La Ascensión concluye el período simbólico de cuarenta días durante el cual el Resucitado se manifestó a sus discípulos: “Después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días” (Hechos 1,1-11, primera lectura). Los “cuarenta días” no representan un tiempo cronológico. En efecto, en el evangelio —a diferencia de los Hechos— san Lucas concentra en un solo día, el de Pascua, los relatos de las apariciones del Resucitado, concluyendo con su ascensión, para indicar que la exaltación es inseparable de la resurrección.
La Ascensión:
¡Fiesta de la despedida y del envío!
“Vosotros sois testigos de esto.”
Lucas 24,42-49
Estamos celebrando el “misterio pascual”, que comprende los cinco momentos culminantes de la vida del Señor: Pasión, Muerte, Resurrección, Ascensión y Pentecostés. La Ascensión concluye el período simbólico de cuarenta días durante el cual el Resucitado se manifestó a sus discípulos: “Después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días” (Hechos 1,1-11, primera lectura). Los “cuarenta días” no representan un tiempo cronológico. En efecto, en el evangelio —a diferencia de los Hechos— san Lucas concentra en un solo día, el de Pascua, los relatos de las apariciones del Resucitado, concluyendo con su ascensión, para indicar que la exaltación es inseparable de la resurrección. Los tiempos que él indica —cuarenta días hasta la ascensión y cincuenta hasta Pentecostés— son “tiempos teológicos”, un recurso literario refinado, cargado de simbolismo bíblico.
En muchos países, esta solemnidad, que se celebra el jueves de la sexta semana, 40 días después de Pascua, se traslada al domingo siguiente para permitir una mayor participación de los fieles.
¿La Ascensión, la Cenicienta de las fiestas cristianas?
La fiesta de la Ascensión no se celebraba hasta el siglo V. Se consideraba parte integrante de la glorificación de Jesús resucitado (Filipenses 2,9-11). De hecho, la Ascensión es la otra cara de la Resurrección: la elevación y exaltación de Cristo.
El pastor y teólogo valdense Paolo Ricca (+2024) escribió que la Ascensión se ha convertido en “la Cenicienta de las fiestas cristianas”. En efecto, es una fiesta poco valorada por la Iglesia, quizá por su aspecto melancólico debido a la partida definitiva de Jesús. Sin embargo, hay que decir que “esta despedida no tiene nada de un adiós: la tristeza, como el viejo fermento, es barrida por la Pascua…; la ascensión deja en el corazón de los apóstoles ‘una gran alegría’. La angustia por la partida del Señor se sitúa cronológicamente antes de la Pasión; entonces los discípulos se entristecen como la mujer cuya hora ha llegado (…) Aquí se alude al reencuentro pascual, y la alegría pascual no se ve turbada por la subida al cielo” (H.U. von Balthasar).
La Ascensión nos trae un mensaje gozoso de doble presencia. Por un lado, el Señor Jesús, “elevado al cielo”, sigue garantizando su presencia en la tierra, en medio de los suyos. San Agustín dijo: “Cristo no dejó el cielo cuando descendió entre nosotros y no nos dejó cuando subió al cielo”. Por otro lado, aunque todavía estamos en la tierra, ya estamos con Él en el cielo, donde Él —como “sumo sacerdote en la casa de Dios”— intercede por nosotros. Nuestra verdadera morada está en Dios, pero con la encarnación, la morada de Dios es la humanidad. La Ascensión nos revela “el camino nuevo y vivo que Él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne” (Hebreos 10,20-21, segunda lectura), y muestra que Jesús es la verdadera “escalera de Jacob” que une el cielo y la tierra (Juan 1,51).
La Ascensión, fiesta del envío
Me gustaría subrayar la dimensión misionera de la Ascensión, que no siempre se destaca lo suficiente. Generalmente se considera Pentecostés como la “fiesta de la misión”, con la efusión del Espíritu, el nacimiento de la Iglesia y el inicio de la predicación apostólica. Todo eso es cierto. Sin embargo, no debemos pasar por alto que el mandato misionero se da el día de la Ascensión. ¡Hoy, por tanto, es la fiesta del envío misionero de la Iglesia! La Ascensión es, al mismo tiempo, el punto de llegada para Jesús —el final de su ministerio— y el punto de partida para la Iglesia, enviada a la misión. Al movimiento vertical de Jesús hacia el cielo corresponde el movimiento horizontal de la Iglesia hacia el mundo. Jesús concluye su misión en la tierra y se vuelve “invisible” para dar espacio, visibilidad y responsabilidad a la misión de sus discípulos en la tierra.
La misión vista desde la Ascensión
El pasaje del Evangelio de Lucas de hoy nos ofrece algunas indicaciones sobre la misión:
La FINALIDAD de la misión: “En su nombre se predicará a todos los pueblos la conversión y el perdón de los pecados”. Sorprende que san Lucas considere la conversión y la remisión de los pecados como los dos aspectos prioritarios de la misión. Esto está bastante alejado de la sensibilidad actual. El gran desafío que la Iglesia debe afrontar es cómo traducir este doble anuncio en buena noticia de forma concreta.
DESTINATARIOS, LUGARES y PROTAGONISTAS de la misión: la predicación debe dirigirse “a todos los pueblos”, es decir, en todas partes; la misión no tiene fronteras y no excluye a nadie. Pero comienza “desde Jerusalén”, para luego ir hacia las periferias —una Iglesia en salida, como suele decir el papa Francisco. Jerusalén como punto de partida garantiza la continuidad —no sin rupturas (ver el concilio de Jerusalén en Hechos 15)— entre el antiguo y el nuevo Israel. La Jerusalén histórica es el punto de partida, pero la Jerusalén celeste es la meta hacia la cual camina la misión. Los protagonistas de la misión no son sólo los Once, sino todos los discípulos de Cristo, en comunidad, porque el envío es colectivo.
La FORMA de la misión: “Vosotros sois testigos de esto”. El evangelista subraya especialmente la dimensión misionera del testimonio. Este testimonio es posible gracias a una nueva comprensión de la Palabra: “Entonces les abrió la mente para que comprendieran las Escrituras” (Lucas 24,45); y a la fuerza del Espíritu: “Ahora yo voy a enviar sobre vosotros lo que mi Padre prometió; pero vosotros quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos con la fuerza que viene de lo alto” (24,49). La alegría y la alabanza son la primera forma de testimonio: “Ellos regresaron a Jerusalén con gran alegría, y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios” (24,52-53). Todo esto se conoce en teoría, pero ¿cuánto pesan en nuestra programación y acción estas dimensiones fundamentales de la misión: la Palabra, el Espíritu, la Alegría y la Alabanza?
La misión bajo el signo de la BENDICIÓN: “Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo”. La bendición es el último gesto de Jesús en la tierra. La misión se realiza bajo esta bendición, fuente de Alabanza y de Alegría. Sin ella, fácilmente caemos en la tentación de la murmuración, el desánimo y la tristeza —es decir, en la maldición.
La misión aviva la esperanza de la espera
Según los Hechos, los dos ángeles de la Ascensión anuncian a los apóstoles: “Este Jesús, que os ha sido llevado al cielo, vendrá de la misma manera que le habéis visto subir”. La Ascensión conlleva la esperanza del retorno de Cristo para llevarnos con Él.
La misión también tiene como tarea mantener viva esta esperanza y ayudar a la Iglesia a mantener encendida la lámpara de la fe mientras espera el regreso del Esposo. Sobre el retorno de Cristo pesa una de las preguntas más inquietantes del Evangelio: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lucas 18,8).
P. Manuel João Pereira Correia, mccj
Ascensión del Señor: Una alegría resistente
Un comentario a Lc 24, 46-53
Leemos hoy los últimos versículos del evangelio de Lucas, que sorprendentemente termina con las siguientes palabras: «Se volvieron a Jerusalén con alegría y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios».
El mismo Lucas en su segundo libro, Los Hechos de los Apóstoles, explica un poco más el ambiente que reinaba en aquella primera comunidad de discípulos cuando el Maestro ya no estaba con ellos: «Unánimes y constantes, acudían diariamente al templo, partían el pan en las casas y compartían los alimentos con alegría y sencillez de corazón; alababan a Dios y se ganaban el favor de todo el pueblo».
Alguien ha dicho que esta descripción lucana del ambiente positivo, alegre, orante, fraterno y lleno de «bendición» de las primeras comunidades es una visión utópica y poco realista, porque la realidad suele ser bastante más prosaica y llena de sombras, sin que falten los conflictos, las traiciones y los pecados.
Pero Lucas no ignora esta realidad. Por el contrario, en el texto que leemos hoy, se nos recuerda que «el Mesias padecerá». De hecho, Jesús padeció y murió, fue insultado, traicionado y negado. De hecho, padecieron los primeros discípulos, que fueron perseguidos y asesinados y contaron también con traidores y pecadores entre sus filas.
Así sigue sucediendo también con nosotros. La vida no siempre es de color de rosas. La vida es una lucha, en la que no faltan los sufrimientos, las separaciones, las batallas perdidas, las traiciones y los pecados, propios y ajenos. Pero nada de eso tiene la última palabra. Jesús concluyó su paso por este mundo bendiciendo, encomendando a los suyo la misión que tenía en el corazón y prometiendo el Espíritu Santo. Por eso la Ascensión es una separación, pero con una presencia que continúa, una presencia que da alegría, fidelidad, misión.
En cada etapa de nuestra vida personal o familiar, en cada época de la historia tenemos que renovar nuestra fe en esta promesa del Espíritu, en el triunfo de Dios, en la victoria del amor, de la verdad y del bien. En esa promesa y en esa esperanza está anclada nuestra fidelidad, nuestra alegría y nuestra determinación de continuar la Misión. Ante cada nueva batalla sabemos que el Espíritu prometido por Jesús no nos fallará, sino que estará con nosotros y nos impulsará a ser testigos y anunciadores de cambio y conversión.
Esa certeza íntima nos da una alegría resistente, que no se apaga y nos lleva a vivir siempre bendiciendo, anunciando el perdón de los pecados, testimoniando el permanente amor misericordioso del Padre de Jesús y padre nuestro, creando fraternidad, hasta que concluyamos, como Jesús, retornando al seno del Padre, donde ninguna vida se acaba sino que se transforma.
P. Antonio Villarino, mccj
Los “pies” de la Iglesia misionera hacia “todos los pueblos”
Hechos 1,1-11; Salmo 46; Hebreos 9,24-28; 10,19-23; Lucas 24,46-53
Reflexiones
La Ascensión de Jesús al cielo se presenta bajo tres aspectos complementarios: 1º. como una gloriosa manifestación de Dios (I lectura), con la nube, hombres vestidos de blanco, referencias al cielo... (v. 9-11); 2°. como epílogo de una hazaña difícil y paradójica, pero exitosa (II lectura); 3°. como envío de los apóstoles (Evangelio), en calidad de “testigos” para una misión tan grande como el mundo: predicar, en el nombre de Jesús, “la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos” (v. 47-48).
El acontecimiento pascual de Jesús da sustento a la gozosa esperanza de la Iglesia y a la serena confianza de los fieles de poder gozar un día de la misma gloria de Cristo (Prefacio). El compromiso apostólico y el optimismo que anima a los misioneros del Evangelio radican en la certeza de ser portadores de un mensaje y de una experiencia de vida lograda, gracias a la garantía de la resurrección. Ante todo, es vida que ya ha tenido éxito pleno en Cristo resucitado; y lo va teniendo, aunque solo parcialmente, también en la vida de los miembros de la comunidad cristiana. Los frutos de vida nueva ya se dan: es preciso verlos y saber apreciarlos.
Los Apóstoles y los misioneros de todos los tiempos se convierten en sus “testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo” (Hch 1,8; Lc 24,48), en un movimiento que se abre progresivamente en espiral, del centro (Jerusalén) hacia una periferia tan vasta como el mundo. En efecto, el mundo entero es el campo al cual Jesús, antes de subir al cielo, envía a sus discípulos como testigos (Evangelio): “a todos los pueblos” para predicar la conversión al Dios de la misericordia, que perdona los pecados y salva (v. 47).
La misión de testimonio es radical y eficaz, como lo demuestra la historia de la evangelización, desde los comienzos (Hechos de los Apóstoles) hasta nuestros días. Esta tarea corresponde a personas adultas por la edad y en la fe, pero también a los jóvenes. El compromiso misionero de los jóvenes brota, en particular, del sacramento de la Confirmación. Esta es una etapa significativa en su camino cristiano, que los prepara al testimonio de la fe y a la misión. La Confirmación ha de llevar a los jóvenes al compromiso apostólico y a ser evangelizadores de otros jóvenes. El Papa Benedicto XVI solía repetirlo a los jóvenes: “Sean los apóstoles de los jóvenes”.
Las últimas palabras de los Evangelios son el lanzamiento de la Iglesia en misión - ¡una Iglesia en permanente estado de Misión! - para continuar la obra de Jesús. ¡En todas partes, siempre! La mirada al cielo (Hch 1,11), meta final e inspiradora del gran viaje de la vida, no distrae ni quita energías; por el contrario, estimula a los cristianos y a los evangelizadores a tener siempre una mirada de amor hacia el mundo, un compromiso misionero generoso y creativo, sintonizado con las situaciones concretas, en favor de la vida de la familia humana. Dejando de lado, por tanto, todo espiritualismo alienante, hay que estar bien arraigados en la historia, lugar donde Cristo realiza nuestra salvación; jamás separar el cielo de la tierra, sino conjugar la Palabra con la vida, la fe con la historia. Se nos invita a llevar a cabo esta misión con esperanza y realismo, sostenidos por la “fuerza del Espíritu Santo” (Hch 1,8). Con la certeza de la presencia continua de Jesús que bendice a los suyos, los mira con benevolencia y los llena de “gran alegría” (Lc 24,50-52). (*) La Ascensión no significa ausencia del Señor, sino otra manera de estar presente (Mt 28,20; Mc 16,20). Él es siempre Emanuel, todos los días Él actúa junto con sus discípulos y confirma con signos la Palabra que ellos predican.
En algunas imágenes del misterio de la Ascensión, una nube envuelve el cuerpo de Jesús, dejando que se vean tan solo sus pies: emblemáticamente, son los pies de la Iglesia misionera, los pies de los cristianos, evangelizadores y evangelizadoras, que, por los caminos del mundo, llevan a todos el Evangelio, que es mensaje de misericordia, acogida, inclusión. Ellos anuncian el Evangelio con su misma vida, con la palabra, utilizando también los medios más modernos de la comunicación social (prensa, filmes, videos, e-mails, internet, sms, blog, facebook, twitter, chat, sitios web y otras redes digitales), que ofrecen oportunidades nuevas para la evangelización y la catequesis. En la Jornada de las Comunicaciones Sociales el Papa Francisco exhorta a los medios de comunicación a ser siempre instrumentos de comunión entre las personas. ¡Son los desafíos siempre nuevos de la Misión!
Palabra del Papa
(*) «Solo prestando atención a quién escuchamos, qué escuchamos y cómo escuchamos podemos crecer en el arte de comunicar… Lamentablemente, la falta de escucha, que experimentamos muchas veces en la vida cotidiana, es evidente también en la vida pública, en la que, a menudo, en lugar de oír al otro, lo que nos gusta es escucharnos a nosotros mismos. Esto es síntoma de que, más que la verdad y el bien, se busca el consenso; más que a la escucha, se está atento a la audiencia. La buena comunicación, en cambio, no trata de impresionar al público con un comentario ingenioso dirigido a ridiculizar al interlocutor, sino que presta atención a las razones del otro y trata de hacer que se comprenda la complejidad de la realidad… Escuchar es, por tanto, el primer e indispensable ingrediente del diálogo y de la buena comunicación».
Papa Francisco
Mensaje para la Jornada mundial de las Comunicaciones Sociales, 2022
P. Romeo Ballan, mccj
LA BENDICIÓN DE JESÚS
Lucas 24,46-53
Son los últimos momentos de Jesús con los suyos. Enseguida los dejará para entrar definitivamente en el misterio del Padre. Ya no los podrá acompañar por los caminos del mundo como lo ha hecho en Galilea. Su presencia no podrá ser sustituida por nadie.
Jesús solo piensa en que llegue a todos los pueblos el anuncio del perdón y la misericordia de Dios. Que todos escuchen su llamada a la conversión. Nadie ha de sentirse perdido. Nadie ha de vivir sin esperanza. Todos han de saber que Dios comprende y ama a sus hijos e hijas sin fin. ¿Quién podrá anunciar esta Buena Noticia?
Según el relato de Lucas, Jesús no piensa en sacerdotes ni obispos. Tampoco en doctores o teólogos. Quiere dejar en la tierra “testigos”. Esto es lo primero: “vosotros sois testigos de estas cosas”. Serán los testigos de Jesús los que comunicarán su experiencia de un Dios bueno y contagiarán su estilo de vida trabajando por un mundo más humano.
Pero Jesús conoce bien a sus discípulos. Son débiles y cobardes. ¿Dónde encontrarán la audacia para ser testigos de alguien que ha sido crucificado por el representante del Imperio y los dirigentes del Templo? Jesús los tranquiliza: “Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido”. No les va a faltar la “fuerza de lo alto”. El Espíritu de Dios los defenderá.
Para expresar gráficamente el deseo de Jesús, el evangelista Lucas describe su partida de este mundo de manera sorprendente: Jesús vuelve al Padre levantando sus manos y bendiciendo a sus discípulos. Es su último gesto. Jesús entra en el misterio insondable de Dios y sobre el mundo desciende su bendición.
A los cristianos se nos ha olvidado que somos portadores de la bendición de Jesús. Nuestra primera tarea es ser testigos de la Bondad de Dios. Mantener viva la esperanza. No rendirnos ante el mal. Este mundo que parece un “infierno maldito” no está perdido. Dios lo mira con ternura y compasión.
También hoy es posible buscar el bien, hacer el bien, difundir el bien. Es posible trabajar por un mundo más humano y un estilo de vida más sano. Podemos ser más solidarios y menos egoístas. Más austeros y menos esclavos del dinero. La misma crisis económica nos puede empujar a buscar una sociedad menos corrupta.
En la Iglesia de Jesús hemos olvidado que lo primero es promover una “pastoral de la bondad”. Nos hemos de sentir testigos y profetas de ese Jesús que pasó su vida sembrando gestos y palabras de bondad. Así despertó en las gentes de Galilea la esperanza en un Dios Salvador. Jesús es una bendición y la gente lo tiene que conocer.
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