El Hno. Paolo Reniero nació el 24 de noviembre de 1927 en Valdagno, diócesis de Vicenza (I). Entró en el noviciado de Gozzano a la edad de 31 años. El 1 de mayo de 1960 emitió los votos temporales y, seis años después, en España, se consagró definitivamente a la misión en el Instituto comboniano. En 1972 obtuvo un diploma en mecánica y otro en ciencias técnicas, además del de teología, en Thiene, en el seminario para Hermanos combonianos. Aprendió varios oficios, como se requería en aquel tiempo, según las necesidades de las misiones combonianas de África y América Latina.
Durante los años pasados en Italia, prestó servicio en varias casas del Instituto, pero sobre todo en Pellegrina, encargado de los campos, colaborando también en los sectores de los emigrantes y de los enfermos. En Moncada (España) formó parte del grupo de Hermanos que construyeron el noviciado.
En 1967 fue destinado a Brasil Sur, donde permaneció por veinte años, ayudando en los seminarios de Ibiraçu, São Gabriel da Palha y Jerõnimo Monteiro, en el Estado de Espíritu Santo, y en el seminario de Campo Erê, en el Estado de Santa Catarina.
De 1988 a 1992 fue requerido por Italia y destinado a Verona, Casa Madre, para ocuparse de los enfermos. En 1992 regresó a Brasil, esta vez en la provincia del Nordeste. Trabajó en muchas parroquias y comunidades combonianas: São Domingos do Azeitão, Mirador, Alto Parnaíba, Pastos Bons; después fue de nuevo a Brasil Sur, concretamente a São José do Rio Preto, Estado de São Paulo.
Estos años en Brasil, a pesar de sus dificultades con la lengua portuguesa que mezclaba con el véneto, fueron años de actividad pastoral. Su deseo, de hecho, era el de ser sacerdote: de ello hablaba frecuentemente con los compañeros y con los superiores, que han considerado que sería difícil para él aplicarse a los estudios de filosofía y teología, teniendo en cuenta además sus continuas migrañas. En todo caso, el Hno. Paolo ha logrado vivir y practicar entre la gente su sacerdocio bautismal. Varios episodios de su vida muestran la bondad que tenía para con todos y su gran disponibilidad para cualquier servicio y para las tareas más pesadas, con frecuencia rechazadas por otros.
Una prueba de la caridad del Hno. Paolo fue su encuentro con Valdemar, cuando estaba en Alto Parnaíba (1995-1996). Valdemar era la última persona llegada a aquel municipio brasileño, en el extremo Sur del Estado de Maranhão, en el Nordeste. Ya anciano, había llegado, como tantos otros habitantes de aquel pueblito, en busca de un pedazo de tierra para recomenzar la vida. Vivía con su familia en una casita, cultivaba un pedacito de tierra y se había hecho amigo de sus vecinos. A pesar de tener una salud débil, era un hombre tenaz. Un día, el P. Giacomo Molinari, párroco, se enteró que lo habían echado de su casita, porque el propietario había descubierto unas extrañas manchas en el cuerpo de Valdemar y temía que fuese contagioso. Por ello toda la familia había tenido que refugiarse bajo una tienda.
El Hno. Paolo, que había sido encargado por el párroco de encontrar una solución, cuando vio a Valdemar, reconoció los signos de la lepra y lo llevó en seguida al médico. Se hicieron pruebas también a los otros habitantes del pueblo y se descubrieron 32 casos de lepra incipiente. En pocas semanas, todos fueron curados, gracias a la rápida intervención del Hno. Paolo, quien, junto con el P. Giacomo, hizo construir también una nueva casita para Valdemar y su familia, en una “competición de bondad” que involucró a toda la comunidad católica de Alto Parnaíba. El Hno. Paolo, en una emotiva ceremonia, entregó personalmente a Valdemar las llaves de la nueva casa, llaves que servirían no tanto para cerrar cuanto para abrir la puerta de la solidaridad con los más necesitados. Naturalmente, también Valdemar curó de su enfermedad.
“He podido seguir de cerca los años pasados por el Hno. Paolo en Brasil –cuenta el P. Pietro Bracelli–, especialmente cuando pertenecía a la Provincia de Brasil Sur. El Hno. Paolo disfrutaba estando con todos y era apreciado por su bondad y sencillez de carácter, a lo que unía un buen conocimiento catequético y teológico. Después de haberlo pedido repetidamente, había logrado que las comunidades eclesiales y las autoridades diocesanas lo reconocieran como ministro eclesial y sacramental. Además de ser ministro extraordinario de la Eucaristía, era ministro del bautismo y testigo cualificado para el matrimonio. Estos encargos, que le permitían realizar en parte su deseo de ser sacerdote, han hecho más hermosos los años de su vida misionera”.