La docena de versículos del Evangelio de hoy ofrece un cuadro global de la misión de Jesús y de los discípulos: están presentes todos los elementos de la misión de la Iglesia, según los contenidos y el estilo de Jesús. El cuadro resulta más completo si se incluye el versículo anterior (Mt 9,35), que presenta a Jesús misionero itinerante: “Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia”. (...)

De la compasión a la Misión
Mateo (9,36–10,8)

La docena de versículos del Evangelio de hoy ofrece un cuadro global de la misión de Jesús y de los discípulos: están presentes todos los elementos de la misión de la Iglesia, según los contenidos y el estilo de Jesús. El cuadro resulta más completo si se incluye el versículo anterior (Mt 9,35), que presenta a Jesús misionero itinerante: “Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia”. Jesús es el ideal, el proyecto primigenio de todo misionero: cercano a la gente, itinerante, maestro, predicador, sanador, compasivo, totalmente volcado hacia Dios, del cual anuncia el Reino, y apasionado por el bien de la gente, sobre todo de los que sufren.

Nunca Jesús pasa al lado del dolor humano sin experimentar un íntimo sufrimiento por ello y sin aportar un remedio, una solución. Las gentes “estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor” y Él “se compadecía de ellas” (v. 36). Su compasión es mucho más que un sentimiento. La traducción exacta sería: ‘sintió una total conmoción visceral’. En efecto, el verbo griego subyacente (splanknízomai-esplanknisthe), que se emplea doce veces en los Evangelios, expresa la profunda conmoción de Dios y de Cristo por el hombre. La conmoción de las vísceras (splankna) hace referencia a la conmoción de la madre en el momento del parto. Por tanto, esta palabra del Evangelio (v. 36) nos permite vislumbrar el rostro materno de Dios. La misión de Jesús -y, por ende, la misión de la Iglesia- ahonda sus raíces en la ternura y compasión de Dios por la humanidad: “por la entrañable misericordia de nuestro Dios…” (Lc 1,78). De este amor misericordioso y misionero, el Corazón de Cristo es un signo patente y un instrumento eficaz, como lo enseña el Papa Benedicto XVI.

El cristiano que mira al mundo como lo hacía Jesús, con los ojos y el corazón llenos de misericordia, descubre que hay inmensas realidades humanas que necesitan la misión, es decir, necesitan ser iluminadas y sanadas por el Evangelio. ¡Para que todos tengan vida en abundancia! (Jn 10,10). Darse cuenta que también hoy, aquí y en el mundo entero, “la mies es mucha y los obreros pocos” (v. 37), es ya un buen comienzo de misión. Jesús nos indica dos respuestas básicas ante las urgencias de la misión: rogar e ir. Ante todo, rogar al Dueño de la mies, por la buena calidad y el número de los obreros en la mies (v. 38): rogarle, porque es Él el Señor del Reino. Orar está bien, pero, a la vez, es preciso ir: Jesús llama al primer grupo, a los Doce; los llama a cada uno por su nombre (v. 10,2-4), les da el poder de predicar, curar las enfermedades, expulsar a los demonios y realizar otros signos. Los envía (v. 5) de dos en dos (en pequeños núcleos comunitarios), para realizar una primera misión de ensayo y adiestramiento, limitada en el tiempo y en el espacio (v. 5): de momento, los destinatarios son “las ovejas descarriadas de Israel” (v. 6). Después de su resurrección y con la fuerza del Espíritu, Jesús los enviará definitivamente al mundo entero: “Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes” (Mt 28,19). A partir de ese momento. la misión será ir siempre más allá, superar metas, en busca de otras mieses y de otras ovejas sin pastor. ¡Dondequiera que estén! ¡Será una misión sin fronteras! ¡Con un amor inmenso!

El mensaje de la misión hace referencia al Reino de los cielos, que ya está cerca (v. 7); por tanto, es necesario convertirse y creer en el Evangelio (Mc 1,15: cf Canto al Evangelio). El Evangelio, sin embargo, no es un documento o un código: es, ante todo, una Persona, Jesucristo, que nos ha dado gratuitamente su amor, la salvación y la reconciliación (II lectura), hasta morir “por nosotros, siendo nosotros todavía pecadores” (v. 8). De esta manera, descubrimos la grandeza del amor de Dios por su pueblo, como Él ya lo había manifestado en el Antiguo Testamento (I lectura), liberando a los israelitas de la esclavitud de Egipto, llevándolos “sobre alas de águila” (v. 4), haciendo de ellos una “propiedad personal entre todos los pueblos… y una nación santa” (v. 5-6).

El misionero que ha hecho la experiencia personal de la grandeza y de la gratuidad del amor de Cristo se siente interiormente llamado a compartirla con gratuidad con aquellos que aún no le conocen o no le aman. El mandato de Jesús de servir al Evangelio con gratuidad, sin servirse de ello, se convierte así en una invitación gozosa a dar con gratuidad (v. 8). Lo había entendido muy bien el apóstol Pablo, el cual, en el momento de hacer un balance de su vida misionera, recordaba justamente esta palabra de Jesús: “¡Hay más alegría en dar que en recibir!” (Hch 20,35). Siempre, la misión nace y se realiza en el amor.
Romeo Ballan mccj

Se compadecía

Jesús le daba una importancia grande a la manera de mirar a las personas. De ello depende, en buena parte nuestra manera de actuar. Una de las fuentes más antiguas recoge esta observación de Jesús: «La lámpara de tu cuerpo son tus ojos. Si tus ojos están sanos, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tus ojos están enfermos, tu cuerpo entero estará a oscuras». Una mirada clara permite que la luz entre dentro de nosotros y podamos actuar con lucidez.

¿Cómo era la mirada de Jesús?, ¿cómo veía a la gente? Los evangelistas repiten una y otra vez que su mirada era diferente. No era como la de los fariseos radicales que sólo veían impiedad, ignorancia de la ley e indiferencia religiosa. Tampoco miraba como el Bautista que veía en el pueblo pecado, corrupción e inconsciencia ante la llegada inminente de Dios.

La mirada de Jesús estaba llena de cariño, respeto y amor. «Al ver a las gentes, se compadecía de ellas porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas sin pastor». Sufría al ver tanta gente perdida y sin orientación. Le dolía el abandono en que se encontraban tantas personas solas, cansadas y maltratadas por la vida.

Aquellas gentes eran víctimas más que culpables. No necesitaban oír más condenas sino conocer una vida más sana. Por eso, inició un movimiento nuevo e inconfundible. Llamó a sus discípulos y les dio «autoridad», no para condenar sino para «curar toda enfermedad y dolencia».

En la Iglesia cambiaremos cuando empecemos a mirar a la gente de otra manera: como la miraba Jesús. Cuando veamos a las personas más como víctimas que como culpables, cuando nos fijemos más en sus sufrimientos que en su pecado, cuando miremos a todos con menos miedo y más piedad.

Nadie hemos recibido de Jesús «autoridad» para condenar sino para curar. No nos llama Jesús a juzgar el mundo sino a sanar la vida. Nunca quiso poner en marcha un movimiento para combatir, condenar y derrotar a sus adversarios. Pensaba en discípulos que miraran el mundo con ternura. Los quería ver dedicados a aliviar el sufrimiento e infundir esperanza. Ésa es su herencia, no otra.

José Antonio Pagola
http://www.musicaliturgica.com

UNA MIRADA A LA MUCHEDUMBRE

Los comienzos de la Escritura nos cuentan que Dios puso su mirada en un grupo muy heterogéneo de esclavos en Egipto. Y se «fijó» en su sufrimiento y «escuchó» sus lamentos y gritos. Y decidió «bajar» para liberarlos, buscando como «instrumento» suyo Moisés. Más adelante, a los pies del Sinaí, aquella «muchedumbre» de fugitivos a los que había ido guiando y purificando, recibió una promesa:“Vosotros seréis mi pueblo”. Dejarán de ser «muchedumbre» para convertirse en pueblo de la nueva alianza, propiedad de Dios. Y es que las muchedumbres suelen ser fácilmente manipulables, funcionan más a golpe de afectividad y contagio, que de lógica o razonamientos; están formadas por personas anónimas e indiferentes entre sí, aunque estén juntas, pero que tienen algún problema o necesidad común… No es «eso» con lo que quiere tratar Dios. Él quiere construir un pueblo donde unos a otros se miren, se respeten, se cuiden, se apoyen y se acompañen (por eso llegarán los Diez Mandamientos).

También Jesús anda mirando a las gentes. Se deja impresionar, afectar, cuestionar por lo que vive la muchedumbre. No es una mirada para acusar, reprochar o escandalizarse. Es una mirada para comprender: Quiere captar su mundo interior, lo que sienten, lo que sufren, lo que necesitan, lo que esperan. Una mirada «compasiva», que le toca en lo más hondo de su corazón…

Andaban extenuadas y abandonadas, como ovejas sin pastor. Pero pastores tenían, y en abundancia. Todo el gremio de sacerdotes, con su milimétrico cuidado del culto del templo, los letrados y fariseos, bien formados, con la doctrina clara, precisa y minuciosa, como para resolver todas las situaciones que pudieran plantearse y marcar lo correcto y lo incorrecto, lo moral y lo inmoral. Expertos en casuística (aunque no en personas), se consideraban portavoces cualificados de la voluntad de Dios… Aquellos pastores andaban escasos de misericordia y desentendidos de los sufrimientos del pueblo, sin presentarles alternativas ni ayudarles a salir de su penosa situación…

Por eso, llama a «otros». A los que han escuchado el mensaje de las bienaventuranzas y están dispuestos a vivir de un modo diferente, y que convierten su relación con Dios en un camino de felicidad, donde el que está mal es el centro principal del Reino, de la relación con Dios, donde nadie que excluido.

Son un grupo de Apóstoles/pastores que reciben un bello y difícil encargo: «proclamad, curad, resucitad, limpiad echad demonios». Como se ve por todos estos imperativos, se trata en primer lugar de anunciar con gozo (sin riñas, ni amenazas, ni obligaciones) la cercanía, presencia y compromiso de Dios (eso es el Reino). Y esa presencia, para que no se quede en palabras vacías (de las que ya están muy hartas las ovejas) se comprobará en que éstas irán siendo reintegradas en la comunidad, se harán conscientes de su dignidad y su preferencia por parte de Dios, se les aliviará su sufrimiento, se luchará contra las causas de sus heridas, de su suciedad, de su falta de vida, de sus sufrimientos. En definitiva: se trata de que pasen de ser «muchedumbre» a ser «comunidades» donde se aman, lo tienen todo en común y se atiende a cada cual según sus necesidades. Yo entiendo que esta sería la misión principal de cualquier Obispo, párroco o agente de pastoral (con la implicación de todos los demás, claro)…

Eduquemos, pues, nuestra «mirada» para ser capaces de compadecer, convocar, proclamar, sanar, limpiar, resucitar, curar y desterrar demonios de modo que seamos una Iglesia misionera, una Iglesia compasiva y misericordiosa, una Iglesia humanizadora, una Iglesia acogedora e integradora, una Iglesia sinodal, una Iglesia de personas felices, portadoras de una misericordia y una fidelidad que ha de llegar a todas las generaciones.

Quique Martínez de la Lama-Noriega
http://www.ciudadredonda.org