el Cordero...”: un anuncio cargado de Misión

Isaías 49,3.5-6; Salmo 39; 1Corintios 1,1-3; Juan 1,29-34

Reflexiones
Continúa la epifanía, la manifestación de Jesús. Después de la estrella de los magos y del bautismo en el Jordán, es otra vez Juan el Bautista quien señala con insistencia a Jesús como al Cordero de Dios (Evangelio). Juan ha ido creciendo en su conocimiento de Jesús: antes no lo conocía (v. 31.33), o lo conocía probablemente solo como su pariente. Ahora lo proclama Cordero de Dios (v. 29), Hijo de Dios (v. 34), lleno del Espíritu, e incluso el que ha de bautizar con Espíritu Santo (v. 33). Juan el Bautista lo declara presente: “Este es el Cordero de Dios...”, el que carga sobre sí y, de esta manera, quita el pecado del mundo (v. 29); es decir, todos los pecados.

Para quitar el pecado del mundo, Jesús no hace uso de mecanismos jurídicos exteriores, como la condonación, el indulto o la amnistía; Él bautiza en el Espíritu Santo; se trata, pues, de la inserción en el corazón de las personas de un dinamismo nuevo, el Espíritu (v. 33), la fuerza del amor, la única energía vencedora sobre todo mal humano. Justamente, porque tan solo el amor transforma y sana el corazón. Como explica el Papa Francisco, el bautismo no es un rito exterior, una formalidad, un acto de inscripción en una sociedad, sino un acto de fe y de amor, un don que enriquece a la persona que lo recibe y marca una diferencia con el que no lo ha recibido. (*)

El segundo canto del Siervo de Yahvé (Is 49, I lectura) contiene una prefiguración del Bautismo de Jesús. Él es el verdadero ‘talya’ (palabra aramea utilizada por Juan el Bautista para decir cordero y siervo): es el cordero pascual, inmolado, que quita, cargándolos sobre sí mismo, los pecados del mundo entero; el siervo, llamado desde el vientre materno (v. 5), que se convierte en luz de las naciones, con una misión universal de salvación que sobrepasa los límites nacionales para llegar hasta el confín de la tierra (cfr. v. 6; Lc 2,30-32; Hch 13,47). El salmo responsorial canta la disponibilidad de Jesús - y de la Iglesia evangelizadora - para asumir esta misión sin restricciones ni fronteras: “¡Aquí estoy, Señor!”

Cabe subrayar un detalle importante: Juan habla de “pecado del mundo”, en singular, no de los pecados en plural. Según las primeras páginas de la Biblia, desde siempre el pecado de los orígenes, la causa de toda acción pecaminosa (violencia, odio, injusticia, falsedad…) es el egoísmo-orgullo: el no fiarse de Dios, la arrogancia de considerarse autosuficientes, capaces de prescindir de los demás, e incluso de Dios. La expresión “Cordero de Dios”, utilizada por el Bautista, está cargada de evocaciones bíblicas y de aplicaciones misioneras. Evoca, ante todo, al cordero pascual, cuya sangre fue signo de salvación del exterminio en la noche del éxodo de Egipto (Ex 12,23); remite, asimismo, a la imagen del Siervo sufriente y silencioso, que cargaba con el pecado de la muchedumbre (cfr. Is 53,12). Y finalmente, la expresión del Bautista evoca el sacrificio de Abraham, en el que Isaac se salvó y Dios mismo proveyó el cordero para el holocausto (Gn 22,7-8): no ya el hijo de Abraham, sino el mismo Unigénito Hijo de Dios. En todas las religiones del mundo suele ser el hombre el que sacrifica algo para Dios. Aquí, en cambio, está la novedad de la fe cristiana: es Jesucristo, el cordero-víctima inocente, el que por amor entrega su vida por nosotros.

El progresivo descubrimiento e identificación con Jesús hacen de Juan el Bautista un modelo para la Iglesia misionera y, en ella, para cada evangelizador y evangelizadora: Juan cree en Jesús, lo reverencia, lo anuncia presente, da testimonio de Él hasta derramar su sangre. Juan es consciente que él mismo no es el Mesías, sino una voz que lo anuncia y le prepara el camino; rebosa de gozo por su crecimiento (Jn 3,29-30), y no le importa desaparecer. Descubrimos en Juan aspectos similares al rol de Benedicto, el Papa emérito desde hace ya siete años. (**)

La Iglesia sigue señalando a Jesús con las palabras de Juan; lo hace en la Eucaristía-comunión: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado...”, y lo repite en el anuncio y servicio propios de la misión. El mensaje misionero de la Iglesia será tanto más eficaz y creíble cuanto más sea - al igual que en Juan el Bautista - fruto de contemplación, libertad, austeridad, valentía, profecía, expresión de una Iglesia servidora del Reino, firme en “hacer causa común” (S. Daniel Comboni) con la familia humana en sus sufrimientos y aspiraciones. Solo así, como para Juan el Bautista, la palabra del misionero podrá suscitar nuevos discípulos de Jesús (cfr. Jn 1,35-37).

Esta ha sido también la vocación misionera de San Pablo, apóstol enamorado de Jesucristo: lo menciona cuatro veces en los tres versículos de la II lectura. Su amplio saludo a todos los santificados en Cristo Jesús (bautizados), “llamados a ser santos” (v. 2), sintoniza muy bien con la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos (18-25 de enero). El Ecumenismo y la Misión constituyen un binomio vital e irrenunciable para la Iglesia de Jesús. Por eso, la unidad de la Iglesia está orientada a la misión: unidos “para que el mundo crea” (Jn 17,21). ¡Unidos para ser creíbles! Unidos para vencer el mal y las divisiones, para quitar el pecado del mundo, es decir, el egoísmo, con la ternura, la sencillez, la noviolencia: con el programa de las Bienaventuranzas.

Palabra del Papa

(*) “El Bautismo no es una formalidad. Es un acto que toca en profundidad nuestra existencia. Un niño bautizado o un niño no bautizado no es lo mismo. No es lo mismo una persona bautizada o una persona no bautizada”.

Papa Francisco, audiencia general del miércoles 8 de enero de 2014

(**)Siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado… Por lo que a mí respecta, también en el futuro quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria… Y entre vosotros, entre el Colegio Cardenalicio, está también el futuro Papa, a quien ya hoy prometo mi incondicional reverencia y obediencia”.
Benedicto XVI, a los Cardenales, 11 y 28 de febrero de 2013

P. Romeo Ballan, MCCJ

Juan 1,29-34

CON EL FUEGO DEL ESPÍRITU

Las primeras comunidades cristianas se preocuparon de diferenciar bien el bautismo de Juan que sumergía a las gentes en las aguas del Jordán y el bautismo de Jesús que comunicaba su Espíritu para limpiar, renovar y transformar el corazón de sus seguidores. Sin ese Espíritu de Jesús, la Iglesia se apaga y se extingue.

Sólo el Espíritu de Jesús puede poner más verdad en el cristianismo actual. Solo su Espíritu nos puede conducir a recuperar nuestra verdadera identidad, abandonando caminos que nos desvían una y otra vez del Evangelio. Solo ese Espíritu nos puede dar luz y fuerza para emprender la renovación que necesita hoy la Iglesia.

El Papa Francisco sabe muy bien que el mayor obstáculo para poner en marcha una nueva etapa evangelizadora es la mediocridad espiritual. Lo dice de manera rotunda. Desea alentar con todas sus fuerzas una etapa “más ardiente, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin, y de vida contagiosa”. Pero todo será insuficiente, “si no arde en los corazones el fuego del Espíritu”.

Por eso busca para la Iglesia de hoy “evangelizadores con Espíritu” que se abran sin miedo a su acción y encuentren en ese Espíritu Santo de Jesús “la fuerza para anunciar la verdad del Evangelio con audacia, en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente”.

La renovación que el Papa quiere impulsar en el cristianismo actual no es posible “cuando la falta de una espiritualidad profunda se traduce en pesimismo, fatalismo y desconfianza”, o cuando nos lleva a pensar que “nada puede cambiar” y por tanto “es inútil esforzarse”, o cuando bajamos los brazos definitivamente, “dominados por un descontento crónico o por una acedia que seca el alma”.

Francisco nos advierte que “a veces perdemos el entusiasmo al olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas”. Sin embargo, no es así. El Papa expresa con fuerza su convicción: “no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra… no es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo solo con la propia razón”.

Todo esto lo hemos de descubrir por experiencia personal en Jesús. De lo contrario, a quien no lo descubre, “pronto le falta fuerza y pasión; y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie”. ¿No estará aquí uno de los principales obstáculos para impulsar la renovación querida por el Papa Francisco?
José Antonio Pagola
http://www.musicaliturgica.com

PALABRAS DE JUAN, EL BAUTIZADOR DEL JORDÁN

No recuerdo cuando comencé a vivir en el desierto, más bien lo que no consigo saber es cómo pude vivir fuera de él. Supe que era mi lugar desde que escuché de niño las palabras de Isaías: “Una voz grita: En el desierto preparad un camino al Señor, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios” (Is 40,3) Acepté la misión que se me confiaba y me fui a conocer de cerca aquel sequedal en el que tenía que intentar trazar caminos. Al principio sólo la soledad y el silencio fueron mis compañeros y, junto con ellos, la convicción oscura de estar esperando a alguien que estaba a punto de llegar: “Mirad, yo envío un mensajero a prepararme el camino. ¿Quién resistirá cuando llegue?” (Ml 3,1-2). Lo había dicho un profeta y yo sentía arder en mi voz su misma urgencia por preparar el encuentro. ¡Llega el Ungido de Dios!” comencé un día a gritar: “Él quebrantará al opresor y salvará la vida de los pobres…” (Sal 72,8.4).

Se corrió la noticia de mis palabras y comenzó a acudir gente, movida por una búsqueda incierta en la que yo reconocía la misma tensión que me mantenía en vigilia. Algo estaba a punto de acontecer, y me sentí empujado a trasladarme más cerca del Jordán, como si presintiera que iban a ser sus aguas el origen del nuevo nacimiento que aguardábamos con impaciencia. Muchos me pedían que los bautizara y, al sumergirse en el agua terrosa del río y resurgir de ella, sentían que su antigua vida quedaba sepultaba para siempre. Les exigía ayunos y penitencia y les anunciaba que otro los bautizaría con Espíritu. Yo sólo podía hacerlo con agua: anunciaba unas bodas que no eran las mías, y yo no era digno ni de desatar la correa de las sandalias del Novio.

Antes de comenzar la temporada de lluvias, en un mediodía nubes apelmazadas y calor agobiante, se presentó un grupo de galileos y me pidieron que los bautizase. Fueron descendiendo al río, hasta que quedó en la ribera solamente uno, al que oí que le llamaban Jesús. Al principio no vi en él nada que llamara particularmente mi atención y le señalé el lugar por el que podía descender más fácilmente al agua. Estábamos solos él y yo, los demás se habían marchado a recoger sus ropas junto a los álamos de la orilla. Lo miré sumergirse muy adentro del agua y, al salir, vi que se quedaba quieto, orando con un recogimiento profundo. Tenía la expresión indefinible de estar escuchando algo que le colmaba de júbilo y todo en él irradiaba una serenidad que nunca había visto en nadie.

Se había levantado un viento fuerte que arrastraba los nubarrones que cubrían el cielo y comenzaban a caer gruesas gotas de lluvia. Un relámpago iluminó el cielo anunciando una tormenta que levantaba ya remolinos de polvo. Desde la ribera seguí contemplando al hombre que seguía orando inmóvil, como si nada de lo que ocurriese a su alrededor le afectara. Por fin, después de un largo rato y cuando ya diluviaba, lo vi salir lentamente del río, ponerse su túnica y alejarse en dirección al desierto.

Pasé la noche entera sin conseguir conciliar el sueño. Sin saber por qué, me vino a la memoria un texto profético que nunca había comprendido bien:

“Mirad, el Señor Dios llega con poder. Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos a los corderos y hace recostar a las madres (Is 40,10-11). Nunca había entendido por qué el Señor necesitaba desplegar su poder para realizar las tareas cotidianas de un pastor, ni por qué su venida, anunciada con rasgos tan severos por los profetas, consistiría finalmente en sanar, cuidar y llevar a hombros a su pueblo, sin reclamarle a cambio purificación y penitencia.

Y, sin embargo, aquella noche, las palabras de Isaías invadían mi memoria de manera apremiante, junto con una extraña sensación de estar cobijado y a salvo. Y textos a los que nunca había prestado atención, se agolparon en mi corazón. Era como si hasta este momento sólo hubiera hablado de Dios como de oídas, mientras que ahora Él comenzaba a mostrarme su rostro. Recordé el del galileo al que había visto orando en el río, la expresión de honda paz que irradiaba, y me pregunté si a él se le habría revelado el Dios que no es, como yo pensaba, sólo poder y exigencia, sino también ternura entrañable, amor sin condiciones como el de los padres.

Estaba amaneciendo y en los árboles de la orilla se oía el revuelo de los pájaros y el zurear de las palomas. Recordé las palabras del Cantar describiendo al novio:

“Mi amado…Sus ojos, dos palomas a la vera del agua que se bañan en leche y se posan al borde de la alberca…” (Cant 5, 10-11)

Me di cuenta sorprendido de que, al hablar del Mesías, siempre lo había hecho con imágenes poderosas como la del águila, o de fuerza avasalladora como la del león, mientras que ahora lo que me hacía pensar en él era el vuelo sosegado de las palomas.

Cuando me sobrevino el sueño, la luz se abría ya paso entre los perfiles azulados de los montes de Judea.

Dolores Aleixandre
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