El Hno. Sirtoli había nacido en Redona, Bergamo. A los quince años había entrado en los Com-bonianos, con el preciso deseo de ser Hermano. Sabemos que tuvo que luchar mucho en familia, pa-ra seguir su vocación. Pasó los primeros años en Thiene donde aprendió los oficios de sastre y car-pintero, pero después, en la vida, se encontró haciendo otras cosas.
Entre 1952 y 1953 estuvo en Florencia como novicio y entre 1953 y 1954 en Sunningdale, Ingla-terra. El 9 de septiembre de 1954 emitió los primeros votos y se quedó en Inglaterra para trabajar en las obras combonianas que, en aquel período estaban en pleno desarrollo. En 1956 lo encontramos en Italia. En 1957, después de una temporada en España, pudo finalmente marchar para la misión.
Su primer y único destino ha sido la provincia del Ecuador, donde ha transcurrido la mayor parte de su vida. Su estancia en América Latina puede dividirse en tres etapas: Esmeraldas, los primeros años: Quito, la madurez; Colombia, formador de los Hermanos del CIF.
El Hno. Sirtoli llegó a Ecuador en los inicios de la presencia comboniana, cuando había que em-pezar todo. Eran tiempos difíciles, con pocos medios y había que adaptarse a lo que se encontraba. Hoy es difícil describir cómo eran entonces las cosas. En Ecuador el Hno. Sirtoli fue también procu-rador de las misiones, un oficio que lo puso en contacto con muchas personas.
Prácticamente a Italia sólo volvió durante los períodos de vacación en familia: por eso, en su pa-tria, es un desconocido, mientras que, en cambio, en Ecuador fue una gran personalidad que marcó positivamente la presencia de los Hermanos Combonianos en aquella nación.
En Ecuador, los Hnos. Sirtoli y Giuseppe Zordan han sido puntos de referencia precisos para ge-neraciones de Hermanos: personas identificadas con su vocación, verdaderos misioneros que, en modos diversos, han puesto su consagración al servicio de la gente.
El Hno. Sirtoli se hizo estimar por su amabilidad y por sus modos de tratar. A veces se lamentaba del hecho de que no había nunca realizado misión en la selva, porque los superiores lo habían tenido siempre en la ciudad. Probablemente ellos habían intuido pronto sus capacidades y lo habían desti-nado siempre a comunidades de “tránsito”, donde había necesidad de paciencia y disponibilidad pa-ra servir a los hermanos. En efecto, una característica del Hno. Sirtoli era la extraordinaria capaci-dad de acoger a las personas. Ricos o pobres: trataba a todos con gran respeto y atención. Por donde ha pasado, la gente lo recuerda incluso a distancia de años.
Hablaba muy bien el español, sabía jugar con las palabras en modo de crear simpatía alrededor de sí. Se había convertido en un verdadero ecuatoriano. A él, el tiempo le servía para estar con la gen-te. Tenía una extraordinaria paciencia e intentaba siempre satisfacer a los hermanos. A veces le re-prochaban que era demasiado condescendiente. Sabía apreciar el bien que cada uno hacía y así ex-cusaba los defectos. A veces permanecía despierto esperando, con la cena caliente, a los hermanos sacerdotes que llegaban tarde a casa del ministerio.
En Esmeraldas, trabajó en el centro de Santa Cruz, un complejo deseado por Mons. Angelo Barbi-sotti para la formación de los líderes de las comunidades cristianas del vicariato. Allí formó comu-nidad con el P. Raffaello Savoia y fueron precisamente ellos los que iniciaron la obra que todavía existe.
En Quito, el Hno. Sirtoli fue, durante años, superior de la casa provincial, haciendo también de director de una escuela elemental privada que funciona en la parroquia, regentada, en aquel tiempo, por los Combonianos. Durante un período fue procurador y ecónomo provincial, supliendo, con sentido común, su visceral incompatibilidad con los números. Más adelante, la contabilidad pasó al P. Luigi Marro, mientras el Hno. Sirtoli continuó llevando adelante las otras actividades.
El Hno. Sirtoli tenía además una particular habilidad en la cocina: cuando cocinaba él, las asam-bleas provinciales ¡iban mejor! Pero, como era humilde, evitaba siempre alabarse. Prefería estar con la gente como un hermano, se preocupaba por las necesidades de los pobres, escuchaba con gusto, sabía decir su opinión, sobre todo, conseguía comunicar su experiencia de fe.
Tenía una palabra para todos, con la gente que conocía le gustaba recordar personas y hechos, así cada encuentro era como renovar la amistad, sin preocuparse del tiempo y, de este modo, para los Combonianos, se abrieron muchas puertas. Cuando se presentaba en las oficinas de los ministerios del gobierno de Quito, a veces pasaba más tiempo en saludar a las personas que en esperar que pu-sieran una firma en un documento. Trabajó mucho con los jóvenes en las escuelas de Esmeraldas y Quito, pero se preocupó, sobre todo, de la formación de los seminaristas y de los Hermanos combonianos. Era verdaderamente bueno, paciente y lleno de caridad.
Escribe el Hno. Martinuzzo: “No lo he visto nunca enojarse, aunque a veces su servicio le pesaba: tenía que correr en las oficinas gubernativas, acompañar a algún hermano enfermo y la comunidad reclamaba la cena. Durante todo el tiempo que el reglamento canónico lo ha permitido fue superior de la casa provincial y, cuando el permiso le fue retirado, continuó en este servicio, con el tácito asentimiento del Superior General.
El Hno. Sirtoli estaba siempre disponible. No conducía, por tanto pedía a uno o a otro este servi-cio y ninguno se negó nunca, porque todos sabían bien que, cuando lo pedía, era por una necesidad seria.
Su formación religiosa era la recibida en el noviciado, aunque después, en la vida, la había culti-vado: leía, se informaba y oraba. Con su vida comunicaba una profunda confianza en la misericor-dia de Dios.
Tenía un buen carácter, era optimista y tenía la frase pronta, para desdramatizar las situaciones.
Nos ha enseñado a amar a la gente, a estar con todos sin prisa, a amar al Instituto, a apreciar a ca-da uno por lo que hace, a tener paciencia con todos, intentando ser siempre positivos. Nos ha ense-ñado a amar a Dios como Padre que nos quiere a todos hermanos, sin distinción”.
Volvió a Italia en el 2000, cuando el agravarse de la diabetes y algunas complicaciones lo obliga-ron a dejar la primera línea. El mal, que después se desarrolló en tumor, sin embargo, no menoscabó nunca su serenidad y su optimismo. Murió en el Centro Ambrosoli de Milán, el 22 de septiembre de 2004, edificando a todos. Después de los funerales en la iglesia de la Virgen de Fátima, el cadáver fue llevado a su pueblo natal.
P. Lorenzo Gaiga, mccj.