¡Pascua es el triunfo inesperado de la Vida que hace renacer la Esperanza cierta! Pascua es la estrella de la mañana que ilumina la noche profunda y abre el camino al sol del mediodía. Pascua es la explosión de la primavera que inaugura el tiempo de la belleza, la estación de los colores, el canto y las flores. ¡Pascua es el comienzo de la nueva creación!

“Cuéntanos, María: ¿qué has visto en el camino?”

Es necesario que resucitara de entre los muertos.”
Juan 20:1-9

“La Muerte y la Vida se han enfrentado
en un prodigioso duelo.
El Señor de la vida había muerto;
pero ahora, vivo, triunfa.”
(Seqüencia Pascual)

Hemos llegado a la Pascua del Señor, recorriendo el camino propuesto por la Iglesia, nuestra madre. Después de la Cuaresma, hemos entrado en el Triduo Pascual. Lo que hemos vivido en estos tres días ha quedado grabado en nuestro corazón. Hemos visto el Amor arrodillado a nuestros pies. Luego lo vimos burlado, blasfemado y crucificado. Finalmente, lo hemos acogido, muerto, en nuestros brazos y, llorando y golpeándonos el pecho, hemos enterrado al Amor. Nos parecía que la más grande historia de amor había llegado a su fin. Sin embargo, habíamos olvidado que el amor nunca muere. Es una semilla llena del poder de la vida que, cayendo en la tierra, da mucho fruto. ¡Y hoy, día de Pascua, la vida irrumpe del sepulcro!

¡Pascua es el triunfo inesperado de la Vida que hace renacer la Esperanza cierta! Pascua es la estrella de la mañana que ilumina la noche profunda y abre el camino al sol del mediodía. Pascua es la explosión de la primavera que inaugura el tiempo de la belleza, la estación de los colores, el canto y las flores. ¡Pascua es el comienzo de la nueva creación!

María, la mujer del alba

Pero dejemos que sea María Magdalena quien nos cuente la Pascua. Ella, la mujer del alba gloriosa, la primera anunciadora de la resurrección de Cristo. María Magdalena, como coinciden todos los evangelistas, es portadora de un testamento de primera mano, la primicia femenina, “apostola de los apóstoles”, como la llaman los antiguos Padres de la Iglesia. Ella es la imagen perfecta de la Iglesia, la esposa apasionada que pasa la noche buscando a su Amado. Su amor apasionado por el Maestro mantuvo su corazón despierto durante toda la noche del gran “paso”; “Yo duermo, pero mi corazón está despierto” (Cantar de los Cantares 5:2). Y porque el amor la mantuvo despierta, el Amado se le mostró en primer lugar a ella.

Es a ella a quien queremos preguntar: “Cuéntanos, María: ¿qué has visto en el camino?”. Cuéntalo con el fuego de tu pasión. ¡Déjanos contemplar en tus ojos lo que ha visto tu corazón! Porque el testimonio de un apóstol no tiene valor si no se vive con tu misma pasión.

“Cuéntanos, María: ¿qué has visto en el camino?
‘La tumba del Cristo vivo, la gloria del Cristo resucitado, y sus ángeles como testigos, el sudario y sus vestiduras. Cristo, mi esperanza, ha resucitado: precede a los suyos en Galilea.’
Sí, estamos seguros: Cristo ha resucitado realmente.”
(Secuencia del Domingo de Pascua).

María, la “amante”

¿Qué caracteriza a María Magdalena? ¡Un gran amor! Es una mujer apasionada por Jesús, que no se resigna a la perspectiva de perderlo y se aferra a ese cuerpo inerte como última oportunidad para tocar “al que su corazón ama” (Cantar de los Cantares 3:1-4). Si el “discípulo amado” (posiblemente el apóstol Juan, según la tradición) es el prototipo del discípulo, María Magdalena es, de alguna manera, su contraparte femenina (sin por ello eclipsar la figura de la Virgen María). María Magdalena es la “discípula preferida” y la “primera apóstol” de Cristo Resucitado. Ella, llamada dos veces por el nombre genérico de “mujer,” representa la nueva humanidad sufriente y redimida, la Eva convertida por el Amor del Esposo, ese amor perdido en el jardín del Edén y ahora recuperado en el nuevo jardín (Juan 19:41) donde había descendido su Amado (Cantar de los Cantares 5:1).

Permanecer y llorar

La vocación de María Magdalena está animada por el amor y, al mismo tiempo, por la fe. La fe y el amor son ambos necesarios: la fe da fuerza para caminar, el amor alas para volar. La fe sin amor no arriesga, pero el amor sin fe puede perderse en muchos cruces de caminos. La esperanza es hija de ambos.

Es el amor y la fe lo que impulsa a María Magdalena a quedarse cerca del sepulcro, a llorar y a esperar. Aunque no sabe bien el porqué. A diferencia de los dos apóstoles Pedro (figura de la fe) y Juan (figura del amor), que se alejan del sepulcro, la mujer, que reúne en sí ambas dimensiones, “permanece” y “llora.” Su permanecer es fruto de la fe, su llorar es fruto del amor. “Permanecer” porque su fe persevera en la búsqueda, no se desanima ante el fracaso, interroga (a los ángeles y al jardinero), como la Amada del Cantar de los Cantares. ¡Espera contra toda esperanza! Hasta que, encontrado el Amado, se tira a sus pies, abrazándolos en un vano intento de no dejarlo ir nunca más (Cantar de los Cantares 3:1-4).

Hoy nosotros, discípulos y amigos de Jesús, por el contrario, capitulamos fácilmente ante el “sepulcro,” alejándonos. Nos falta la fe para esperar que de la situación de muerte, vacío y derrota pueda resurgir la vida. Ya no tenemos “fe en los milagros,” no hay espacio en nosotros para esperar en un Dios capaz de resucitar a los muertos. Nos apresuramos a cerrar esos “sepulcros” con la “gran piedra” (Marcos 16:4) de nuestra incredulidad. Nuestra misión se convierte entonces en una desesperada lucha contra la muerte. Una tarea condenada al fracaso, porque la muerte reina desde el principio del mundo. Terminamos por conformarnos con la obra de misericordia de “enterrar a los muertos” (con o sin embalsamamiento), olvidando que hemos sido enviados a resucitarlos (Mateo 10:8).

Enfrentar el sepulcro es el paso del Rubicón del apóstol, su travesía del Mar Rojo (Éxodo 14-15). Sin remover la piedra de nuestra incredulidad, para enfrentar y vencer a ese terrible enemigo, no veremos la gloria de Dios: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?” (Juan 11:40).
Nosotros no amamos llorar, sin duda porque amamos poco. “Llorar es propio del genio femenino,” decía Juan Pablo II. Tal vez las mujeres sean más capaces de amor. “Donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mateo 6:21). El corazón de María Magdalena está siempre en ese jardín, donde se despidió del Maestro, y por eso ella está allí y llora. ¡Nuestros corazones olvidan demasiado rápido a nuestros muertos; preocupados por las “tantas cosas por hacer,” no tenemos tiempo para permanecer y llorar con los que sufren!

La audacia de permanecer y llorar no es estéril. A las lágrimas de María Magdalena responden los ángeles, que no le devuelven el cadáver que ella pide, pero le anuncian que “Aquel que su corazón ama” está vivo. Pero sus ojos necesitan ver y sus manos tocar al Amado, y Jesús finalmente cede a la insistencia del corazón de María y va a su encuentro. Cuando la llama por el nombre de “Mariam,” su corazón tiembla de emoción al reconocer la voz del Maestro.

Ser llamado por su propio nombre: este es el deseo más profundo (no confesado) que llevamos dentro. Solo entonces la “persona” alcanzará la plenitud de su ser y la conciencia de su identidad; ¡hasta ese momento habrá caminado a tientas! Solo entonces podrá decir, con el fuego de un corazón enamorado, “¡He visto al Señor!” y ese día, como María, nosotros también seremos testigos del Resucitado.

“¡Sí, estamos seguros: Cristo ha resucitado realmente!”
¡Felices Pascuas, santas y gozosas!

P. Manuel João Pereira Correia, MCCJ

La piedra removida

Un comentario a Jn 20, 1-9

Estamos en el último capítulo de Juan -si tenemos en cuenta que el 21 es considerado un añadido-. Aquí el evangelista nos transmite la experiencia de los primeros discípulos que pasaron de la decepción al compromiso, de la desunión a la comunión, del viejo Israel a la nueva comunidad de creyentes. Lo hace usando, como siempre, expresiones de gran resonancia simbólica, entre las que me permito resaltar algunas:

1. “El primer día de la semana”

Terminada la creación (“todo está cumplido”, dice Jesús en la cruz), comienza el nuevo ciclo de la historia, el de la nueva creación. Jesús vino para hacerlo todo nuevo, superando la experiencias negativas. Él es el testigo de que Dios es siempre nuevo, de que es posible comenzar en nuestra vida un camino nuevo. Claro que, para que se produzca una nueva creación, es necesario saber morir a la vieja creación; hay que saber afrontar la muerte de nosotros mismos, de nuestro egoísmo, de nuestro orgullo. Tenemos que dejar de ponernos a nosotros mismos en el centro de todo: “Si el grano de trigo no muere, se queda solo; pero si muere, da fruto en abundancia”.

2. “Por la mañana temprano, todavía en tinieblas”

La Magdalena va al sepulcro buscando a Jesús, no en la vida, sino en la muerte, sin darse cuenta de que el día ya clarea. María cree que la muerte ha triunfado”; por eso su fe está todavía en la penumbra. Ya clarea, ya hay nueva esperanza, pero no se ha abierto camino en el corazón y en la conciencia de aquella mujer que nos representa a todos.

Cuántas veces nosotros vivimos en el claroscuro, sin saber reconocer los nuevos signos de esperanza que Dios nos regala en nuestra historia personal o comunitaria.

3. El sudario, los lienzos, la losa y el sepulcro

Se trata de cuatro objetos que, de por sí, nos hablan de un muerto y así lo entiende la Magdalena y los discípulos. El texto, sin embargo, nos habla de que la losa está removida, el sudario apartado, los lienzos ordenados y el sepulcro vacío. Ni la losa retiene al muerto, ni el sudario o los lienzos lo mantienen atado. La muerte ha perdido a su presa, aunque la Magdalena no acabe de verlo. A este respecto comenta Anselm Grün:

“La primera señal de la Resurrección es la piedra que ha sido retirada del sepulcro. La piedra que preserva del sepulcro es el símbolo de las muchas piedras que están sobre nosotros. Yace precisamente una piedra sobre nosotros allí donde algo quiere brotar en nuestra vida y nos estorba en la vida. E impide que nuestras nociones de la vida, que en cada momento emergen, lleguen a ser realidad. Nos bloquea, nos impide levantarnos, salir de nosotros, dirigirnos a los demás… Cuando una piedra yace sobre nuestra tumba, nos pudrimos y nos descomponemos dentro…”(p.98)

4. Los discípulos recuperan la unidad

Los dos discípulos corren separados, como nos pasa cuando perdemos la fe y la esperanza.  Cuando las cosas no van bien, la gente se divide y se dispersa. El desánimo se acumula y reina el “sálvese quien pueda”. Pero después recuperan la unidad, una vez más atraídos por el recuerdo y la búsqueda de Jesús.

El discípulo amado (el que había estado con Jesús en la cruz) cede la primacía al que lo había traicionado). El discípulo fiel ayudará al compañero, pero sin recriminaciones, simplemente corriendo más que él. Buen ejemplo para nosotros: a los compañeros no se les recrimina ni se les pretende forzar a la fidelidad; simplemente hay que correr más y, al mismo tiempo, saber esperar.

La experiencia de los discípulos nos recuerda que Jesús vive, que su presencia se hace notar entre nosotros de muchas maneras y que, abiertos a esta presencia, también nosotros podemos salir de nuestros sepulcros, recuperar la esperanza, vivir el amor y triunfar sobre la muerte, la oscuridad y el caos. La muerte no tiene la última palabra. La vida, sí.

P. Antonio Villarino, MCCJ

Pascua y Misión:
de la pasión de Cristo a la resurrección del hombre

Hechos 10,34.37-43; Salmo 117; Colosenses 3,1-4; 1Corintios 5,6-8; Juan 20,1–9

Reflexiones
El mensaje universal y misionero de las fiestas pascuales es evidente: Pascua es el paso del hombre-Dios de la muerte a la vida; es el anuncio de un Dios que muere en cruz y que resucita, para que todos los pueblos tengan vida en abundancia (cfr. Jn 10,10). Pascua es la clave de lectura del misterio más dramático y sublime: el misterio de la muerte y de la vida. La aventura del Dios-en-carne-humana culmina sobre el Calvario y encuentra luz en el sepulcro vacío: ¡porque Cristo ha resucitado! Una vida nueva ha comenzado en Él; una nueva manera de vivir, de esperar y amar ha comenzado también para todos los que creen en Él. Desde entonces, comenzó un nuevo modo de relacionarse: con Dios, entre los seres humanos, con el cosmos, con las fuerzas del bien y las del mal. Nuevas relaciones, nuevo estilo de vida, nuevas certezas, nuevos métodos y estrategias. El mundo no puede ser el mismo, como si Cristo no hubiera resucitado. ¿Qué es lo que ha cambiado? ¿Qué puede, más aún, debe cambiar? ¿Y quién va a ser el artífice de tales transformaciones? ¿Con qué fuerzas? ¿Sobre qué bases? ¿Con qué criterios? Todas estas preguntas, que se vuelven más apremiantes en las actuales situaciones de pandemia y de guerra, tienen una sola respuesta: ¡una vida mejor es posible para el que cree en Cristo, muerto y resucitado!

De la experiencia de vida nueva en Cristo nace también el compromiso misionero del anuncio y del compartir. La misión universal a todos los pueblos nace de la Pascua. En efecto, Jesús hace el envío de los apóstoles a las gentes y al mundo entero, durante sus apariciones después de la resurrección: Mt 28, Mc 16, Lc 24, Gv 20. (*) De la gozosa experiencia de adhesión al Resucitado nace el servicio gozoso a los hermanos; nace y se fortalece la entrega a la Misión. Creer en la resurrección de Cristo exige comprometerse por la resurrección del hombre.

Me ha impactado releer en estos días el diálogo entre dos eminentes cristianos de nuestro tiempo, el patriarca Atenágoras y Olivier Clément, ambos comprometidos en los frentes de la fraternidad y del ecumenismo, en diálogo sobre el sentido y las consecuencias de la fe en la resurrección de Jesús, para la vida del mundo y para la Misión de la Iglesia. La siguiente página recoge algunas notas de esos intensos diálogos, que iluminan también el momento presente que vivimos.

« - Los grandes problemas, los problemas trágicos que la humanidad de hoy debe afrontar, ¿cómo relacionarlos con el milagro de la resurrección?

- Una tercera parte de la humanidad tiene hambre. Al hambre de los cuerpos se une el hambre de las almas: dos terceras partes de la población del globo no han aprendido todavía a conocer el nombre de Cristo. En los países que se dicen cristianos, impera una inmensa divergencia entre el Evangelio, por un lado, el modo de vivir de los cristianos por el otro.

¿Cómo relacionar todo esto con la resurrección? ¡Esto es evidente! Los que se dicen cristianos no viven la resurrección, no son personas resucitadas. Han perdido el Espíritu del Evangelio. Han hecho de la Iglesia una máquina, de la teología una pseudo-ciencia, del cristianismo una moral vaga. Volvamos a encontrar y a revivir la teología ardiente de San Pablo: «Al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos, así también nosotros, que fuimos bautizados en Él, vivamos una vida nueva» (cfr. Rm 6,4). Si los que creen en el Resucitado llevan en sí mismos esta energía de vida, entonces se podrán hallar soluciones a los problemas que angustian hoy a los hombres...

Se trata, en primer lugar, de formar al hombre interior, hacerlo capaz de una adoración creadora. Se necesitan personas que hagan la experiencia, en el Espíritu Santo, de la resurrección de Cristo en cuanto luz del cosmos y sentido de la historia. De esa fuerza interior brotará un impulso que dará sentido a los valores humanitarios, a los grandes proyectos sociales... Aquí está todo: inaugurar en sí mismos una vida nueva, vestir el alma con un traje de fiesta. Entonces tendremos las manos llenas de dones fraternos para quienes sufren el hambre en el cuerpo o en el alma».

« - Pero, ¿dónde encontrar al Resucitado, a fin de entrar en comunión con Él, para que ríos de agua viva broten de nosotros, como dice el Evangelio?

- Cristo está en todas partes. Desde la resurrección en adelante, toda la historia humana se desarrolla en Él, lo busca, lo celebra, lo combate, lo niega, lo vuelve a encontrar. Su presencia secreta, la revelación que nos trae, se han convertido en el fermento de toda la existencia humana. ¿Recuerdan el cap. 25 de Mateo?: “Tuve hambre, y ustedes me dieron de comer... Cada vez que lo han hecho a uno de estos mis hermanos pequeños, a mí me lo hicieron”. Comentando este pasaje, san Juan Crisóstomo nos dice que el pobre es el sacramento de Cristo, que Cristo se encarna en el pobre. Cristo está presente cada vez que se realiza un verdadero encuentro, cada vez que se manifiesta un poco de amor, cada vez que se alcanza con desinterés la justicia o la verdad, cada vez que la belleza dilata el corazón del hombre».
(ATENÁGORAS, patriarca de Constantinopla, en O. Clément. Diálogos con Atenágoras, Brescia 1995, pp. 151-155)

Palabra del Papa

(*) «“Irá delante de ustedes a Galilea; allí le verán” (cfr. Mc 16,7). Galilea era la región más alejada de Jerusalén, el lugar donde se encontraban en ese momento. Y no solo geográficamente: Galilea era el sitio más distante de la sacralidad de la Ciudad santa. Era una zona poblada por gentes distintas que practicaban varios cultos, era la «Galilea de los gentiles» (Mt 4,15). Jesús los envió allí, les pidió que comenzaran de nuevo desde allí. ¿Qué nos dice esto? Que el anuncio de la esperanza no se tiene que confinar en nuestros recintos sagrados, sino que hay que llevarlo a todos. Porque todos necesitan ser reconfortados y, si no lo hacemos nosotros, que hemos palpado con nuestras manos «el Verbo de la vida» (1 Jn 1,1), ¿quién lo hará? Qué hermoso es ser cristianos que consuelan, que llevan las cargas de los demás, que animan, que son mensajeros de vida en tiempos de muerte. A cada Galilea, a cada región de esa humanidad a la que pertenecemos y que nos pertenece, porque todos somos hermanos y hermanas, ¡llevemos el canto de la vida.
Papa Francisco
Homilía en la Vigilia pascual, 11-4-2020

P. Romeo Ballan, MCCJ
¡Felices Pascuas de Resurrección!