El tema de la Palabra de Dios de este domingo es la oración. En el Evangelio de Lucas, la oración es uno de los temas centrales y más característicos. Más que en cualquier otro evangelio, Lucas presenta a Jesús como un hombre de oración y subraya cómo Él ora en los momentos decisivos de su misión. En su enseñanza, insiste en que hay que orar con insistencia y confianza. (...)

¡Orar siempre, sin cansarse nunca!

“Jesús contó a sus discípulos una parábola sobre la necesidad de orar siempre, sin desanimarse jamás.”
Lucas 18,1-8

El tema de la Palabra de Dios de este domingo es la oración. En el Evangelio de Lucas, la oración es uno de los temas centrales y más característicos. Más que en cualquier otro evangelio, Lucas presenta a Jesús como un hombre de oración y subraya cómo Él ora en los momentos decisivos de su misión. En su enseñanza, insiste en que hay que orar con insistencia y confianza.

“¡Escuchad lo que dice el juez injusto!”

«Escuchad lo que dice el juez injusto. ¿Y Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche? ¿Les hará esperar mucho tiempo? Os digo que les hará justicia prontamente. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?»

El Evangelio de hoy nos invita a reflexionar sobre cómo orar. Jesús cuenta a sus discípulos una parábola sobre la necesidad de orar siempre, sin rendirse jamás. Los protagonistas son un juez corrupto y una pobre viuda que finalmente consigue lo que desea con su única arma: ¡insistir sin cesar ante aquel juez injusto!

Es una parábola bastante extraña, pues parece comparar a Dios con un juez (¡y cuántas veces hablamos de Dios como juez!). Además, se repite cuatro veces la expresión “hacer justicia”.

Para evitar confusiones, conviene aclarar que Dios no se presenta como juez, sino como un condenado que, desde la cruz, implora misericordia por todos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Así que este “hacer justicia” no puede significar otra cosa que ejercer su misericordia.

También conviene señalar algunos puntos delicados de traducción e interpretación. En particular: “¿Les hará esperar mucho tiempo? Os digo que les hará justicia prontamente.” Una posible traducción alternativa sería: “Aunque los haga esperar mucho tiempo... les hará justicia decididamente”, pero no necesariamente de inmediato.

El pasaje concluye con la pregunta de Jesús: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?”. He aquí el problema crucial: nosotros, ciudadanos de un mundo tecnológico y secularizado, ¿creemos todavía en la oración? ¿O más bien depositamos nuestra confianza en el dinero, el poder, nuestras seguridades, nuestras capacidades o en los medios más rápidos para alcanzar nuestros objetivos?

Algunos pensamientos un poco irreverentes

Pero volvamos a la oración y al Evangelio en su versión litúrgica actual. A propósito —o quizá no tanto— comparto con vosotros algunos pensamientos... ¡un poco irreverentes!

¡Orar a un Dios... caracol!

“Les hará justicia prontamente”... ¿Estamos realmente seguros?
No sé qué pensaréis vosotros, pero mi impresión, muchas veces, es que Dios es... un poco sordo. O que tiene muchos asuntos pendientes que resolver. O que su idea de “prontitud” es un tanto diferente de la nuestra. En efecto, el Salmo 90 dice: “Mil años ante tus ojos, Señor, son como un día de ayer”. Pero para nosotros los humanos no es así. ¡Nuestros tiempos son muy distintos! Dice Habacuc: “Aunque tarde, llegará sin retrasar” (Hab 2,3; cf. Heb 10,37 y 2 Pe 3,9). La verdad es que, a nuestros ojos, Dios a menudo parece un... ¡caracol!

Los autores bíblicos y espirituales tratan en vano de defenderlo, pero no me parecen muy convincentes. El sabio san Agustín intenta explicarlo: quia mali, mala, male petimus — nuestras oraciones no son escuchadas porque somos malos (mali), o porque pedimos cosas malas (mala), o porque pedimos mal (male).
Que me perdone el gran san Agustín, pero ni siquiera él me convence. Quiero creer que Dios nos escucha incluso cuando somos malos, cuando pedimos cosas malas o cuando pedimos mal.

¿Y entonces? Estoy convencido de que Dios nos pide un verdadero acto de fe y un abandono total a su Sabiduría, a su Amor, a su Misterio. Cuando rezo, el Padre me escucha, siempre, de una manera u otra.

Pero, concretamente, queda la dificultad de la oración: ¿cómo orar?

¡Orar como... un cerdito!

Me impresionó profundamente algo que un recién convertido dijo un día al cardenal portugués Tolentino Mendonça:
— “Padre, ¡yo rezo como un cerdo!”
— “¿Cómo dices?”
— “Sí, como un cerdo, que come de todo. Yo hago lo mismo: transformo todo en oración, cualquier cosa que me ocurra.”
Creo que mientras no lleguemos a esta experiencia de orar con toda nuestra vida concreta, ¡aún no habremos encontrado la clave de la oración!

¡Orar como... un burrito!

Todos quisiéramos una oración llena de luz y de consuelos, pero muy a menudo no es así.
Nos quedamos asombrados al saber que la gran Madre Teresa de Calcuta —que parecía tocar el cielo con un dedo— vivió cincuenta años, hasta su muerte, en total sequedad espiritual. Ella, que pasaba al menos tres horas al día en adoración.
Otra Teresa, la de Lisieux, en los últimos meses de su vida decía sentir que estaba “en la mesa de los pecadores y de los ateos”, atormentada por dudas y pruebas. ¡Nada de un camino espiritual lleno de flores!
Y la gran Teresa de Ávila decía que había rezado durante años y años, y que la oración le parecía paja, ¡como comer paja! ¡Como un burrito! El burro quisiera alimentarse de la hierba fresca del prado, pero tiene que contentarse con la paja que su Amo le da.

¡Orar como... un pez!

Tal vez hayáis oído hablar del famoso libro de espiritualidad “Relatos de un peregrino ruso”. (Espero que no seáis alérgicos a la palabra “ruso”, como nuestro cocinero que, por miedo a quitarnos el apetito, escribió en el menú “ensalada del Este” en lugar de “ensalada rusa”).
Aquel peregrino, habiendo escuchado la exhortación de san Pablo “Orad sin cesar” (1 Tes 5,17), repetía innumerables veces la misma invocación: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”, hasta que llegó a formar parte de su respiración.
Personalmente, he encontrado gran provecho en este tipo de oración. Con el tiempo, cada uno puede elegir su propia invocación o jaculatoria, marcándola con el ritmo de la respiración. Creo que las palabras bisílabas facilitan este ejercicio. Por ejemplo: Padre (Pa-dre), o Abbá (Ab-bá), o Jesús (Je-sús), o Mi Dios... Así me sumerjo y me muevo, como un pez, en el Océano divino, inspirando su Paz, su Amor, su Gracia, y espirando, arrojando las impurezas del corazón.

¡Orar como... el animal perezoso!

Dos dificultades hacen que la oración sea un poco penosa: las distracciones y la somnolencia. Ambas son ocasión de ejercitar la humildad: nuestra oración es imperfecta y pobre.
Durante años, la somnolencia me hacía enfadar conmigo mismo, hasta que encontré la paz al comprender que el tiempo dedicado a la oración es, ante todo, un sacrificio del tiempo. Es un tiempo que hemos decidido que pertenece a Dios, y no a otra cosa. También eso es “perseverar en la oración” (Rom 12,12).
Mirando atrás, recuerdo con una sonrisa las horas pasadas en mi silla de ruedas, solo, en medio del pasillo central de nuestra capilla de la Via Lilio, en Roma, luchando contra el sueño. Creo que esas oraciones, tantas veces “durmiendo como el perezoso”, también fueron escuchadas con benevolencia por el Señor.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj

La fe que mueve montañas
¿Qué es la fe?

Un comentario a Lc 17, 5-10

Lucas sigue avanzando con Jesús y sus discípulos hacia Jerusalén. En ese viaje pasa de todo: curaciones, enseñanzas por medio de parábolas, polémicas con los fariseos y otros adversarios, liberación de espíritus malignos, etc. Entre otras cosas, Lucas recoge algunos dichos de Jesús que seguramente circulaban ya en la comunidade a la que él pertenecía, como recuerdos y “apuntes” de algunos  discípulos. Hoy leemos dos de estos “dichos”, uno sobre la fe y otro sobre el servicio humilde.

Para no alargarme, voy a concentrarme en el primero, que es bien conocido: “Si tuvieran fe como un grano de mostaza, dirían a este sicomoro: arráncate y plántate en el mar y les habría obedecido”. Comentemos un poquito este dicho.

En primer lugar, está claro, que a Jesús nos le interesa trasladar el árbol de lugar ni, como se dice en otro evangelio, mover las montañas. Evidentemente, el árbol de Lucas  o la montaña de Marcos son imágenes que representan algo más importante de nuestra vida. Preguntémonos, por ejemplo: ¿Cuál es el obstáculo más importante para que yo viva mi vida con plenitud, con libertad y con amor? ¿Qué me está deteniendo en mi camino hacia la madurez humana y espiritual?: ¿Será un rencor que no logro vencer? ¿Será un pecado que no quiero dejar atrás? ¿Será un temor que me paraliza? Ante estos obstáculos Jesús me dice: si tienes fe, nada te puede detener; no hay ninguna dificultad tan grande que te impida salir vencedor. ¿Lo crees? En esta y en otras muchas ocasiones, Jesús dice: “Si tienes fe, todo ee posible”; “tu fe te ha salvado”; “anda y que se haga conforme a tu fe”.

¿Qué quiere decir tener fe?

El teólogo italiano Bruno Forte, partiendo de la etimología italiana- credere, que viene de “cor dare”- dice: creer significaría “cor dare”, dar el corazón, ponerlo incodicionalmente en las manos de Otro… “Creer es fiarse de Alguno, asentir a su llamado, poner la propia vida en las manos de Otro”.

Y una nota de la Biblia de Jerusalén, comentando Lc 1,20 (Zacarías que no cree) y Lc 2, 45 (María que sí cree), define la fe como “un movimiento de confianza y abandono por el cual el ser humano renuncia a fiarse de sus propios pensamientos y de sus propias fuerzas para confiar en la palabra y en el poder de aquel en el que cree”. 

Teniendo en cuenta estos aportes y, a partir de mi pequeña experiencia, yo definiría la fe como una actitud vital (que incluye pensamiento/emociones/voluntad/acción) de adhesión tal a Alguien que la persona que cree termina por pensar, sentir y actuar en comunión con la persona en la que cree. La fe me hace entrar en comunión con otra persona, me libera de mi aislamiento y me hace fecundo. De la misma manera, y en el más alto grado, la fe me hace entrar en comunión con Dios, fundamento y meta de toda mi existencia, liberándome de mi pequeñez, de mi angustia, de mi propio pecado. Por eso la fe no es nunca una “obligación”, sino un don que me sana, me libera y me hace fecundo, capaz de “mover montañas”.

CREER, abrir el corazón desde la realidad de la propia vida, es desnudarse delante de Dios, ponerse en sus manos y decir: AMÉN, ENTRA EN MI VIDA.

Es un acto humilde y arriesgado. Podría equivocarme, pero la experiencia me dice que, lejos de  equivocarme, he encontrado el gran sentido de mi vida. Los frutos de liberación y sanación, de sentido profundo que experimento muestran que no me he equivocado al creer. Pero, como los discípulos, a veces el viento de las dificultades es tan fuerte que dudo. Por eso repito con ellos: Señor, creo, pero aumenta mi fe.
P. Antonio Villarino, mccj

Fuerza de la oración misionera
para hacer frente a los nuevos desafíos

Éxodo 17,8-13; Salmo 120; 2Timoteo 3,14-4,2; Lucas 18,1-8

Reflexiones
En el corazón del octubre misionero, vuelve la cita anual de la Jornada Mundial de las Misiones, el próximo Domingo del DOMUND, como expresión de un compromiso que no se limita a un día ni a la simple recaudación de ayudas materiales. El DOMUND es más bien una oportunidad pastoral estupenda para sentirse Iglesia, comunidad viva de personas que han encontrado a Cristo y lo sienten como un don para compartirlo con otros, a través de gestos concretos: la oración, el sacrificio, actos de solidaridad y -¿por qué no?- también la entrega de la vida. El tema fuerte de la misión es la salvación de cada persona en Cristo. Vuelven, por consiguiente, los temas misioneros de siempre: urgencia del anuncio, escasez de obreros del Evangelio, tarea de cada bautizado-bautizada, necesidad de oración insistente, cooperación por parte de todos los creyentes... (*)

La misión, en cuanto anuncio del Evangelio, está pasando por épocas complejas pero prometedoras. Realidades nuevas están naciendo para la Iglesia misionera. La Palabra de Dios ofrece hoy mensajes de esperanza para los momentos trágicos de la existencia humana, tanto a nivel individual como social y político. Dios interviene y salva, aunque a veces parece tardar. Su salvación es gratuita, pero nunca nos exime de nuestra libre aportación. El pueblo de Israel (I lectura), en una de sus frecuentes luchas contra los enemigos de turno, alcanza una victoria contra las tropas de Amalec, gracias a la plegaria de un orante extraordinario, Moisés, el cual, con la ayuda de dos colaboradores, sostiene en alto los brazos mientras suplica a Dios (v. 11-12). La verdadera oración no es ‘fuga del mundo’, sino lugar de transformación de la vida y del mundo.

La experiencia orante de Moisés se prolonga en el salmo y se ve confirmada en el Evangelio de la viuda, la cual, con su insistente súplica “sin desanimarse” (v. 1), alcanza un resultado importante, ganando un pleito en situaciones adversas: una causa judicial, un juez que “ni temía a Dios ni le importaban los hombres” (v. 2.4). El apóstol Pablo (II lectura), desde la cárcel exhorta vivamente al discípulo Timoteo a cumplir la misión de anunciar la Palabra, amonestar, exhortar, insistir en cada ocasión “a tiempo y a destiempo” (v. 4,2). Son estos algunos de los verbos irrenunciables de la Misión. Los ejemplos bíblicos de Moisés y de la viuda subrayan la importancia de orar al Dueño de la mies, que dijo a sus discípulos: “La mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rueguen, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,37-38; Lc 10,2). La oración de intercesión es un instrumento irremplazable de misión. Lo expresaba bien el gran misionero San Daniel Comboni, que, entre grandes dificultades, escribía desde África: “La omnipotencia de la oración es nuestra fuerza”. La palabra de Jesús nos lo asegura: “Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche?... Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia” (Lc 18,7-8).

El Papa Francisco no pierde ocasión para renovar a todas las Iglesias su llamado misionero, a las de antigua tradición y a las de reciente evangelización, y las invita a todas a relanzar la actividad misionera para hacer frente a los múltiples y graves desafíos de nuestro tiempo. En efecto, hay signos evidentes de un enfriamiento, e incluso de un invierno de la fe cristiana en los países occidentales, que amenazan también la vida cristiana en nuestros países. Conscientes de esta realidad, podemos entender la inquietante pregunta de Jesús al final del Evangelio de hoy: “Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?” (v. 8). Es esta probablemente la más provocadora pregunta de Jesús para la vida de la familia humana y, por tanto, para la Iglesia y la misión. El riego es “el silencio del amor en la noche de la indiferencia” (G. Bernanos). ¿Palabras pesimistas o realistas? Tú, ¿qué opinas? En este mes misionero extraordinario el Papa nos estimula a todos a la reflexión y a una acción evangelizadora intensa y generosa.

Para el bautizado y para la comunidad cristiana, no es el momento de encerrarse en sí mismos, de estrechar los espacios de la esperanza, o de reducir el compromiso misionero. Por el contrario, es la oportunidad de abrirse con confianza a la Providencia de Dios, que nunca abandona a su pueblo. Es la ocasión para renovar el compromiso de anunciar el Evangelio; orar más y abrir nuevos espacios a la actividad misionera.

Palabra del Papa

(*)Cada uno de nosotros es una misión en el mundo porque es fruto del amor de Dios… La vida divina y eterna se nos comunica en el bautismo, que nos da la fe en Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, nos regenera a imagen y semejanza de Dios y nos introduce en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. El bautismo es realmente necesario para la salvación porque nos garantiza que somos hijos e hijas en la casa del Padre, siempre y en todas partes, nunca huérfanos, extranjeros o esclavos. Lo que en el cristiano es realidad sacramental - cuyo cumplimiento es la eucaristía -, permanece como vocación y destino para todo hombre y mujer que espera la conversión y la salvación… Así, nuestra misión radica en la paternidad de Dios y en la maternidad de la Iglesia, porque el envío manifestado por Jesús en el mandato pascual es inherente al bautismo: como el Padre me ha enviado así también os envío yo, llenos del Espíritu Santo para la reconciliación del mundo (cfr. Jn 20,19-23; Mt 28,16-20). Este envío compete al cristiano, para que a nadie le falte el anuncio de su vocación a hijo adoptivo, la certeza de su dignidad personal y del valor intrínseco de toda vida humana”.
Papa Francisco
Mensaje para el DOMUND-Domingo Mundial de las Misiones, 2019

P. Romeo Ballan, MCCJ

¿HASTA CUÁNDO VA A DURAR ESTO?
José Antonio Pagola

Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos…?

La parábola es breve y se entiende bien. Ocupan la escena dos personajes que viven en la misma ciudad. Un juez al que le faltan dos actitudes consideradas básicas en Israel para ser humano. No teme a Dios y no le importan las personas. Es un hombre sordo a la voz de Dios e indiferente al sufrimiento de los oprimidos.
La viuda es una mujer sola, privada de un esposo que la proteja y sin apoyo social alguno. En la tradición bíblica estas viudas son, junto a los niños huérfanos y los extranjeros, el símbolo de las gentes más indefensas. Los más pobres de los pobres.
La mujer no puede hacer otra cosa sino presionar, moverse una y otra vez para reclamar sus derechos, sin resignarse a los abusos de su adversario. Toda su vida se convierte en un grito: Hazme justicia.
Durante un tiempo, el juez no reacciona. No se deja conmover; no quiere atender aquel grito incesante. Después, reflexiona y decide actuar. No por compasión ni por justicia. Sencillamente, para evitarse molestias y para que las cosas no vayan a peor.
Si un juez tan mezquino y egoísta termina haciendo justicia a esta viuda, Dios que es un Padre compasivo, atento a los más indefensos, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?
La parábola encierra antes que nada un mensaje de confianza. Los pobres no están abandonados a su suerte. Dios no es sordo a sus gritos. Está permitida la esperanza. Su intervención final es segura. Pero ¿no tarda demasiado?
De ahí la pregunta inquietante del evangelio. Hay que confiar; hay que invocar a Dios de manera incesante y sin desanimarse; hay que gritarle que haga justicia a los que nadie defiende. Pero, cuándo venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
¿Es nuestra oración un grito a Dios pidiendo justicia para los pobres del mundo o la hemos sustituido por otra, llena de nuestro propio yo? ¿Resuena en nuestra liturgia el clamor de los que sufren o nuestro deseo de un bienestar siempre mejor y más seguro?

http://www.musicaliturgica.com

ACOSOS, RUEGOS Y PERSECUCIONES
Dolores Aleixandre

A cada parábola se puede entrar por diferentes puertas y, sea la que sea la que elijamos, a ratos tenemos que avanzar un poco a oscuras hasta dar con un punto de luz. Si entramos por la puerta del juez, en seguida nos detenemos: ¿cómo vamos a comparar a Dios con alguien tan cruel y depravado? Pero si seguimos intentando comprender algo, llegamos a un lugar luminoso: a Dios también “le pasa” lo que a ese juez: “se derrite”, cede, consiente, cambia y se deja vencer por la insistencia de quien se acerca a él con una súplica desvalida y confiada. Nosotros somos entonces el personaje de la viuda, ella nos representa y nos comunica además una increíble noticia: somos poseedores de un misterioso poder sobre el corazón de Dios y es precisamente nuestro desvalimiento confiado lo que nos da capacidad para “derrotarle”.

Pero la parábola tiene también otra puerta de acceso y nos invita a adentrarnos sin miedo en la imagen de un Dios-viuda-insistente que llama constantemente y sin cansarse a la puerta de nuestro corazón esperando darnos alcance. En ese caso no nos resulta difícil reconocernos en el juez de corazón endurecido y esta perspectiva de ser buscados, deseados y perseguidos, nos deslumbra como una ráfaga de luz: estamos llamados a creer que el deseo de Dios precede siempre al nuestro, que le resulta un regalo nuestra presencia, que tiene planes e iniciativas y palabras que dirigirnos y que lo mejor que podemos hacer es rendirnos a su persecución.

Dios nos “acosa” para conseguir de nosotros “justicia”, una manera de relacionarnos con él en la que, de una vez por todas, nos decidamos a fiarnos perdidamente de su amor.
https://www.feadulta.com