El Domingo de la Palabra de Dios se plantea como una iniciativa pastoral de Nueva Evangelización, con el objetivo de reavivar la responsabilidad de los creyentes en el conocimiento de la Sagrada Escritura y en mantenerla viva mediante un trabajo permanente de transmisión y comprensión, capaz de dar  sentido a la vida de la Iglesia en las diversas condiciones en que se encuentra.

Un proyecto misionero grande como el corazón de Dios

Jonás 3,1-5.10; Salmo 24; 1Corintios 7,29-31; Marcos 1,14-20

Reflexiones
Después del Bautismo en el Jordán y de la experiencia en el desierto, Jesús comienza su vida pública con un anuncio esencial, que Marcos - el evangelista que leemos en este año litúrgico -  presenta en cuatro puntos (v. 15): ya se ha cumplido el tiempo de la salvación y está cerca el reino de Dios; es tiempo de convertirse y de creer en el Evangelio, que es siempre buena noticia.

El Evangelio de Marcos, aun dentro de su brevedad, tiene un mensaje global y completo. “El catecúmeno en el Evangelio de Marcos - el cristiano hoy, cada uno de nosotros - está invitado a comprender que Dios está a punto de tomar posesión de su vida y sale a su encuentro con una misteriosa iniciativa, que él está llamado a aceptar” (Carlos M. Martini). Desde el comienzo hasta el final, una pregunta insistente recorre los 16 capítulos de Marcos: ¿Quién es Jesús?” Los numerosos milagros de curaciones y esa doctrina nueva, enseñada con autoridad por un Maestro sorprendente (1,27), culminan en la profesión de fe de dos testigos oculares: el discípulo Pedro, que afirma: “Tú eres el Cristo” (8,29), y el centurión pagano, que al pie de la cruz declara: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (15,39). Estas afirmaciones - puestas en la mitad y al final del Evangelio de Marcos - quedan ratificadas inmediatamente con la resurrección (16,6).

El núcleo del mensaje de Jesús es que la iniciativa de Dios para salvar el mundo es ya un hecho: con la encarnación del Hijo, Dios ha puesto su morada definitiva entre los hombres; en Jesucristo el Reino ha alcanzado su plenitud; de ahora en adelante, la salvación de todos pasa necesariamente a través de la Persona del Dios que ha tomado carne humana. El acontecimiento tiene tal magnitud que justifica plenamente, por un lado, las exigencias de Jesús: “Conviértanse y crean en el Evangelio” (v. 15) y, por el otro, la decisión radical de los discípulos en seguirlo inmediatamente, dejando de lado afectos e intereses personales (v. 18.20). La conversión conlleva un cambio total de mentalidad sobre la manera de relacionarse con Dios, con el hombre y con la creación.

Por parte de Dios ya no va a haber otras propuestas: todo el Evangelio ya está presente en Jesús, no habrá otro. Sin embargo, el Evangelio-Buena Noticia no es un libro de doctrinas o teorías espirituales: es una Persona, es Jesús mismo, que invita a seguirlo, estar con Él, hacer experiencia de su amistad. Los primeros cuatro discípulos (v. 16-20), y más tarde los otros, no van tras una doctrina, por muy estupenda que sea, sino tras una Persona. Se fían de Él, le abren de par en par el corazón, le confían su destino; se ‘enamoran’ de Él, han comprendido que vale la pena seguirlo.  Aun con alguna lentitud y fragilidad, lo seguirán hasta dar su vida por Él. Como muchos otros en la historia. También para nosotros, creer es mucho más que una adhesión a fórmulas doctrinales, es un enamorarse, un fiarse y un confiar en Jesús.

Jesús cambia radicalmente la vida de sus primeros discípulos, pero lo hace gradualmente, en un camino lento, con momentos difíciles, entre entusiasmos y crisis, discusiones y abandonos. El Maestro llama a los discípulos, los va formando, los transforma, los envía. El seguimiento lleva siempre a la misión: Jesús los hace pescadores de hombres (v. 17), portadores de un nuevo proyecto de vida, la Buena Noticia por excelencia. Los discípulos, «al instante, dejando las redes, le siguieron» (v. 18). La familia humana tiene una necesidad extrema del Evangelio y de mensajeros que lo anuncien, para poder vivir en plenitud, como lo explica San Pablo (II lectura), aun en situaciones de precariedad, sin sucumbir a las seducciones de los ídolos de turno, “porque la representación de este mundo se termina” (v. 31).

Dios ama a cada persona y quiere que todos seamos felices: da prueba de ello ese acontecimiento que se llama Jesucristo. Llevar este mensaje hasta los confines de la tierra es tarea de todos sus seguidores, llamados a ser discípulos y misioneros con un corazón grande, a imitación del corazón de Dios. Nada de personas mezquinas, testarudas y recelosas como Jonás (I lectura), un profeta que, en un primer momento, huye (Jonás 1) para no cumplir el mandato misionero de Dios que lo envía a los pueblos paganos de Nínive. Más tarde, Jonás cumple solo parcialmente con el anuncio, “durante un día de camino” (v. 4), sentándose al final para protestar contra Dios demasiado “bueno y misericordioso” con los de Nínive, siempre pronto al perdón, sobre todo de los que están lejos (Jonás 4). Esta universalidad es un valor fundamental en todos los niveles: por los contenidos del mensaje (el Evangelio), para los destinatarios del anuncio (todos los pueblos, todos los creyentes en Cristo), para los misioneros y las misioneras, que el Señor llama, también hoy, a ser portadores de su mensaje de salvación.

Las lecturas de este Domingo de la Palabra de Dios (*) nos muestran la radicalidad y el camino de transformación que esta Palabra opera en los protagonistas de las lecturas. Además, la festividad de la Conversión de San Pablo (25/1) y la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos (18-25/1) ofrecen pautas fecundas de reflexión misionera: la Palabra de Dios pide a cada persona un cambio de mentalidad (conversión), apertura al Evangelio de Jesús, disponibilidad para relanzar siempre y a todos este mensaje de vida.

Palabra del Papa

(*) “Hoy celebramos el Domingo de la Palabra de Dios, establecido para celebrar y acoger cada vez mejor el don que Dios nos ha dado y da cada día de su Palabra a su Pueblo. Agradezco a las diócesis, agradezco a las comunidades que han propuesto iniciativas para recordar la centralidad de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia”.
Papa Francisco
Angelus domingo 26 de enero de 2020

P. Romeo Ballan, MCCJ

Mantengan firme la palabra de la vida (Flp 2,16)

El Domingo de la Palabra de Dios se plantea como una iniciativa pastoral de Nueva Evangelización, con el objetivo de reavivar la responsabilidad de los creyentes en el conocimiento de la Sagrada Escritura y en mantenerla viva mediante un trabajo permanente de transmisión y comprensión, capaz de dar  sentido a la vida de la Iglesia en las diversas condiciones en que se encuentra.

La expresión bíblica con la que se celebra este año el Domingo de la Palabra de Dios está tomada de la Carta a los Filipenses: “Mantengan firme la Palabra de la Vida” (Flp 2,16). Como se deduce de algunas referencias, el Apóstol escribe la carta desde el cautiverio. Ciertamente representa uno de los textos más importantes que la Iglesia tiene entre sus manos. El pasaje cristológico con el que Pablo destaca la kénosis cumplida por el Hijo de Dios al hacerse hombre permanece a lo largo de nuestra historia como un punto de referencia sin retorno para comprender el misterio de la Encarnación. La liturgia nunca ha dejado de rezar con este texto. La teología lo ha convertido en uno de los principales contenidos para la inteligencia de la fe. El testimonio cristiano ha encontrado en estas palabras el fundamento para construir el servicio pleno de la caridad. Si bien la carta expresa los contenidos esenciales de la predicación del apóstol, también muestra cuán necesario es que la comunidad cristiana crezca en el conocimiento del Evangelio.

Con nuestro versículo, el apóstol pretende ofrecer una enseñanza importante a la comunidad cristiana para mostrarle la manera en que está llamada a vivir en medio del mundo. Recuerda en primer lugar la importancia que los cristianos deben dar a su compromiso de salvación, precisamente en virtud del acontecimiento realizado por el Hijo de Dios al hacerse hombre y ofrecerse a la violencia de la muerte en la cruz: “tra bajad por vuestra salvación con temor y temblor” (Flp 2,12). Ningún cristiano puede pensar en vivir en el mundo prescindiendo de este acontecimiento de amor que ha transformado su vida y la historia entera. Por supuesto, Pablo no olvida que, por mucho esfuerzo que los cristianos pongan para lograr la salvación, la primacía de la acción de Dios siempre permanece: “Es Dios quien activa en vosotros el querer y el obrar para realizar su designio de amor” (Flp 2,13). La combinación de estos dos elementos permite comprender las palabras desafiantes que el Apóstol dedica ahora a los cristianos de Filipos, teniendo ante sus ojos a los creyentes que a lo largo de los siglos serán discípulos del Señor.

El primer compromiso que los creyentes deben asumir es la coherencia de vida. La llamada a ser “irreprochables” y “sencillos” en medio de un mundo donde a menudo predominan la falsedad y la astucia, remite a la palabra de Jesús cuando invitaba a sus discípulos: “Mirad que yo os envío como ovejas entre lobos; por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas” (Mt 10,16). Para que esto suceda, Pablo señala el camino a seguir: los cristianos deben permanecer fieles y unidos a la palabra de Dios. “Manteniendo firme la palabra de la vida” los discípulos de Cristo “brillan como lumbreras del mundo”. Es una bella imagen que el Apóstol ofrece hoy también a todos nosotros. Estamos viviendo un momento dramático. La humanidad pensaba que había alcanzado las certezas más sólidas de la ciencia y las soluciones de una economía para garantizar la seguridad de la vida. Hoy se ve obligada a comprobar que ninguno de los dos garantiza su futuro. Emergen con fuerza la desorientación y la desconfianza debido a la incertidumbre que ha surgido inesperadamente. Los discípulos de Cristo tienen la responsabilidad también en esta coyuntura de pronunciar una palabra de esperanza. Lo pueden lograr en la medida en que permanezcan firmemente anclados a la palabra de Dios, que genera vida y se presenta llena de sentido para la existencia personal.

Tal vez la interpretación más autorizada de este versículo sea la de Victorino. El gran retórico romano cuya conversión describe Agustín en sus Confesiones, escribió en su Comentario a los Filipenses: “Yo me glorío en vosotros porque poseéis la palabra de vida, es decir, porque conocéis a Cristo, que es la Palabra de vida, porque lo que se hace en Cristo es vida. Por lo tanto, Cristo es la Palabra de vida, de esto percibimos cuán grande es el beneficio y la gloria de aquellos que sostienen las almas de los demás”. En el Domingo de la Palabra de Dios, redescubrir la responsabilidad de trabajar para que esta Palabra crezca en el corazón de los creyentes y los llene de alegría para la evangelización, es un deseo que se convierte en oración.
Rino Fisichella

Mc 1,14
No desaprovechen esta oportunidad

Este año la liturgia nos ayuda a leer, en los domingos del tiempo ordinario, el evangelio de Marcos. Hoy leemos los versículos 14 al 20 del primer capítulo, en donde se nos transmite el núcleo del mensaje de Jesús y la primera elección de discípulos. Por mi parte, les invito a detenerse en el primero de estos seis versículos, el 14. Ahí encontramos cuatro expresiones, que son fundamentales para entender el evangelio. Veamos:

  • “El tiempo se ha cumplido”. Esta expresión de Jesús no se refiere ciertamente al tiempo cronológico: no se trata, por ejemplo, de que se haya terminado una época del año o de una vida. Ese tiempo no está en nuestras manos y corre independientemente de nuestra voluntad. Lo que quiere decir es que el tiempo cronológico se está haciendo “kairós”, es decir, “tiempo de gracia”, tiempo de salvación, oportunidad que aprovechar. Y esta es la Buena Noticia para aquellos que escuchaban a Jesús en aquel momento histórico, de hace 2.000 años. Al escucharlo hoy, también a nosotros se nos dice: “Este es un momento de gracia, no lo desaprovechen”. Dios nos ofrece siempre nuevas oportunidades para mejorar, para amar, para arrepentirnos… Como diría el Papa, no nos dejemos robar esta oportunidad de cambiar.
  • “El Reino de Dios está cerca”. ¿Dónde está este Reino? ¿En la Iglesia, en mi familia, en el trabajo? De nuevo hay que decir que aquí no se habla de un lugar geográfico o sociológico. Se trata de la victoria de Dios sobre el mal. Jesús nos dice que, si estamos abiertos y dóciles, Dios es capaz de vencer el mal en nosotros y en nuestro entorno. Miren a su alrededor, miren con el corazón abierto y con fe, y descubrirán que Dios está presente con su amor vencedor, con su Reino, en todas partes. Es cuestión de saber verlo y de aceptarlo.
  • Conviértanse. Lo que nos impide ver-escuchar-tocar el Reino de Dios es la actitud de Adán (que pervive en nosotros) de intentar ser nosotros mismos un “dios”, autosuficiente y arrogante, de escondernos después de nuestros fracasos en vez de reconocerlos y cambiar de actitud. Jesús nos llama a reconocer nuestra realidad de creaturas limitadas y a veces pecadoras, cambiar página, no seguir justificando nuestros fallos, acogernos a su misericordia y acoger el Reino de Dios que vive dentro de nosotros y en nuestro entorno.
  • Crean en la Buena Noticia. Jesús nos invita a superar nuestro escepticismo y desconfianza, fiarnos del amor de Dios, y lanzarnos a vivir como herederos del Reino de Dios; vivir con fe, con esperanza y caridad.

Si aceptamos esta noticia y nos disponemos a cambiar, el paso de los años acumula gracia en nosotros, la Palabra es una luz que ilumina nuestros pasos, la vida es un banquete festivo, del que la Eucaristía es signo y adelanto.
P. Antonio Villarino
Bogotá

CARTA APOSTÓLICA
EN FORMA DE «MOTU PROPRIO»

DEL SANTO PADRE
FRANCISCO

APERUIT ILLIS

CON LA QUE SE INSTITUYE
EL DOMINGO DE LA PALABRA DE DIOS

1. «Les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras» (Lc 24,45). Es uno de los últimos gestos realizados por el Señor resucitado, antes de su Ascensión. Se les aparece a los discípulos mientras están reunidos, parte el pan con ellos y abre sus mentes para comprender la Sagrada Escritura. A aquellos hombres asustados y decepcionados les revela el sentido del misterio pascual: que según el plan eterno del Padre, Jesús tenía que sufrir y resucitar de entre los muertos para conceder la conversión y el perdón de los pecados (cf. Lc 24,26.46-47); y promete el Espíritu Santo que les dará la fuerza para ser testigos de este misterio de salvación (cf. Lc 24,49).

La relación entre el Resucitado, la comunidad de creyentes y la Sagrada Escritura es intensamente vital para nuestra identidad. Si el Señor no nos introduce es imposible comprender en profundidad la Sagrada Escritura, pero lo contrario también es cierto: sin la Sagrada Escritura, los acontecimientos de la misión de Jesús y de su Iglesia en el mundo permanecen indescifrables. San Jerónimo escribió con verdad: «La ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo» (In Is., Prólogo: PL 24,17).

2. Tras la conclusión del Jubileo extraordinario de la misericordia, pedí que se pensara en «un domingo completamente dedicado a la Palabra de Dios, para comprender la riqueza inagotable que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo» (Carta ap. Misericordia et misera, 7). Dedicar concretamente un domingo del Año litúrgico a la Palabra de Dios nos permite, sobre todo, hacer que la Iglesia reviva el gesto del Resucitado que abre también para nosotros el tesoro de su Palabra para que podamos anunciar por todo el mundo esta riqueza inagotable. En este sentido, me vienen a la memoria las enseñanzas de san Efrén: «¿Quién es capaz, Señor, de penetrar con su mente una sola de tus frases? Como el sediento que bebe de la fuente, mucho más es lo que dejamos que lo que tomamos. Porque la palabra del Señor presenta muy diversos aspectos, según la diversa capacidad de los que la estudian. El Señor pintó con multiplicidad de colores su palabra, para que todo el que la estudie pueda ver en ella lo que más le plazca. Escondió en su palabra variedad de tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse en cualquiera de los puntos en que concentrar su reflexión» (Comentarios sobre el Diatésaron, 1,18).

Por tanto, con esta Carta tengo la intención de responder a las numerosas peticiones que me han llegado del pueblo de Dios, para que en toda la Iglesia se pueda celebrar con un mismo propósito el Domingo de la Palabra de Dios. Ahora se ha convertido en una práctica común vivir momentos en los que la comunidad cristiana se centra en el gran valor que la Palabra de Dios ocupa en su existencia cotidiana. En las diferentes Iglesias locales hay una gran cantidad de iniciativas que hacen cada vez más accesible la Sagrada Escritura a los creyentes, para que se sientan agradecidos por un don tan grande, con el compromiso de vivirlo cada día y la responsabilidad de testimoniarlo con coherencia.

El Concilio Ecuménico Vaticano II dio un gran impulso al redescubrimiento de la Palabra de Dios con la Constitución dogmática Dei Verbum. En aquellas páginas, que siempre merecen ser meditadas y vividas, emerge claramente la naturaleza de la Sagrada Escritura, su transmisión de generación en generación (cap. II), su inspiración divina (cap. III) que abarca el Antiguo y el Nuevo Testamento (capítulos IV y V) y su importancia para la vida de la Iglesia (cap. VI). Para aumentar esa enseñanza, Benedicto XVI convocó en el año 2008 una Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre el tema “La Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia”, publicando a continuación la Exhortación apostólica Verbum Domini, que constituye una enseñanza fundamental para nuestras comunidades[1]. En este Documento en particular se profundiza el carácter performativo de la Palabra de Dios, especialmente cuando su carácter específicamente sacramental emerge en la acción litúrgica[2].

Por tanto, es bueno que nunca falte en la vida de nuestro pueblo esta relación decisiva con la Palabra viva que el Señor nunca se cansa de dirigir a su Esposa, para que pueda crecer en el amor y en el testimonio de fe.

3. Así pues, establezco que el III Domingo del Tiempo Ordinario esté dedicado a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra de Dios. Este Domingo de la Palabra de Dios se colocará en un momento oportuno de ese periodo del año, en el que estamos invitados a fortalecer los lazos con los judíos y a rezar por la unidad de los cristianos. No se trata de una mera coincidencia temporal: celebrar el Domingo de la Palabra de Dios expresa un valor ecuménico, porque la Sagrada Escritura indica a los que se ponen en actitud de escucha el camino a seguir para llegar a una auténtica y sólida unidad.

Las comunidades encontrarán el modo de vivir este Domingo como un día solemne. En cualquier caso, será importante que en la celebración eucarística se entronice el texto sagrado, a fin de hacer evidente a la asamblea el valor normativo que tiene la Palabra de Dios. En este domingo, de manera especial, será útil destacar su proclamación y adaptar la homilía para poner de relieve el servicio que se hace a la Palabra del Señor. En este domingo, los obispos podrán celebrar el rito del Lectorado o confiar un ministerio similar para recordar la importancia de la proclamación de la Palabra de Dios en la liturgia. En efecto, es fundamental que no falte ningún esfuerzo para que algunos fieles se preparen con una formación adecuada a ser verdaderos anunciadores de la Palabra, como sucede de manera ya habitual para los acólitos o los ministros extraordinarios de la Comunión. Asimismo, los párrocos podrán encontrar el modo de entregar la Biblia, o uno de sus libros, a toda la asamblea, para resaltar la importancia de seguir en la vida diaria la lectura, la profundización y la oración con la Sagrada Escritura, con una particular consideración a la lectio divina.

4. El regreso del pueblo de Israel a su patria, después del exilio en Babilonia, estuvo marcado de manera significativa por la lectura del libro de la Ley. La Biblia nos ofrece una descripción conmovedora de ese momento en el libro de Nehemías. El pueblo estaba reunido en Jerusalén en la plaza de la Puerta del Agua, escuchando la Ley. Aquel pueblo había sido dispersado con la deportación, pero ahora se encuentra reunido alrededor de la Sagrada Escritura como si fuera «un solo hombre» (Ne 8,1). Cuando se leía el libro sagrado, el pueblo «escuchaba con atención» (Ne 8,3), sabiendo que podían encontrar en aquellas palabras el significado de los acontecimientos vividos. La reacción al anuncio de aquellas palabras fue la emoción y las lágrimas: «[Los levitas] leyeron el libro de la ley de Dios con claridad y explicando su sentido, de modo que entendieran la lectura. Entonces el gobernador Nehemías, el sacerdote y escriba Esdras, y los levitas que instruían al pueblo dijeron a toda la asamblea: “Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis tristes ni lloréis” (y es que todo el pueblo lloraba al escuchar las palabras de la ley). […] “¡No os pongáis tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza!”» (Ne 8,8-10).

Estas palabras contienen una gran enseñanza. La Biblia no puede ser sólo patrimonio de algunos, y mucho menos una colección de libros para unos pocos privilegiados. Pertenece, en primer lugar, al pueblo convocado para escucharla y reconocerse en esa Palabra. A menudo se dan tendencias que intentan monopolizar el texto sagrado relegándolo a ciertos círculos o grupos escogidos. No puede ser así. La Biblia es el libro del pueblo del Señor que al escucharlo pasa de la dispersión y la división a la unidad. La Palabra de Dios une a los creyentes y los convierte en un solo pueblo.

5. En esta unidad, generada con la escucha, los Pastores son los primeros que tienen la gran responsabilidad de explicar y permitir que todos entiendan la Sagrada Escritura. Puesto que es el libro del pueblo, los que tienen la vocación de ser ministros de la Palabra deben sentir con fuerza la necesidad de hacerla accesible a su comunidad.

La homilía, en particular, tiene una función muy peculiar, porque posee «un carácter cuasi sacramental» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 142). Ayudar a profundizar en la Palabra de Dios, con un lenguaje sencillo y adecuado para el que escucha, le permite al sacerdote mostrar también la «belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien» (ibíd.). Esta es una oportunidad pastoral que hay que aprovechar.

De hecho, para muchos de nuestros fieles esta es la única oportunidad que tienen para captar la belleza de la Palabra de Dios y verla relacionada con su vida cotidiana. Por lo tanto, es necesario dedicar el tiempo apropiado para la preparación de la homilía. No se puede improvisar el comentario de las lecturas sagradas. A los predicadores se nos pide más bien el esfuerzo de no alargarnos desmedidamente con homilías pedantes o temas extraños. Cuando uno se detiene a meditar y rezar sobre el texto sagrado, entonces se puede hablar con el corazón para alcanzar los corazones de las personas que escuchan, expresando lo esencial con vistas a que se comprenda y dé fruto. Que nunca nos cansemos de dedicar tiempo y oración a la Sagrada Escritura, para que sea acogida «no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios» (1 Ts 2,13).

Es bueno que también los catequistas, por el ministerio que realizan de ayudar a crecer en la fe, sientan la urgencia de renovarse a través de la familiaridad y el estudio de la Sagrada Escritura, para favorecer un verdadero diálogo entre quienes los escuchan y la Palabra de Dios.

6. Antes de reunirse con los discípulos, que estaban encerrados en casa, y de abrirles el entendimiento para comprender las Escrituras (cf. Lc 24,44-45), el Resucitado se aparece a dos de ellos en el camino que lleva de Jerusalén a Emaús (cf. Lc 24,13-35). La narración del evangelista Lucas indica que es el mismo día de la Resurrección, es decir el domingo. Aquellos dos discípulos discuten sobre los últimos acontecimientos de la pasión y muerte de Jesús. Su camino está marcado por la tristeza y la desilusión a causa del trágico final de Jesús. Esperaban que Él fuera el Mesías libertador, y se encuentran ante el escándalo del Crucificado. Con discreción, el mismo Resucitado se acerca y camina con los discípulos, pero ellos no lo reconocen (cf. v. 16). A lo largo del camino, el Señor los interroga, dándose cuenta de que no han comprendido el sentido de su pasión y su muerte; los llama «necios y torpes» (v. 25) y «comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras» (v. 27). Cristo es el primer exegeta. No sólo las Escrituras antiguas anticiparon lo que Él iba a realizar, sino que Él mismo quiso ser fiel a esa Palabra para evidenciar la única historia de salvación que alcanza su plenitud en Cristo.

7. La Biblia, por tanto, en cuanto Sagrada Escritura, habla de Cristo y lo anuncia como el que debe soportar los sufrimientos para entrar en la gloria (cf. v. 26). No sólo una parte, sino toda la Escritura habla de Él. Su muerte y resurrección son indescifrables sin ella. Por esto una de las confesiones de fe más antiguas pone de relieve que Cristo «murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas» (1 Co 15,3-5). Puesto que las Escrituras hablan de Cristo, nos ayudan a creer que su muerte y resurrección no pertenecen a la mitología, sino a la historia y se encuentran en el centro de la fe de sus discípulos.

Es profundo el vínculo entre la Sagrada Escritura y la fe de los creyentes. Porque la fe proviene de la escucha y la escucha está centrada en la palabra de Cristo (cf. Rm 10,17), la invitación que surge es la urgencia y la importancia que los creyentes tienen que dar a la escucha de la Palabra del Señor tanto en la acción litúrgica como en la oración y la reflexión personal.

8. El “viaje” del Resucitado con los discípulos de Emaús concluye con la cena. El misterioso Viandante acepta la insistente petición que le dirigen aquellos dos: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída» (Lc 24,29). Se sientan a la mesa, Jesús toma el pan, pronuncia la bendición, lo parte y se lo ofrece a ellos. En ese momento sus ojos se abren y lo reconocen (cf. v. 31).

Esta escena nos hace comprender el inseparable vínculo entre la Sagrada Escritura y la Eucaristía. El Concilio Vaticano II nos enseña: «la Iglesia ha venerado siempre la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» (Const. dogm. Dei Verbum, 21).

El contacto frecuente con la Sagrada Escritura y la celebración de la Eucaristía hace posible el reconocimiento entre las personas que se pertenecen. Como cristianos somos un solo pueblo que camina en la historia, fortalecido por la presencia del Señor en medio de nosotros que nos habla y nos nutre. El día dedicado a la Biblia no ha de ser “una vez al año”, sino una vez para todo el año, porque nos urge la necesidad de tener familiaridad e intimidad con la Sagrada Escritura y con el Resucitado, que no cesa de partir la Palabra y el Pan en la comunidad de los creyentes. Para esto necesitamos entablar un constante trato de familiaridad con la Sagrada Escritura, si no el corazón queda frío y los ojos permanecen cerrados, afectados como estamos por innumerables formas de ceguera.

La Sagrada Escritura y los Sacramentos no se pueden separar. Cuando los Sacramentos son introducidos e iluminados por la Palabra, se manifiestan más claramente como la meta de un camino en el que Cristo mismo abre la mente y el corazón al reconocimiento de su acción salvadora. Es necesario, en este contexto, no olvidar la enseñanza del libro del Apocalipsis, cuando dice que el Señor está a la puerta y llama. Si alguno escucha su voz y le abre, Él entra para cenar juntos (cf. 3,20). Jesucristo llama a nuestra puerta a través de la Sagrada Escritura; si escuchamos y abrimos la puerta de la mente y del corazón, entonces entra en nuestra vida y se queda con nosotros.

9. En la Segunda Carta a Timoteo, que constituye de algún modo su testamento espiritual, san Pablo recomienda a su fiel colaborador que lea constantemente la Sagrada Escritura. El Apóstol está convencido de que «toda Escritura es inspirada por Dios es también útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar» (3,16). Esta recomendación de Pablo a Timoteo constituye una base sobre la que la Constitución conciliar Dei Verbum trata el gran tema de la inspiración de la Sagrada Escritura, un fundamento del que emergen en particular la finalidad salvífica, la dimensión espiritual y el principio de la encarnación de la Sagrada Escritura.

Al evocar sobre todo la recomendación de Pablo a Timoteo, la Dei Verbum subraya que «los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación» (n. 11). Puesto que las mismas instruyen en vista a la salvación por la fe en Cristo (cf. 2 Tm 3,15), las verdades contenidas en ellas sirven para nuestra salvación. La Biblia no es una colección de libros de historia, ni de crónicas, sino que está totalmente dirigida a la salvación integral de la persona. El innegable fundamento histórico de los libros contenidos en el texto sagrado no debe hacernos olvidar esta finalidad primordial: nuestra salvación. Todo está dirigido a esta finalidad inscrita en la naturaleza misma de la Biblia, que está compuesta como historia de salvación en la que Dios habla y actúa para ir al encuentro de todos los hombres y salvarlos del mal y de la muerte. 

Para alcanzar esa finalidad salvífica, la Sagrada Escritura bajo la acción del Espíritu Santo transforma en Palabra de Dios la palabra de los hombres escrita de manera humana (cf. Const. dogm. Dei Verbum, 12). El papel del Espíritu Santo en la Sagrada Escritura es fundamental. Sin su acción, el riesgo de permanecer encerrados en el mero texto escrito estaría siempre presente, facilitando una interpretación fundamentalista, de la que es necesario alejarse para no traicionar el carácter inspirado, dinámico y espiritual que el texto sagrado posee. Como recuerda el Apóstol: «La letra mata, mientras que el Espíritu da vida» (2 Co 3,6). El Espíritu Santo, por tanto, transforma la Sagrada Escritura en Palabra viva de Dios, vivida y transmitida en la fe de su pueblo santo.

10. La acción del Espíritu Santo no se refiere sólo a la formación de la Sagrada Escritura, sino que actúa también en aquellos que se ponen a la escucha de la Palabra de Dios. Es importante la afirmación de los Padres conciliares, según la cual la Sagrada Escritura «se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita» (Const. dogm. Dei Verbum, 12). Con Jesucristo la revelación de Dios alcanza su culminación y su plenitud; aun así, el Espíritu Santo continúa su acción. De hecho, sería reductivo limitar la acción del Espíritu Santo sólo a la naturaleza divinamente inspirada de la Sagrada Escritura y a sus distintos autores. Por tanto, es necesario tener fe en la acción del Espíritu Santo que sigue realizando una peculiar forma de inspiración cuando la Iglesia enseña la Sagrada Escritura, cuando el Magisterio la interpreta auténticamente (cf. ibíd., 10) y cuando cada creyente hace de ella su propia norma espiritual. En este sentido podemos comprender las palabras de Jesús cuando, a los discípulos que le confirman haber entendido el significado de sus parábolas, les dice: «Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo» (Mt 13,52).

11. La Dei Verbum afirma, además, que «la Palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (n. 13). Es como decir que la Encarnación del Verbo de Dios da forma y sentido a la relación entre la Palabra de Dios y el lenguaje humano, con sus condiciones históricas y culturales. En este acontecimiento toma forma la Tradición, que también es Palabra de Dios (cf. ibíd., 9). A menudo se corre el riesgo de separar la Sagrada Escritura de la Tradición, sin comprender que juntas forman la única fuente de la Revelación. El carácter escrito de la primera no le quita nada a su ser plenamente palabra viva; así como la Tradición viva de la Iglesia, que la transmite constantemente de generación en generación a lo largo de los siglos, tiene el libro sagrado como «regla suprema de la fe» (ibíd., 21). Por otra parte, antes de convertirse en texto escrito, la Palabra de Dios se transmitió oralmente y se mantuvo viva por la fe de un pueblo que la reconocía como su historia y su principio de identidad en medio de muchos otros pueblos. Por consiguiente, la fe bíblica se basa en la Palabra viva, no en un libro.

12. Cuando la Sagrada Escritura se lee con el mismo Espíritu que fue escrita, permanece siempre nueva. El Antiguo Testamento no es nunca viejo en cuanto que es parte del Nuevo, porque todo es transformado por el único Espíritu que lo inspira. Todo el texto sagrado tiene una función profética: no se refiere al futuro, sino al presente de aquellos que se nutren de esta Palabra. Jesús mismo lo afirma claramente al comienzo de su ministerio: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). Quien se alimenta de la Palabra de Dios todos los días se convierte, como Jesús, en contemporáneo de las personas que encuentra; no tiene tentación de caer en nostalgias estériles por el pasado, ni en utopías desencarnadas hacia el futuro.

La Sagrada Escritura realiza su acción profética sobre todo en quien la escucha. Causa dulzura y amargura. Vienen a la mente las palabras del profeta Ezequiel cuando, invitado por el Señor a comerse el libro, manifiesta: «Me supo en la boca dulce como la miel» (3,3). También el evangelista Juan en la isla de Patmos evoca la misma experiencia de Ezequiel de comer el libro, pero agrega algo más específico: «En mi boca sabía dulce como la miel, pero, cuando lo comí, mi vientre se llenó de amargor» (Ap 10,10).

La dulzura de la Palabra de Dios nos impulsa a compartirla con quienes encontramos en nuestra vida para manifestar la certeza de la esperanza que contiene (cf. 1 P 3,15-16). Por su parte, la amargura se percibe frecuentemente cuando comprobamos cuán difícil es para nosotros vivirla de manera coherente, o cuando experimentamos su rechazo porque no se considera válida para dar sentido a la vida. Por tanto, es necesario no acostumbrarse nunca a la Palabra de Dios, sino nutrirse de ella para descubrir y vivir en profundidad nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos.

13. Otra interpelación que procede de la Sagrada Escritura se refiere a la caridad. La Palabra de Dios nos señala constantemente el amor misericordioso del Padre que pide a sus hijos que vivan en la caridad. La vida de Jesús es la expresión plena y perfecta de este amor divino que no se queda con nada para sí mismo, sino que se ofrece a todos incondicionalmente. En la parábola del pobre Lázaro encontramos una indicación valiosa. Cuando Lázaro y el rico mueren, este último, al ver al pobre en el seno de Abrahán, pide ser enviado a sus hermanos para aconsejarles que vivan el amor al prójimo, para evitar que ellos también sufran sus propios tormentos. La respuesta de Abrahán es aguda: «Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen» (Lc 16,29). Escuchar la Sagrada Escritura para practicar la misericordia: este es un gran desafío para nuestras vidas. La Palabra de Dios es capaz de abrir nuestros ojos para permitirnos salir del individualismo que conduce a la asfixia y la esterilidad, a la vez que nos manifiesta el camino del compartir y de la solidaridad.

14. Uno de los episodios más significativos de la relación entre Jesús y los discípulos es el relato de la Transfiguración. Jesús sube a la montaña para rezar con Pedro, Santiago y Juan. Los evangelistas recuerdan que, mientras el rostro y la ropa de Jesús resplandecían, dos hombres conversaban con Él: Moisés y Elías, que encarnan la Ley y los Profetas, es decir, la Sagrada Escritura. La reacción de Pedro ante esa visión está llena de un asombro gozoso: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Lc 9,33). En aquel momento una nube los cubrió con su sombra y los discípulos se llenaron de temor.

La Transfiguración hace referencia a la fiesta de las Tiendas, cuando Esdras y Nehemías leían el texto sagrado al pueblo, después de su regreso del exilio. Al mismo tiempo, anticipa la gloria de Jesús en preparación para el escándalo de la pasión, gloria divina que es aludida por la nube que envuelve a los discípulos, símbolo de la presencia del Señor. Esta Transfiguración es similar a la de la Sagrada Escritura, que se trasciende a sí misma cuando alimenta la vida de los creyentes. Como recuerda la Verbum Domini: «Para restablecer la articulación entre los diferentes sentidos escriturísticos es decisivo comprender el paso de la letra al espíritu. No se trata de un paso automático y espontáneo; se necesita más bien trascender la letra» (n. 38).

15. En el camino de escucha de la Palabra de Dios, nos acompaña la Madre del Señor, reconocida como bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de lo que el Señor le había dicho (cf. Lc 1,45). La bienaventuranza de María precede a todas las bienaventuranzas pronunciadas por Jesús para los pobres, los afligidos, los mansos, los pacificadores y los perseguidos, porque es la condición necesaria para cualquier otra bienaventuranza. Ningún pobre es bienaventurado porque es pobre; lo será si, como María, cree en el cumplimiento de la Palabra de Dios. Lo recuerda un gran discípulo y maestro de la Sagrada Escritura, san Agustín: «Entre la multitud ciertas personas dijeron admiradas: “Feliz el vientre que te llevó”; y Él: “Más bien, felices quienes oyen y custodian la Palabra de Dios”. Esto equivale a decir: también mi madre, a quien habéis calificado de feliz, es feliz precisamente porque custodia la Palabra de Dios; no porque en ella la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, sino porque custodia la Palabra misma de Dios mediante la que ha sido hecha y que en ella se hizo carne» (Tratados sobre el evangelio de Juan, 10,3).

Que el domingo dedicado a la Palabra haga crecer en el pueblo de Dios la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura, como el autor sagrado lo enseñaba ya en tiempos antiguos: esta Palabra «está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que la cumplas» (Dt 30,14).

Dado en Roma, en San Juan de Letrán, el 30 de septiembre de 2019.

Memoria litúrgica de San Jerónimo en el inicio del 1600 aniversario de la muerte.

Francisco


[1] Cf. AAS 102 (2010), 692-787.

[2] «La sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados. Al acercarnos al altar y participar en el banquete eucarístico, realmente comulgamos el cuerpo y la sangre de Cristo. La proclamación de la Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros para ser recibido» (Exhort. ap. Verbum Domini, 56).