El misterio de Dios, en sus diferentes manifestaciones (Trinidad, Encarnación, Pascua, Eucaristía…), se nos da como don para contemplarlo, amarlo, vivirlo, anunciarlo... La Eucaristía es oblación total de Cristo por la vida del mundo; es mensaje para proclamarlo a todos “hasta que Él vuelva” (v. 26); es presencia real de Cristo bajo el signo del pan y del vino, prefigurado en la ofrenda de Melquisedec (I lectura). [...]

El misterio de la Presencia del Señor en la Eucaristía

«Dadles vosotros de comer.»
Lucas 9,11-17

Sesenta días después de Pascua, el jueves siguiente a la Santísima Trinidad, la Iglesia celebra la Solemnidad del «Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo» (Misal de Pablo VI), también llamada la fiesta del «Corpus Christi» (Misal de Pío V). Se trata de uno de los tres jueves más solemnes del año litúrgico: Jueves Santo, Jueves de la Ascensión y Jueves de Corpus Christi. Por razones pastorales, en muchos países la fiesta del Corpus Christi se traslada al domingo siguiente a la Santísima Trinidad. Aunque el tiempo pascual ya ha concluido, esta referencia cronológica establece un vínculo entre esta fiesta y la Pascua, así como con la solemnidad de la Santísima Trinidad.

Los orígenes de esta festividad se remontan al siglo XIII. Nacida en Bélgica, fue extendida a toda la Iglesia por el Papa Urbano IV en 1264, impulsado también por los milagros eucarísticos de Bolsena y de Lanciano. Con estos signos prodigiosos, el Señor quiso fortalecer la fe de la Iglesia en su presencia real en el sacramento de la santa Eucaristía, en tiempos en los que algunos comenzaban a dudar. Los milagros eucarísticos son numerosos (136 documentados), y varios de ellos bastante recientes. El beato Carlo Acutis, un adolescente que murió a los 15 años (1991–2006) y que será canonizado próximamente, fue un entusiasta difusor de estos milagros. Era un gran amante de la Eucaristía, a la que llamaba «la autopista al Cielo».

La riqueza del relato de la multiplicación de los panes

El pasaje evangélico de hoy es uno de los más conocidos: el relato de la multiplicación de los panes y los peces. Aparece en los cuatro evangelios. Mateo y Marcos lo narran dos veces, por lo que aparece seis veces en total. Esto muestra la importancia que los evangelistas conceden a este milagro.

Cada evangelista, tomando el milagro como base, presenta particularidades, lo enriquece con alusiones bíblicas, subraya o añade elementos, a menudo simbólicos (véanse los números: 5 panes + 2 peces = 7: la totalidad; 5000 hombres: el número de creyentes, cf. Hechos 4,4; grupos de 50: orden, posible referencia a Éxodo 18,21-25; 12 canastas: el número de las tribus de Israel, la totalidad). Esto explica las divergencias en los detalles y las aparentes incongruencias. A los evangelistas les interesa menos la fidelidad histórica que el mensaje catequético para sus respectivas comunidades.

Así, el milagro se convierte en una «parábola», un referente no solo de la Eucaristía, sino de una nueva visión del mundo: donde el pan se comparte fraternalmente, sentados y en grupos, es decir, con orden y dignidad; donde todos pueden saciarse y nada se desperdicia. Es una forma de presentar el Reino de Dios (cf. Isaías 25,6-9).

La multiplicación de los panes nos invita a pasar de una economía del «comprar», donde cada uno debe arreglárselas por sí mismo, a una del «dar»: «¡Dadles vosotros de comer!». De lo contrario, terminamos devorándonos unos a otros: «Comen el pan de mi pueblo como quien come pan» (Salmo 14,4).

Celebrar la Eucaristía sin adherirse a este proyecto divino, considerándolo quizá una utopía, es ser infiel al mandato del Señor: «Haced esto en memoria mía». La separación entre la Eucaristía y el compartir el alimento hace que nuestras misas reciban la severa advertencia de san Pablo: «Cuando os reunís, eso no es comer la Cena del Señor» (1 Corintios 11,20).

Al salir de la Eucaristía, el cristiano debería retomar el grito de san Juan Pablo II durante su visita a Perú, cuando, ante un millón de pobres reunidos en la periferia de Lima, el 5 de febrero de 1985, después de comentar el Evangelio de la multiplicación de los panes, exclamó con vehemencia al concluir el encuentro: «¡Hambre de Dios: sí! – ¡Hambre de pan: no!»

De la cuna de Belén a la mesa de la Eucaristía

La Eucaristía es, ante todo, el misterio de una Presencia singular de Jesús en su Iglesia y en el mundo, que expresa su voluntad de permanecer siempre con nosotros. Toda la vida de Jesús revela este deseo suyo de estar siempre entre nosotros.

Todos los evangelios lo subrayan. Mateo comienza anunciando la venida de Jesús como el Emmanuel («Dios con nosotros») y concluye con la afirmación del Resucitado: «Yo estaré con vosotros todos los días». Marcos lo presenta en su bautismo en el Jordán, solidario con sus hermanos, hasta la cruz compartida con los malhechores. Lucas narra su nacimiento en Belén («casa del pan») y dice que María «lo acostó en un pesebre» (Lucas 2,7) y, resucitado, se da a conocer en el partir el pan (24,35). Juan dice: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (1,14).

Este deseo del Señor lo lleva a ser un peregrino que llama a la puerta del corazón de cada uno de nosotros: «Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo» (Apocalipsis 3,20). ¡Este es el mensaje profundo de la Eucaristía!

Propuesta de oración

Alaba y da gracias al Señor por el don de la Eucaristía con este himno final de la Pascua judía:

«Aunque nuestra boca estuviera llena de himnos como el mar está lleno de agua,
nuestra lengua de cánticos tan numerosos como las olas,
nuestros labios de alabanzas tan amplias como el firmamento,
nuestros ojos brillantes como el sol y la luna,
nuestros brazos extendidos como las alas de las águilas del cielo,
y nuestros pies veloces como los de los ciervos,
no podríamos darte gracias, oh Señor nuestro Dios, ni bendecir tu Nombre, oh nuestro Rey,
ni siquiera por uno solo de los miles y miríadas de beneficios, prodigios y maravillas
que has hecho por nosotros y por nuestros padres a lo largo de la historia…
Por eso, los miembros que has distribuido en nosotros,
el aliento y el espíritu que has soplado en nosotros,
la lengua que has colocado en nuestra boca,
te den gracias, te bendigan, te alaben, te exalten y canten tu nombre, oh nuestro Rey, por siempre…»

P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Pan para el camino

Un comentario a Lc 9, 11-17

Celebramos hoy en casi toda la Iglesia (en algunas partes ya se ha celebrado el pasado jueves) la Solemnidad conocida como del «Corpus Christi» o Cuerpo del Señor. Como lectura evangélica se nos ofrece la multiplicación de los panes y los peces según la cuenta Lucas.

Para entender bien este relato hay que tener en cuenta toda la historia del Pueblo de Israel. Si recordamos bien, el pueblo, en una gesta heroica y milagrosa, se liberó de la esclavitud, pero después tuvo que recorrer un largo camino por el desierto, padeciendo hambre y sed, con el riesgo de morir en la miseria y la derrota. En ese momento duro de su historia, el pueblo volvió a experimentar la cercanía de Dios cuando, en contra de todas las evidencias, encontró el alimento que le permitió, no sólo seguir viviendo, sino también seguir avanzando hacia la tierra prometida.

Más tarde, cuando ya habían consolidado una historia de libertad, los judíos comprendieron que para ser pueblo libre, justo y feliz, no les bastaba el pan ordinario. Necesitaban otro tipo de «pan», otro alimento que les ayudase a caminar en justicia, verdad, respeto mutuo y sabiduría. Y Dios le dio a Moisés la Ley, la Palabra que alimentaba el camino espiritual del pueblo.

Desde entonces los hebreos alababan a Dios, no sólo por el alimento material, que les permitió sobrevivir en el desierto, sino también por el pan espiritual, que les permitió tener sabiduría para crecer en medio de las dificultades, dudas, tentaciones y falsas sabidurías.

Sobre este trasfondo se entiende el «signo» de hoy. Jesús es quien nos da el Pan de Dios, la sabiduría que nos permite caminar en comunidad, en medio del desierto y de la soledad de la vida. Cuando «comemos» el cuerpo de Cristo, comemos su Palabra sabia, nos identificamos con su amor al Padre y a los hermanos. Con él ya no arriesgamos morir en el desierto de la dificultad o el pecado. Con él nos unimos a la comunidad para festejar la vida, sentados para participar del banquete del amor y de la fraternidad. Sin Jesús nos amenaza el «hambre», la falta de sabiduría, el desconcierto. Con Jesús estamos seguros de no desfallecer de hambre espiritual, de sabernos siempre amados por quién nos ha creado y nos espera al final del camino.

Participar en la Eucaristía es alimentarse para seguir adelante en el camino de la vida.

P. Antonio Villarino, MCCJ

“Hambre de Dios: ¡Sí! - Hambre de pan: ¡No!”

Génesis 14,18-20; Salmo 109; 1Corintios 11,23-26; Lucas 9,11-17

Reflexiones
El misterio de Dios, en sus diferentes manifestaciones (Trinidad, Encarnación, Pascua, Eucaristía…), se nos da como don para contemplarlo, amarlo, vivirlo, anunciarlo. La Iglesia acoge tales dones, como lo subraya muy bien San Pablo con respecto a la Eucaristía (II lectura): él transmite a la comunidad de Corinto la “tradición que procede del Señor” sobre el sacramento del pan y del vino, instituido por el Señor Jesús “en la noche en que iban a entregarlo” (v. 23). La Eucaristía es oblación total de Cristo por la vida del mundo; es mensaje para proclamarlo a todos “hasta que Él vuelva” (v. 26); es presencia real de Cristo bajo el signo del pan y del vino, prefigurado en la ofrenda de Melquisedec (I lectura).

La Iglesia vive de la Eucaristía”. La Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia celebra la Eucaristía. Ya desde el día de Pentecostés, el Sacramento eucarístico marca los días de la Iglesia, “llenándolos de confiada esperanza”, afirma Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (n. 1). La muchedumbre seguía a Jesús en el desierto (Evangelio); así hoy la gente tiene una necesidad insoslayable de satisfacer el hambre de pan que alimenta el cuerpo, e igualmente el hambre de la Palabra de Dios y del Pan eucarístico. En el proyecto de Dios no cabe separar un hambre de la otra: cada persona tiene necesidad y derecho a satisfacer ambas. De esta doble necesidad nace el imperativo de la misión global, entendida como servicio al hombre y como anuncio del Evangelio.

La Eucaristía es el don divino para que toda la familia humana tenga vida en abundancia; es el don nuevo y definitivo que Cristo confía a la Iglesia peregrina y misionera en el desierto del mundo. La Eucaristía estimula a vivir la comunión fraterna, el encuentro ecuménico, la actividad misionera con ardor generoso y creativo “para que una sola fe ilumine y una sola caridad reúna a la humanidad difusa en toda la tierra” (Prefacio). La persona y la comunidad que hacen la experiencia de Cristo en la Eucaristía se sienten motivadas a compartir con otros el don recibido: la misión nace de la Eucaristía y reconduce a ella. (A este respecto cabe recordar la ponencia del entonces arzobispo de Manila, el Card. Jaime L. Sin, en el Congreso Eucarístico Internacional de Sevilla -junio de 1993- sobre el tema: “La Eucaristía: convocatoria y estímulo, llamada y desafío a la evangelización. La Eucaristía como evento misionero”).

Recuerdo con emoción el encuentro de Juan Pablo II con un millón de pobres en Villa El Salvador, en la periferia de Lima (Perú) en la mañana del 5 de febrero de 1985. Durante su homilía sobre el Evangelio de la multiplicación de los panes, el Papa subrayócon fuerza las palabras de Jesús: “Denles ustedes de comer” (v. 13). Jesús no resuelve Él solo este milagro; lo abre a lacorresponsabilidad de los discípulos.Al final del encuentro, el Papa ofreció, improvisando, una síntesis del mensaje cristiano y de la misión de la Iglesia: “Hambre de Dios: ¡Sí! – Hambre de pan: ¡No! El deseo, el hambre y la sed de Dios han de ocupar siempre el primer lugar y es preciso cultivarlos. Pero en el nombre de este mismo Dios, se debe desterrar el hambre que mata a las personas. Lo mismo vale para cualquier otra hambre: de instrucción, salud, familia, trabajo, perdón, reconciliación, amor, incluido el amor conyugal. (*)Este es el proyecto cristiano para la transformación del mundo. ¡Un verdadero proyecto ‘revolucionario!’ Este programa adquiere nuevo vigor si lo contemplamos delante del Corazón de Cristo, cuya fiesta celebraremos el próximo viernes.

Los 12 canastosque sobraron no dicen solo que todosse han saciado. Decir ‘12’ significa decir todos los pueblos. Significa pensaren un mundo donde a nadiele falta pan o dignidad. Pero los 12 canastossobradosindican también una mirada al futuro. Hablan del sentido de un proyecto sobre el mundo. No un mundo amerced de las emergencias, sino un mundo que prepara el futuro, prevé y crea las condiciones para que no haya disparidad, desigualdades, injusticias programadas” (R. Vinco). 

Nuestra aldea global debe tenerun banquete global, en el que todos los pueblos tienen igual derecho a participar; una mesa de la cual nadie debe estar excluido o discriminado. Desde siempre, este es el proyecto del Padre común de toda la familia humana (cfr. Is 25,6-9). Es este el sueño que Él confía a la comunidad de los creyentes, los cuales tienen el ‘deber-derecho’ a celebrar la Eucaristía, haciendo memoria de la muerte y resurrección de Cristo. Este es el banquete al que están invitados todos los pueblos, animados por el único Espíritu.

Todos los miembros de la familia humana tienen derecho a comer hasta la saciedad, con dignidad, en fraternidad. Emblemáticamente, Jesús mandó que la gente “se sentarapor grupos” (v. 14-15). Porque solo los esclavos están condenados a comer de pie y de prisa. Hacer que se sienten, en cambio, significa tratar a todos como personas; como hijos en la casa, con la dignidad de gente libre. El acto de comer adquiere así su pleno valor como acto humano y humanizante, porque sentarse y comer en grupo es signo de comunión.

Palabra del Papa

(*)“El camino comunitario de oración alcanza su culminación participando juntos de la Eucaristía, especialmente en el descanso dominical. Jesús llama a la puerta de la familia para compartir con ella la cena eucarística (cfrAp 3,20).Allí, los esposos pueden volver siempre a sellar la alianza pascual que los ha unido y que refleja la Alianza que Dios selló con la humanidad en la Cruz... Así se advierten los lazos íntimos que existen entre la vida matrimonial y la Eucaristía. El alimento de la Eucaristía es fuerza y estímulo para vivir cada día la alianza matrimonial como «Iglesia doméstica»”.
Papa Francisco
Exhortación apostólica“AmorisLaetitia” (2016) n. 318

P. Romeo Ballan, MCCJ

HACER MEMORIA DE JESÚS
Lucas 9,11-17

Comieron todos. Al narrar la última Cena de Jesús con sus discípulos, las primeras generaciones cristianas recordaban el deseo expresado de manera solemne por su Maestro: «Haced esto en memoria mía». Así lo recogen el evangelista Lucas y Pablo, el evangelizador de los gentiles.

Desde su origen, la Cena del Señor ha sido celebrada por los cristianos para hacer memoria de Jesús, actualizar su presencia viva en medio de nosotros y alimentar nuestra fe en él, en su mensaje y en su vida entregada por nosotros hasta la muerte. Recordemos cuatro momentos significativos en la estructura actual de la misa. Los hemos de vivir desde dentro y en comunidad.

La escucha del Evangelio. Hacemos memoria de Jesús cuando escuchamos en los evangelios el relato de su vida y su mensaje. Los evangelios han sido escritos, precisamente, para guardar el recuerdo de Jesús alimentando así la fe y el seguimiento de sus discípulos.

Del relato evangélico no aprendemos doctrina sino, sobre todo, la manera de ser y de actuar de Jesús, que ha de inspirar y modelar nuestra vida. Por eso, lo hemos de escuchar en actitud de discípulos que quieren aprender a pensar, sentir, amar y vivir como él.

La memoria de la Cena. Hacemos memoria de la acción salvadora de Jesús escuchando con fe sus palabras: «Esto es mi cuerpo. Vedme en estos trozos de pan entregándome por vosotros hasta la muerte… Este es el cáliz de mi sangre. La he derramado para el perdón de vuestros pecados. Así me recordaréis siempre. Os he amado hasta el extremo».

En este momento confesamos nuestra fe en Jesucristo haciendo una síntesis del misterio de nuestra salvación: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús». Nos sentimos salvados por Cristo, nuestro Señor.

La oración de Jesús. Antes de comulgar, pronunciamos la oración que nos enseñó Jesús. Primero, nos identificamos con los tres grandes deseos que llevaba en su corazón: el respeto absoluto a Dios, la venida de su reino de justicia y el cumplimiento de su voluntad de Padre. Luego, con sus cuatro peticiones al Padre: pan para todos, perdón y misericordia, superación de la tentación y liberación de todo mal.

La comunión con Jesús. Nos acercamos como pobres, con la mano tendida; tomamos el Pan de la vida; comulgamos haciendo un acto de fe; acogemos en silencio a Jesús en nuestro corazón y en nuestra vida: «Señor, quiero comulgar contigo, seguir tus pasos, vivir animado con tu espíritu y colaborar en tu proyecto de hacer un mundo más humano».
José A. Pagola

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