¿Cómo es Dios por dentro? ¿Cómo vive? ¿Qué hace? ¿Dónde habita?... Son preguntas que todo ser humano se hace, por lo menos en algunas etapas de la vida. A estas y a otras preguntas responde, sobre todo para los cristianos, la fiesta de la Santísima Trinidad. Es la fiesta del “Dios uno en Tres Personas”, como enseña el catecismo. Con eso está dicho todo, pero, a la vez, todo queda por ser explicado y ser entendido, acogido con amor y adorado en la contemplación.

El “big bang” del amor

Un comentario a Jn 3, 16-18
(Solemnidad de la Santísima Trinidad)

Hoy leemos apenas tres versículos del tercer capítulo del evangelio de Juan, poco más de setenta palabras, suficientes para contener el núcleo del mensaje de Jesús. Y si me apuran, el mensaje está contenido, todo entero, en el versículo 16. Permítanme que lo reproduzca: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”.

La tentación más grande del ser humano es la de pensar que no es amado. Nuestra realidad humana es tan frágil que buscamos ser amados, ser estimados, ser tenidos en cuenta a todo coste, aunque tengamos que “vender el alma al diablo”, como hicieron paradigmáticamente Adán y Eva. Pero en la medida en que nos volvemos “ego-céntricos”, centrados en nosotros mismos, perdemos nuestra vida, nos “auto-condenamos” a vivir sin amor. Jesús nos recuerda que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Nadie puede ser amado si él cierra su corazón y prefiere vivir aislado en un orgullo herido o estúpidamente prepotente.

Por eso la presencia de Jesús en el mundo, como testigo de un amor sin condiciones (el amor de un Dios Comunión), es la puerta de la salvación, es el ancla que nos da seguridad en medio de las tormentas que nos acechan, es lo que nos hace libres y generosos para arriesgar y ser creativos, siendo también nosotros portadores de amor y de vida. Es la luz que ilumina nuestra vida, a pesar de las tinieblas de la duda, del odio y la desconfianza que a veces nos amenazan.

Déjenme poner un ejemplo un poco arriesgado. Los científicos explican el mundo físico del que somos parte como el fruto de una gran explosión (“big bang”), que origina multitud de formas de vida… Pues bien, yo creo que Jesús nos dice que nosotros somos fruto de un “big bang”, una explosión de amor, que da origen a múltiples formas de amor. Eso es lo que, con una fórmula antigua de la teología llamamos Trinidad, es decir, comunión de amor. Al principio de todo está un amor comunitario y en la medida en que aceptamos ese amor, también nosotros nos volvemos agentes de amor y de salvación. En la medida en que lo rechazamos y preferimos las tinieblas del escepticismo, del orgullo rebelde, de la desconfianza, nos volvemos hijos de las tinieblas y promotores de oscuridad.

El origen de mi vida es el amor y su meta es el amor. Aceptar eso es el camino de la salvación; rechazarlo es entrar por un camino de condenación. Y Jesús es el Maestro, el Camino, la Puerta, el Hermano, el Hijo que me ayuda a ver esta realidad que está dentro de mí mismo, pero que a veces está oscurecida por la duda y el orgullo. Desde el orgullo es imposible gozar del amor.  Desde la fe, el amor se abre camino. Que la lectura de hoy renueve en nosotros la seguridad de ser amados y la confianza para amar gratuita y generosamente, siendo así “hijos del Padre”.
P. Antonio Villarino
Bogotá

La Santa Trinidad:
manantial de misericordia y de misión

Éxodo 34,4-6.8-9; Salmo Dan 3,52-56; 2Corintios 13,11-13; Juan 3,16-18

Reflexiones
¿Cómo es Dios por dentro? ¿Cómo vive? ¿Qué hace? ¿Dónde habita?... Son preguntas que todo ser humano se hace, por lo menos en algunas etapas de la vida. A estas y a otras preguntas responde, sobre todo para los cristianos, la fiesta de la Santísima Trinidad. Es la fiesta del “Dios uno en Tres Personas”, como enseña el catecismo. Con eso está dicho todo, pero, a la vez, todo queda por ser explicado y ser entendido, acogido con amor y adorado en la contemplación. Este tema tiene una importancia central para la misión. En efecto, se afirma con facilidad que todos los pueblos

- incluidos los no cristianos - saben que Dios existe, lo mencionan y lo invocan de diferentes maneras; se afirma igualmente que también los ‘paganos’ creen en Dios. Esta verdad compartida - aunque con diferencias y reservas - hace posible el diálogo entre cristianos y seguidores de otras religiones. Sobre la base de un Dios único común a todos, es posible tejer un entendimiento entre los pueblos incluso no cristianos, con vistas a acciones concertadas: favorecer la paz, defender los derechos humanos, realizar proyectos de desarrollo humano y social, como ya se viene haciendo en muchos lugares.

Sin embargo, para la actividad evangelizadora de la Iglesia, estas iniciativas no son sino una parte del mensaje cristiano. Además, en el Evangelio la familia humana encuentra recursos nuevos e inagotables para su propio subsistir y progreso humano y espiritual: ¡acogiendo la novedad de Cristo! El cristiano no se limita a fundar su vida espiritual solo sobre la existencia de un Dios único, y mucho menos lo puede hacer un misionero consciente de la extraordinaria riqueza del don de Jesucristo, que nos introduce de lleno en el misterio de Dios-Amor. El Evangelio que el misionero lleva al mundo, además de enriquecer la comprensión del monoteísmo, abre al inmenso y siempre sorprendente misterio de Dios, que es comunión de Personas. Aquí la palabra misterio no alude a verdades escondidas, difíciles de entender, sino más bien a verdades siempre nuevas, por descubrir y sobre todo vivir. La fe no es un saber. La fe es experiencia de vida.

En esta materia es mejor dejar la palabra a los místicos. Para S. Juan de la Cruz Hay mucho que ahondar en Cristo, porque es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término, antes van en cada seno hallando nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá”. Por su parte, hablándole a la Trinidad, S. Catalina de Siena exclama: “Tú, Trinidad eterna, eres como un mar profundo, en el que cuanto más busco, más encuentro, y cuanto más hallo, más crece la sed de buscarte. Tú eres insaciable; y el alma, saciándose en tu abismo, no se sacia, porque sigue con el hambre de ti, siempre más te desea, oh Trinidad eterna”.

La revelación de Dios uno y trino lleva a consecuencias inmediatas y renovadoras para la vida del creyente: ofrece parámetros nuevos sobre el misterio de Dios, sobre la manera de tejer las relaciones entre las personas humanas, sobre la relación del hombre con la creación... También el diálogo entre las religiones se enriquece con perspectivas nuevas, aunque difíciles, como lo indican, por ejemplo, las primeras afirmaciones de un diálogo escueto entre un musulmán y un cristiano:

- El musulmán dice: “Dios, para nosotros, es uno; ¿cómo podría tener un hijo?”

- El cristiano responde: “Dios, para nosotros, es amor; ¿cómo podría estar solo?”

Este es tan solo el comienzo de un largo camino para el encuentro; queda el desafío: cómo continuar el diálogo, ante todo en las relaciones interpersonales y sociales, y luego en el nivel doctrinal.

El Dios cristiano es trinitario: es uno pero no solitario; es comunitario. Esta revelación enriquece también al monoteísmo hebraico, islámico y de las otras religiones. En efecto, el Dios revelado por Jesús (Evangelio) es Dios-amor, Dios que quiere la vida del mundo, Dios que ofrece salvación a todos los pueblos (v. 16-17; cfr. 1Jn 4,8). Él se revela siempre como “Dios compasivo y misericordioso... rico en clemencia y lealtad” (I lectura, v. 6); “el Dios del amor y de la paz” (II lectura, v. 11); “Dios rico en misericordia” (Ef 2,4). (*)

Es vana la pretensión humana de explicar a Dios; se le puede seguir, sentir, entrever. La Biblia no nos habla de Dios en lenguaje teórico, sino dinámico; nos presenta la historia, los hechos en los cuales Dios se comunica, se manifiesta. La narración bíblica nos muestra lo que Dios-Trinidad ha hecho por nosotros; y desde sus obras podemos entrever algo de cómo es la Trinidad por dentro. Estamos ante un ‘monoteísmo convivial’: hay un Dios uno en la divinidad, pero diferente en las Tres Personas. Dios es comunión de personas y, al mismo tiempo, custodio de las diferencias. La Biblia nos revela que nosotros estamos hechos a imagen y semejanza de la Trinidad (cfr. Gén 1,26-27): estamos creados, pues, para la vida, la relación, la convivialidad. El desafío para todos nosotros, hombres y mujeres, hechos a imagen de Dios, consiste ahora en declinar entre nosotros, de manera armoniosa, la comunión y las diferencias.  

Todos los pueblos tienen el derecho y la necesidad de conocer el verdadero rostro de Dios, que Jesús ha revelado. Y los misioneros tienen el encargo de anunciarlo. Como afirma el Concilio, “la Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre” (Ad Gentes 2). Palabras claras del Concilio sobre el origen y el fundamento trinitario de la misión universal de la Iglesia.

“¿Dónde habita Dios?” Es otra de las preguntas iniciales. El catecismo responde: “Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar”. Es verdad, pero hay una respuesta aún más vital y personal. Un día el rabí Mendel de Kotzk preguntó a unos huéspedes cultos: “¿Dónde habita Dios?” Ellos reaccionaron diciendo: “¿Cómo? ¿No lo sabes? ¿Acaso el mundo no está lleno de su gloria?” El rabí, en cambio, replicó: “Dios habita allí donde se le deja entrar”. Dios está allí donde hay personas que se aman. Dios busca el encuentro personal, llama a la puerta de cada corazón, ofrece su amistad. Con una intimidad que calienta el corazón, regala vida y gozo y desemboca en la misión.

Palabra del Papa

(*) «La Santísima Trinidad no es el producto de razonamientos humanos; es el rostro con el que Dios mismo se ha revelado, no desde lo alto de una cátedra, sino caminando con la humanidad. Es justamente Jesús quien nos ha revelado al Padre y quien nos ha prometido el Espíritu Santo. Dios ha caminado con su pueblo en la historia del pueblo de Israel y Jesús ha caminado siempre con nosotros y nos ha prometido el Espíritu Santo que es fuego, que nos enseña todo lo que no sabemos, que dentro de nosotros nos guía, nos da buenas ideas y buenas inspiraciones».
Papa Francisco
Angelus en la fiesta de la Santísima Trinidad, 26-5-2013

P. Romeo Ballan, MCCJ

Juan 3,16-18

LA INTIMIDAD DE DIOS

Si por un imposible la Iglesia dijera un día que Dios no es Trinidad, ¿cambiaría en algo la existencia de muchos creyentes? Probablemente no. Por eso queda uno sorprendido ante esta confesión del P. Varillon: «Pienso que, si Dios no fuera Trinidad, yo sería probablemente ateo […] En cualquier caso, si Dios no es Trinidad, yo no comprendo ya absolutamente nada».

La inmensa mayoría de los cristianos no sabe que al adorar a Dios como Trinidad estamos confesando que Dios, en su intimidad más profunda, es solo amor, acogida, ternura. Esta es quizá la conversión que más necesitan no pocos cristianos: el paso progresivo de un Dios considerado como Poder a un Dios adorado gozosamente como Amor.

Dios no es un ser «omnipotente y sempiterno» cualquiera. Un ser poderoso puede ser un déspota, un tirano destructor, un dictador arbitrario: una amenaza para nuestra pequeña y débil libertad. ¿Podríamos confiar en un Dios del que solo supiéramos que es omnipotente? Es muy difícil abandonarse a alguien infinitamente poderoso. Parece más fácil desconfiar, ser cautos y salvaguardar nuestra independencia.

Pero Dios es Trinidad, es un misterio de Amor. Y su omnipotencia es la omnipotencia de quien solo es amor, ternura insondable e infinita. Es el amor de Dios el que es omnipotente. Dios no lo puede todo. Dios no puede sino lo que puede el amor infinito. Y siempre que lo olvidamos y nos salimos de la esfera del amor nos fabricamos un Dios falso, una especie de ídolo extraño que no existe.

Cuando no hemos descubierto todavía que Dios es solo Amor, fácilmente nos relacionamos con él desde el interés o el miedo. Un interés que nos mueve a utilizar su omnipotencia para nuestro provecho. O un miedo que nos lleva a buscar toda clase de medios para defendernos de su poder amenazador. Pero esta religión hecha de interés y de miedos está más cerca de la magia que de la verdadera fe cristiana.

Solo cuando uno intuye desde la fe que Dios es solo Amor y descubre fascinado que no puede ser otra cosa sino Amor presente y palpitante en lo más hondo de nuestra vida, comienza a crecer libre en nuestro corazón la confianza en un Dios Trinidad del que lo único que sabemos por Jesús es que no puede sino amarnos.
José Antonio Pagola
http://www.musicaliturgica.com

Santísima Trinidad

En este domingo la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad, misterio central de la fe  y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, así empieza y termina la Santa Misa y el Oficio divino, y se confieren los Sacramentos. Igualmente A los salmos sigue el Gloria al Padre…; los himnos tradicionales acaban con la doxología y las oraciones con una conclusión en honor a las Tres Divinas Personas.  El misterio de la Trinidad es la síntesis de nuestra fe cristiana y del Año litúrgico.

Jn 3, 16 – 18
Este Evangelio, destaca la importancia de la fe y es muy consolador.

“Porque tanto amó Dios al mundo  que dio a su hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.  Es la declaración más sorprendente de toda la Escritura. Las expresiones de este versículo contienen detalles de gran valor, aquí debemos apreciar el énfasis que el evangelista hace en la clase y grandeza de este amor. El no puede ocultar su asombro cuando se va acercando a considerar el amor de Dios hacia este mundo hostil.

Su admiración es similar a la que expresa en su primera carta cuando dice: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre, para llamarnos hijos de Dios…” (1Jn 3, 1). Somos exhortados a considerar el grado tan infinito y la forma tan gloriosa en la que Dios nos ha amado. Esto nos ha de llevar a adorarle con todo nuestro corazón. También a reconocer que si amamos a Dios, se debe a que él nos amó a nosotros primero. Nunca olvidemos que es su amor el que hace posible el nuestro. “En  esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su hijo en propiciación por nuestros pecados”. (1 Jn 4,10).

Otro detalle que debemos notar es que el objeto del amor de Dios fue el “mundo”. He aquí la grandeza de este amor, es capaz de abrazar al mundo entero, es decir, a la totalidad de la raza humana.
Ninguno de nosotros quedamos fuera del alcance del Amor de Dios, por más bajo que hayamos caído. Es cierto somos indignos de un amor de tan alto grado, pero Dios abre la puerta de la salvación a todos los hombres por igual. “Dió a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

Dios ha entregado lo más valioso que tenía, a su propio Hijo unigénito. Fue a este Hijo unigénito con quien desde la eternidad mantenía una relación de amor a quien entregó por los pecadores. El padre nos entregó lo que más quería, a su propio Hijo. No existe un don más grande.

Grandeza de su propósito: “para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 16). Aunque el amor de  Dios, es inmensamente grande no servirá de nada a aquellos que no creen en él. La única condición que Dios pone es la fe, no  nuestras obras ni méritos personales.

Todo el que cree, en Jesús que murió y resucitó, tiene la vida eterna. Dios envió a su hijo al mundo para que pudiera ser salvado, no para condenarlo. Jesús es la clave de la Salvación.

Señor, te doy gracias por esta inmensa demostración de tu amor, por todos nosotros. “Cuando el Espíritu está en nosotros, lo está también la Palabra, de quien recibimos el Espíritu, y en la Palabra está también el Padre, realizándose así aquellas palabras: El Padre y yo vendremos a fijar en él nuestra morada. Porque donde está la luz, allí está también el resplandor; y donde está el resplandor, allí está también su eficiencia y su gracia esplendorosa.” (De las cartas de San Atanasio. Obispo.)

Este amor no hace distinción de personas; “ porque no hay acepción de personas para con Dios” Rm 2,11. Toda la humanidad sin distinción está incluida en este admirable amor. El origen eterno del Espíritu se revela en su misión temporal. El Espíritu Santo es enviado a los apóstoles y a la Iglesia tanto por el  Padre en nombre del Hijo, como por el Hijo en Persona, una vez que vuelve junto al Padre (Cf Jn 14,26; 15,26; 16,14). El envío de la persona del Espíritu tras la glorificación de Jesús (Cf Jn. 17, 39) Revela en plenitud el misterio de la Santísima Trinidad.
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