A medida que se acerca el final del año litúrgico (a finales de este mes), vamos avanzando en la lectura del evangelio de Mateo. Esta vez leemos el capítulo 23, en el que se refleja la gran polémica que hubo en el siglo I de nuestra era entre los seguidores de Jesús y los líderes espirituales del judaísmo de aquella época, que habían expulsado a los cristianos de la sinagoga. (...)

El que no sirve, no sirve para nada

Un comentario a Mt 23, 1-12

A medida que se acerca el final del año litúrgico (a finales de este mes), vamos avanzando en la lectura del evangelio de Mateo. Esta vez leemos el capítulo 23, en el que se refleja la gran polémica que hubo en el siglo I de nuestra era entre los seguidores de Jesús y los líderes espirituales del judaísmo de aquella época, que habían expulsado a los cristianos de la sinagoga.

Al leer el evangelio hoy ya no tiene sentido reproducir aquella polémica que sucedió en un momento preciso de la historia, sino más bien captar los mensajes que para nosotros tienen las fuertes palabras que Mateo pone en boca de Jesús. Y a mi modo de ver las palabras de Jesús nos transmiten tres mensajes básicos y muy útiles para nosotros hoy:

1. La imagen no lo es todo. Estamos hoy en una cultura de la imagen y de la apariencia. Sobre todo los líderes en cualquier campo (Política, cultura, deporte, religión), pero también todos nosotros, parecen a veces obsesionados por su imagen, por su apariencia externa, tanto física como moral. Parece que no nos preocupa tanto “ser” como aparecer. Nos pasa a veces como aquella ama de casa que esconde la suciedad de su casa bajo la alfombra, en vez de barrerla y echarla al basurero. Su casa aparenta limpia, pero en realidad está sucia.

Jesús dice: Preocúpense de limpiar su casa, no de esconder su basura; nos invita a ser sinceros, auténticos, verdaderos, de tal manera que nuestro parecer coincida con nuestro ser.

2. Nadie puede arrogarse la sabiduría de Dios. Ciertamente hay personas que, por su estudio o por su experiencia, acumulan tesoros de sabiduría. Y es bueno saber escuchar a estas personas y aprender de ellas. Pero Jesús nos invita a no dejarnos arrastrar por una palabrería muy elaborada o por conocimientos que no coinciden con nuestro corazón. Como decía San Agustín, todos tenemos un “maestro interior”, que ilumina nuestra conciencia y nos orienta sabiamente, si lo escuchamos con sinceridad. Todos podemos aprender unos de otros, pero nadie tiene la palabra definitiva. Solo Dios es el maestro que nos guía a todos por igual.

3. El que no sirve no sirve para nada. Lo que vale en una persona no es su apariencia, sus títulos honoríficos, los vestidos con que se disfraza, sino el servicio que presta a los demás. ¿Quién es el más importante en la familia? El que mejor sirve. ¿Quién es el más importante en una comunidad? El que sirve más. El valor de una persona, dice Jesús, se mide por la calidad del servicio que presta, no por los títulos que tenga.

Ahí tenemos, pues, tres grandes orientaciones que nos pueden guiar en la vida. Por eso, como dice Jesús, no nos dejemos llevar por las apariencias sino por las actitudes verdaderas; no consideremos a nadie “maestro” o “jefe”, sino considerémonos todos hermanos; no busquemos puestos de honor, sino servir en verdad.
P. Antonio Villarino, MCCJ

CONTRIBUIR A LA CONVERSIÓN DE LA IGLESIA
José Antonio Pagola

Jesús habla con indignación profética. Su discurso dirigido a la gente y a sus discípulos es una dura crítica a los dirigentes religiosos de Israel. Mateo lo recoge hacia los años ochenta para que los dirigentes de la Iglesia cristiana no caigan en conductas parecidas.

¿Podremos recordar hoy las recriminaciones de Jesús con paz, en actitud de conversión, sin ánimo alguno de polémicas estériles? Sus palabras son una invitación para que obispos, presbíteros y cuantos tenemos alguna responsabilidad eclesial hagamos una revisión de nuestra actuación.

No son pocos los que se han alejado de la fe, escandalizados o decepcionados por la actuación de una Iglesia que, según ellos, no es fiel al evangelio ni actúa en coherencia con lo que predica. También Jesús criticó con fuerza a los dirigentes religiosos: «No hacen lo que dicen». Solo que Jesús no se quedó ahí. Siguió buscando y llamando a todos a una vida más digna y responsable ante Dios.

A lo largo de los años, también yo he podido conocer, incluso de cerca, actuaciones de la Iglesia poco coherentes con el evangelio. A veces me han escandalizado, otras me han hecho daño, casi siempre me han llenado de pena. Hoy, sin embargo, comprendo mejor que nunca que la mediocridad de la Iglesia no justifica la mediocridad de mi fe.

La Iglesia tendrá que cambiar mucho, pero lo importante es que cada uno reavivemos nuestra fe, que aprendamos a creer de manera diferente, que no vivamos eludiendo a Dios, que sigamos con honestidad las llamadas de la propia conciencia, que cambie nuestra manera de mirar la vida, que descubramos lo esencial del evangelio y lo vivamos con gozo.

La Iglesia tendrá que superar sus inercias y miedos para encarnar el evangelio en la sociedad moderna, pero cada uno hemos de descubrir que hoy se puede seguir a Cristo con más verdad que nunca, sin falsos apoyos sociales y sin rutinas religiosas. Cada uno hemos de aprender a vivir de manera más evangélica el trabajo y la fiesta, la actividad y el silencio, sin dejarnos modelar por la sociedad, y sin perder nuestra identidad cristiana en la frivolidad moderna.

La Iglesia tendrá que revisar a fondo su fidelidad a Cristo, pero cada uno hemos de verificar la calidad de nuestra adhesión a él. Cada uno hemos de cuidar nuestra fe en el Dios revelado en Jesús. El pecado y las miserias de la institución eclesial no me dispensan ni me desresponsabilizan de nada. La decisión de abrirme a Dios o de rechazarlo es solo mía.

La Iglesia tendrá que despertar su confianza y liberarse de cobardías y recelos que le impiden contagiar esperanza en el mundo actual, pero cada uno somos responsables de nuestra alegría interior. Cada uno hemos de alimentar nuestra esperanza acudiendo a la verdadera fuente.

DOS EJEMPLOS MALOS Y UNO BUENO
José Luis Sicre

Los protagonistas de las tres lecturas (hoy tendré también en cuenta la segunda) son las personas que deberían estar al servicio de la comunidad. Unos se portan mal con Dios y con el prójimo; Pablo se entrega por completo a sus cristianos.

El mal ejemplo de los sacerdotes (1ª lectura)

La primera lectura nos traslada a Judá en el siglo IV a.C. Por entonces, los judíos están sometidos al imperio persa. No tienen rey, sólo un gobernador, y los sacerdotes gozan cada vez de mayor poder y autoridad. Pero no lo ejercen como correspondería. Contra ellos se alza este profeta anónimo (Malaquías no es nombre propio sino título; significa “mi mensajero”). Las acusaciones que hace a los sacerdotes son muy duras, pero parecen muy genéricas: no dar gloria a Dios, no obedecerle, no guardar sus caminos, hacer tropezar a muchos. Si la liturgia no hubiese mutilado el texto, quedarían claras algunas de las cosas con las que los sacerdotes desprecian a Dios: ofreciendo sobre el altar pan manchado, animales ciegos, cojos, enfermos o incluso robados. En definitiva, no dan importancia al altar ni a lo que se ofrece a Dios.

El mal ejemplo de los escribas y fariseos (evangelio)

En los domingos anteriores leíamos diversos enfrentamientos de grupos religiosos judíos con Jesús. Ahora le toca a él contraatacar. Y lo hace con un discurso muy extenso, del que hoy sólo se lee la primera parte, dirigido contra los escribas y fariseos, los principales representantes religiosos de los judíos después del año 70 (cuando los romanos incendiaron el templo de Jerusalén, los sacerdotes pasaron a segundo plano porque no podían ejercer su función cultual). Los escribas eran los especialistas en la Ley de Moisés, algo así como nuestros canonistas y moralistas. Los fariseos eran los seglares piadosos, que se esforzaban sobre todo por cumplir las normas de pureza y por pagar el diezmo incluso de lo más pequeño.

Ni buen ejemplo ni buena enseñanza

El discurso comienza con una afirmación llena de ironía. Aparentemente distingue entre lo que dicen y lo que hacen. Lo que dicen es bueno, lo que hacen… es que no hacen nada. Sin embargo, esta afirmación hay que matizarla teniendo en cuenta el resto del evangelio. Entonces se advierte que Jesús no está de acuerdo con la enseñanza de escribas y fariseos, porque en otras ocasiones ha mostrado su desacuerdo con ellos, e incluso ha puesto en guardia a los discípulos contra su doctrina («la levadura de los escribas y fariseos»). Así lo demuestra la referencia a su enseñanza: toda ella se resume en agobiar a la gente con cargas pesadas, que ellos no se molestan en empujar ni con el dedo. Por consiguiente, la única forma adecuada de interpretar las palabras iniciales es la ironía. Jesús está en desacuerdo con la conducta de escribas y fariseos, y también con su enseñanza.

Filacterias y alzacuellos, borlas y colorines

El discurso sigue con el mismo enfoque irónico. Después de afirmar que «no hacen», dice que hacen muchas cosas, pero todas para llamar la atención. Y se detiene en algo a lo que Jesús daba mucha importancia: la forma de vestir.

Las filacterias eran pequeñas cajas forradas de pergamino o de piel negra de vaca que contienen tiras de pergamino en las que están escritos cuatro textos bíblicos (Dt 11,13-22; 6,4-9; Ex 13,11-16; Ex 13,2-10). Desde los trece años, durante la oración de la mañana en los días laborables, el israelita varón se ponía una sobre la cabeza y otra en el brazo izquierdo, pronunciando estas palabras: «Bendito seas, Yahvé, Dios, Rey del Universo, que nos has santificado por tus mandamientos y que nos has ordenado llevar tus filacterias». Mateo alude a una costumbre de los judíos beatos, que llevaban las filacterias todo el día y agrandaban las borlas para hacerlas más visibles.

El origen de las borlas se remonta a Nm 15,38s: «Di a los israelitas: Haceos borlas y cosedlas con hilo violeta a la franja de vuestros vestidos. Cuando las veáis, os recordarán los mandamientos del Señor y os ayudarán a cumplirlos sin ceder a los caprichos del corazón y de los ojos, que os suelen seducir». Los judíos beatos agrandaban esas borlas que llamar la atención. Escribas y fariseos caen en estos defectos, a los que se añaden otros detalles de presunción.

Ni rabí, ni monseñor, ni padre

Mateo, que no quiere limitarse a ironizar, sino que desea evitar los mismos peligros en la comunidad cristiana, termina esta parte introductoria exhortando a evitar todo título honorí­fico: maes­tro, padre, consejero. En su opinión, no se trata de una cuestión secundaria: el uso de estos títulos equivale a introducir dife­rencias dentro de la comunidad, olvidando que todos somos igua­les: todos herma­nos, todos hijos del mismo Padre. Más aún, esos títulos signifi­can desposeer a Dios y al Mesías de la dignidad exclusiva que les pertenece, para atribuírsela a simples hombres. Por eso, frente al deseo de aparentar de escri­bas y fariseos, el principio que debe regir entre los cristianos es que «el más grande de vosotros será servidor vuestro». Y el que no esté dispuesto a aceptarlo, que se atenga a las consecuen­cias: «A quien se eleva, lo abajarán, y a quien se abaja, lo elevarán».

Una anécdota que viene a cuento

Me contaban hace poco que un compañero fue a visitar a un cardenal. Cometió el tremendo error de llamarle “Excelencia” (título de un obispo) en vez de “Eminencia”. Al interesado se le mudó la cara ante tamaña ofensa. Y mi compañero no consiguió lo que pedía.

El buen ejemplo de Pablo (2ª lectura)

Por pura casualidad, y sin que sirva de precedente, la segunda lectura de hoy se puede relacionar con las otras dos. Frente al mal ejemplo de desinterés, autoritarismo, vanidad y presunción, Pablo ofrece un ejemplo de entrega absoluta a los cristianos de Tesalónica, como una madre, trabajando día y noche para no resultarles gravoso.
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La Misión como experiencia e irradiación de fraternidad
Romeo Ballan mccj

La creciente tensión entre escribas y fariseos aliados contra Jesús está llegando al punto de ruptura, que culminará en la pasión y muerte del Mesías. Dan prueba de ello los pasajes del Evangelio de hoy y de los domingos anteriores, con los repetidos choques y preguntas insidiosas. Tras múltiples llamados al culto autentico, a la conversión del corazón y de las costumbres, Jesús (Evangelio) desenmascara la hipocresía de los escribas y fariseos “porque ellos no hacen lo que dicen” (v. 3). Aun reconociendo su autoridad (“cumplan lo que les digan…”), Jesús denuncia su ansia de poder (cargan fardos pesados en los hombros de la gente, v. 4), y pone en evidencia su vanidad en buscar los primeros puestos, saludos y elogios especiales (v. 5-7). Jesús enseña a sus discípulos que el título de Padre compete solo al Padre del cielo, y que el título de Maestro-Señor corresponde solo a Cristo. Los únicos títulos de honor que competen a los discípulos son los de: hijo, hermano, servidor: “Todos ustedes son hermanos” (v. 8); “el primero entre ustedes será su servidor” (v. 11).

Solo Dios es grande; todos nosotros somos hijas/hijos de un único Padre y Creador, como lo enseña hoy también el profeta Malaquías (I lectura): “¿No tenemos todos un mismo Padre? ¿No nos ha creado a todos un mismo Dios? ¿Por qué, pues, el hombre traiciona a su hermano?” (v. 10). Dios nos confía una responsabilidad sobre los hermanos (‘¿dónde está Abel, tu hermano?’) y rechaza la perfidia de quien contesta: “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?” (Gn 4,9). La verdadera grandeza de una persona consiste en reconocerse hijo del Padre del cielo, hermano/hermana de todos, servidor de los demás, por amor. Como Jesús, que se ha hecho hermano y siervo. Recuerdo la convicción y el gozo interior de un compañero de misión que solía decir: ‘Nunca me he sentido tan grande como cuando me he sentido hermano’.

El que hace experiencia de fraternidad siente una responsabilidad misionera específica y tiene un estilo peculiar de evangelizar: siente la urgencia de comunicar a otros la buena noticia de Cristo, comparte los bienes espirituales y materiales, sabe valorar la diversidad de dones que el Padre distribuye a cada uno, ayuda a todos a superar fronteras, ideologías, divisiones de raza, casta, clases sociales… Por eso, San Juan Pablo II define al misionero como el hermano universal, subrayando esta característica de la espiritualidad misionera. Dada la frecuencia de conflictos en muchos territorios, es necesario y urgente vivir la fraternidad hacia todos. El Beato Carlos De Foucauld (1858-1916) ha dejado un espléndido testimonio misionero vivido bajo el signo de la fraternidad universal. Optó por vivir los últimos años en el desierto argelino del Sahara, primero en Beni Abbès y luego en Tamanrasset entre los Tuaregs del Hoggar. Una vida de oración, meditación de la Sagrada Escritura, adoración eucarística, acogida y escucha de los beduinos de paso, con el incesante deseo de ser, para cada persona, el hermano universal, viva imagen del Amor de Jesús. “Yo quisiera ser lo bastante bueno para que ellos digan: Si tal es el servidor, ¿cómo entonces será el Maestro? Quiso gritar el Evangelio con su vida. Al atardecer del 1° de diciembre de 1916 fue matado por una banda de predadores de paso.

En los domingos del mes de octubre, hemos recordado que el anuncio del Evangelio constituye el primero y el más positivo servicio que la Iglesia puede brindar a la humanidad. Los misioneros son servidores y portadores de este mensaje. Que tiene como destinatarios a todos los pueblos. San Pablo (II lectura) marca el estilo de la misión: con humildad y la conciencia de que el mensaje es más grande que nosotros, “como Palabra de Dios” (v. 13); con entrega total y la ternura de una madre (v. 7-8); trabajando día y noche (v. 9); anunciando el Evangelio con gozo y libertad de corazón; involucrando a todos para que tomen parte activa en la más noble aventura por Cristo. Con espíritu de fraterna colaboración, como lo sugiere también un proverbio africano de Burkina Faso: “Si las hormigas se ponen de acuerdo, logran transportar un elefante”. La tarea es exigente, pero posible y necesaria.