La fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán nos permite recordar el camino del pueblo y el cuidado constante y fiel de Dios. Al mismo tiempo, se nos recuerda que hoy cada uno de nosotros, en Jesús resucitado, es “templo de Dios”, porque el Espíritu mismo habita en cada uno de nosotros (1 Cor 3,16). [...]

Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán
9 de Noviembre
Juan 2,13-22

Dedicar o consagrar un lugar a Dios es un rito que forma parte de todas las religiones. Es “reservar” un lugar a Dios, reconociéndole gloria y honor. Cuando el emperador Constantino dio plena libertad a los cristianos -en el año 313-, éstos no escatimaron en la construcción de lugares para el Señor. El propio emperador donó al Papa Melquiades los terrenos para la edificación de una domus ecclesia cerca del monte Celio. La Basílica fue consagrada en el 324 ( o 318 ) por el Papa Silvestre I, que la dedicó al Santísimo Salvador. En el s. IX, el Papa Sergio III la dedicó también a San Juan Bautista; y en el s. XII, Lucio II añadió también a San Juan Evangelista. De ahí el nombre de Basílica Papal del Santísimo Salvador y de los Santos Juan Bautista y Evangelista en Letrán. Es considerada como la madre y la cabeza de todas las iglesias de Roma y del mundo: es la primera de las cuatro Basílicas papales mayores y la más antigua de occidente. En ella se encuentra la cátedra del Papa, pues es la sede del Obispo de Roma. A lo largo de los siglos, la basílica pasó a través de numerosas destrucciones, restauraciones y reformas. Benedicto XIII la volvió a consagrar en 1724; fue en esta ocasión cuando se estableció y extendió a toda la cristiandad la fiesta que hoy celebramos.

Lugar de encuentro

Las lecturas bíblicas elegidas para este día desarrollan el tema del “templo”. En el Antiguo Testamento (Primera Lectura, Ez 47), el profeta Ezequiel, desde su exilio en Babilonia (estamos en torno al 592 a.C.), trata de ayudar al pueblo a salir de su desánimo por no tener ya tierra ni lugar para orar. Surge así el mensaje -la Primera Lectura- en el que el profeta anuncia el día en que el pueblo adorará a su Dios en el nuevo templo. Un lugar donde el hombre eleva su oración a Dios y donde Dios se acerca al hombre escuchando su oración y socorriéndolo allí donde suplica: un lugar de encuentro. De este modo, el templo asume el papel de Casa de Dios y Casa del pueblo de Dios. Un lugar donde se practica la justicia, la única capaz de curar al pueblo. De este templo, el profeta ve brotar agua: “Y vi que salía agua por debajo del umbral de la Casa”. Un agua que es don y que traerá vida, bendición.

¡Fuera de aquí!

Todo judío varón estaba obligado a subir a Jerusalén para ofrecer el cordero de la Pascua; tres semanas antes comenzaba la venta de animales aptos para la ofrenda (las palomas eran el sacrificio de los pobres, Lv 5,7). Los cambistas tenían la tarea de cambiar las monedas romanas por monedas acuñadas en Tiro. No era esta una cuestión de ortodoxia religiosa, aunque se hiciera pasar por tal. Al fin y al cabo, también las monedas de Tiro tenían una imagen pagana, pero contenían más plata, por lo que valían más. Los sacerdotes del templo supervisaban este “comercio” y siempre obtenían un beneficio en el cambio.
Este es el entorno que Jesús encontró en el Templo, precisamente en el Hieron, es decir, en el patio exterior del Templo, el Patio de los Gentiles. El Templo propiamente dicho es el Naos, el santuario, que se mencionará en los v. 19-21. “Hizo un látigo de cuerdas… y los expulsó del Templo”: con el látigo Jesús azota este “comercio” presente en el Templo. Derriba los puestos de los vendedores y los expulsa a todos (cfr. Ex 32, el becerro de oro).
«Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre un mercado». Son palabras y acciones que remiten al profeta Zacarías, que anunció lo que sucederá cuando el Señor venga a la ciudad de Jerusalén: “Y aquel día, ya no habrá más traficantes en la Casa del Señor de los ejércitos” (Zc 14,21).
“«¿Qué signo nos das para obrar así?». Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar»”. Los sacerdotes del templo le preguntan a Jesús con qué autoridad actúa, y Él responde invitándoles a destruir el templo, porque Él lo hará resurgir. La respuesta de Jesús se refiere no a todo el edificio del templo, sino al “santuario” propiamente dicho, allí donde estaba la presencia de Dios: “Él hablaba del templo de su cuerpo”. Con la Pascua de Jesús -con su cuerpo destruido y resucitado- comienza el nuevo culto, el culto del amor, en el nuevo templo (naos) que es Él mismo. La resurrección será el acontecimiento clave que hará que los discípulos sean finalmente capaces de comprender; el Espíritu Santo (Jn 14:26) les hará recordar los acontecimientos y verlos de una manera nueva.

Jesús, el nuevo templo

La fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán nos permite recordar el camino del pueblo y el cuidado constante y fiel de Dios. Al mismo tiempo, se nos recuerda que hoy cada uno de nosotros, en Jesús resucitado, es “templo de Dios”, porque el Espíritu mismo habita en cada uno de nosotros (1 Cor 3,16). Ser conscientes de ello nos lleva, por un lado, a alabar al Señor; pero, por otro lado, nos lleva a decir, a veces de forma desproporcionada: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa…” (Mt 8,8), olvidando que Él ya está en nosotros, y que nos acoge y nos ama no por cómo quisiéramos ser, sino por cómo somos, aquí, ahora. Son las cosas con las que nos distraemos en nuestro interior las que hacen borroso el Rostro del Señor. Cuando aprendamos a mantener nuestra mirada fija en Jesús, Autor y perfeccionador de nuestra fe, de nuestra amistad con Él (cfr. Hb 12,1-4), nuestro rostro brillará con la luz que brota de un corazón “unificado”. El equilibrio requerido no es el trabajo de un momento, sino el resultado de toda una vida, de un continuo reentrar en nosotros mismos dirigiéndonos directamente al “aposento del Rey” (cfr. Castillo interior, Santa Teresa de Ávila).
http://www.vaticannews.va

La fiesta de hoy celebra un misterio siempre actual
Benedicto XVI

La liturgia nos invita a celebrar hoy la Dedicación de la basílica de San Juan de Letrán, llamada “madre y cabeza de todas las Iglesias de la urbe y del orbe”. En efecto, esta basílica fue la primera en ser construida después del edicto del emperador Constantino, el cual, en el año 313, concedió a los cristianos la libertad de practicar su religión. Ese mismo emperador donó al Papa Melquíades la antigua propiedad de la familia de los Laterani, y allí hizo construir la basílica, el baptisterio y patriarquio, es decir, la residencia del Obispo de Roma, donde habitaron los Papas hasta el período aviñonés. El Papa Silvestre celebró la dedicación de la basílica hacia el año 324, y el templo fue consagrado al Santísimo Salvador; sólo después del siglo VI se le añadieron los nombres de san Juan Bautista y san Juan Evangelista, de donde deriva su denominación más conocida. Esta fiesta al inicio sólo se celebraba en la ciudad de Roma; después, a partir de 1565, se extendió a todas las Iglesias de rito romano. De este modo, honrando el edificio sagrado, se quiere expresar amor y veneración a la Iglesia romana que, como afirma san Ignacio de Antioquía, “preside en la caridad” a toda la comunión católica (Carta a los Romanos, 1, 1).

En esta solemnidad, la Palabra de Dios recuerda una verdad esencial: el templo de ladrillos es símbolo de la Iglesia viva, la comunidad cristiana, que ya los apóstoles san Pedro y san Pablo, en sus cartas, consideraban como “edificio espiritual”, construido por Dios con las “piedras vivas” que son los cristianos, sobre el único fundamento que es Jesucristo, comparado a su vez con la “piedra angular” (cf. 1 Co 3, 9-11. 16-17; 1 P 2, 4-8; Ef 2, 20-22). “Hermanos: sois edificio de Dios”, escribe san Pablo, y añade: “El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros” (1Co 3, 9.17). La belleza y la armonía de las iglesias, destinadas a dar gloria a Dios, nos invitan también a nosotros, seres humanos limitados y pecadores, a convertirnos para formar un “cosmos”, una construcción bien ordenada, en estrecha comunión con Jesús, que es el verdadero Santo de los Santos.

Esto sucede de modo culminante en la liturgia eucarística, en la que la ecclesia, es decir, la comunidad de los bautizados se reúne para escuchar la Palabra de Dios y alimentarse del Cuerpo y la Sangre de Cristo. En torno a esta doble mesa la Iglesia de piedras vivas se edifica en la verdad y en la caridad, y es plasmada interiormente por el Espíritu Santo, transformándose en lo que recibe, conformándose cada vez más a su Señor Jesucristo. Ella misma, si vive en la unidad sincera y fraterna, se convierte así en sacrificio espiritual agradable a Dios.

Queridos amigos, la fiesta de hoy celebra un misterio siempre actual: Dios quiere edificarse en el mundo un templo espiritual, una comunidad que lo adore en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 23-24). Pero esta celebración también nos recuerda la importancia de los edificios materiales, en los que las comunidades se reúnen para alabar al Señor. Por tanto, toda comunidad tiene el deber de conservar con esmero sus edificios sagrados, que constituyen un valioso patrimonio religioso e histórico. Por eso, invoquemos la intercesión de María santísima, para que nos ayude a convertirnos, como ella, en “casa de Dios”, templo vivo de su amor.
Angelus 9/11/2008

ADULTERAR LA LITURGIA
José A. Pagola

Uno de los factores que llevó a Jesús a su ejecución fue sin duda su ataque frontal a la liturgia del templo judío. Criticar la estructura del templo era poner en cuestión uno de los pilares fundamentales de la sociedad judía.
Al subir a Jerusalén, Jesús encuentra el templo lleno de «vendedores y cambistas», hombres que no buscan a Dios, sino que se afanan egoístamente por sus propios intereses. Aquella liturgia no es un encuentro sincero con Dios, sino un culto hipócrita que encubre injusticias, opresiones, intereses y explotaciones mezquinas a los peregrinos.
La crítica profunda de Jesús va a desenmascarar aquel culto falso. El templo no cumple ya su misión de ser signo de la presencia salvadora de Dios en medio del pueblo. No es la casa de un Padre que pertenece a todos. No es el lugar donde todos se deben sentir acogidos y en donde todos pueden vivir la experiencia del amor y la fraternidad.
Uno se explica la reacción de malestar y las quejas que puede provocar en algunos creyentes el ver que algunas celebraciones litúrgicas no se ajustan en todos sus detalles a una determinada normativa ritual. Pero antes que nada, si no queremos adulterar de raíz la liturgia de nuestros templos, hemos de saber escuchar la crítica profunda de Jesús que no se detiene a analizar el ritual judío sino que condena un culto en donde el templo ya no es la casa del Padre.
Solamente recordaremos un hecho que desgraciadamente se repite constantemente entre nosotros. Vivimos en una sociedad en donde los hombres se matan unos a otros y donde todos traen sus muertos al templo cristiano para llorar su dolor y orar por ellos a Dios. Con frecuencia son celebraciones ejemplares en donde la fe, la esperanza cristiana y el perdón sincero prevalecen sobre los sentimientos de impotencia, rabia y venganza que tratan de apoderarse de los familiares y amigos de las víctimas.
Pero, ¿qué decir de otras celebraciones que deforman el significado profundo de la la liturgia cristiana? ¿Se puede orar a un mismo Padre, llorando la muerte de unos hermanos y pidiendo la destrucción de otros? ¿Se puede instrumentalizar la Eucaristía y servirse de lo que debería ser el signo más expresivo de la fraternidad, para acrecentar los sentimientos de odio y venganza frente al enemigo? ¿Se puede oír fielmente la palabra de Dios, escuchando de él solamente una condena para los otros? ¿Se puede intentar «monopolizar» a Dios, tratando de identificarlo con nuestra causa y nuestros intereses parciales y hasta partidistas?
La trágica situación que estamos viviendo, hace todavía más urgente la necesidad de encontrar al menos en el templo un ámbito en donde todos nos dejemos juzgar por el Único que lo hace justamente, un lugar en donde tratemos de encontrarnos como hermanos ante un mismo Padre, un espacio en donde busquemos en el Creador de la vida fuerza para liberarnos del odio y la venganza. No convirtamos la casa del Padre en un lugar de división, enfrentamientos y mutua destrucción.

http://www.musicaliturgica.com

El desafío de presidir la caridad
Romeo Ballan, mccj

Hoy es la fiesta de la Iglesia que vive en el amor: la Iglesia que se alimenta y crece en la caridad, que difunde el amor en el mundo. La motivación histórica de la fiesta de hoy es la consagración de la Basílica de Letrán, en Roma, dedicada al Santísimo Salvador, bajo la doble protección de los santos Juan el Bautista y Juan el Evangelista. Esta es la iglesia catedral del Papa, en cuanto obispo de Roma, y, por tanto, es anillo de comunión con todas las Iglesias locales y sus pastores en el mundo entero. Lo recuerda también una lápida en la fachada de esta Basílica: “madre y cabeza de todas las iglesias de la ciudad (Roma) y del orbe”. La afirmación tiene un alto valor teológico para la Iglesia. Un valor, sin embargo, que se debe interpretar y vivir a la luz de lo que afirmaba, ya en los comienzos del 2° siglo, S. Ignacio de Antioquia, mientras estaba a punto de llegar a Roma para afrontar el martirio entre las fauces de las fieras (+107): la sede de Roma es la primera en cuanto “preside la caridad”.

Se nos invita hoy a descubrir y vivir la dimensión misionera de la comunión de toda la Iglesia en la caridad. Una comunión que tiene sus raíces en el Bautismo, que nos introduce en la comunidad viva de la Iglesia. Este sacramento está simbolizado en el agua abundante que brota del templo (I lectura), capaz de introducir gérmenes de vida en el Mar Muerto y de sanear el ambiente, sembrando en todas partes vida, árboles, hojas y frutos (v. 8-9.12). Para S. Pablo (II lectura) el único fundamento sobre el cual se construye el templo de Dios es Jesucristo (v. 11). Gracias a Él, el cristiano se convierte, por el Bautismo, en templo de Dios (v. 16-17). Y S. Pedro explica: acercándose a Cristo, “piedra viva… también ustedes, cual piedras vivas, entran en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, gratos a Dios, por mediación de Jesucristo” (1P 2,4-5). Son palabras que ilustran las relaciones con Cristo, la vida en la Iglesia y el dinamismo misionero.

El gesto audaz -impensable, si no lo dijeran los Evangelios- de Jesús con el látigo en la mano (Evangelio) para echar a los mercaderes del templo (v. 15-16), pone de manifiesto con cuánta fuerza Él introduce una manera nueva de dar culto a Dios, que ya no se sustenta en el intercambio de obras y favores, sino sobre la gratuidad del don del Padre, que hemos de acoger y adorar “en espíritu y en verdad” (Jn 4,23). El lugar nuevo de culto ya no es el edificio material hecho de piedras muertas, sino Aquel que es la “piedra viva”, es decir, el cuerpo crucificado-resucitado de Cristo (v. 19.21-22). Y los cristianos, unidos a Él, cual piedras vivas, dan a Dios su “culto espiritual”, según la exhortación de S. Pablo: ustedes ofrezcan “sus cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12,1). El templo material, sea espléndido o pobre, no es sino un mero contenedor exterior. Los valores son otros y más altos.

Tenemos aquí otra prueba de la novedad del Evangelio, el cual ha de iluminar y, eventualmente, purificar las expresiones religiosas presentes en las culturas de los pueblos. “Por tanto, la actualización de esta fiesta es clara: nosotros, como miembros vivos de nuestra Iglesia local, somos corresponsables para que esta sea, a su vez, como la Iglesia-madre, generadora de otras Iglesias y comunidades, saliendo de su recinto y de sus confines geográficos para abrirse al mundo entero” (Enzo Lodi).

El dinamismo de crecimiento y el estilo de expansión misionera -a partir de cualquier centro, pequeño o grande- deben inspirarse en el Maestro que lava los pies a los discípulos (Jn 13,5), porque “no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida” (Mc 10,45). Es la expresión máxima de la caridad (Jn 15,12-13). Este es el proyecto primigenio de la Iglesia, tanto a nivel local como universal. A este ideal se refiere S. Ignacio de Antioquía, allí donde afirma que la sede de Roma es la primera en cuanto “preside la caridad”. Ignacio une genialmente dos valores inseparables: presidencia y caridad, autoridad y amor. El obispo de Roma preside la comunión de todas las Iglesias; preside la comunión de la caridad; preside en la caridad. La caridad es la ley suprema en la nueva familia de Dios, que es la Iglesia. La caridad es el “mandamiento nuevo” de Jesús; el amor mutuo es la señal de los discípulos (cf Jn 13,34-35). Por eso “el servicio de la caridad es una dimensión constitutiva dela misión de la Iglesia”. ¡Un imperativo exigente! Sin la caridad la Iglesia, tanto local como universal, sería: una catedral vacía de sentido; una estructura fría, apuntalada por códigos estériles y por jerarcas acartonados; una agencia de propuestas que no interesan a nadie… En cualquier latitud, el amor vivido y anunciado es el único mensaje misionero que calienta el corazón, da sentido a la vida, puede enriquecer las culturas de los pueblos.