El evangelio de este domingo nos ofrece la versión lucana del Padre Nuestro. Nosotros conocemos de memoria la versión del Evangelio según san Mateo, estructurada en siete peticiones (Mt 6,9–13). La de san Lucas, más breve, contiene solo cinco. Sin embargo, esta diferencia no altera su esencia. [...]
“Señor, enséñanos a orar.”
Lucas 11,1–13
El evangelio de este domingo nos ofrece la versión lucana del Padre Nuestro. Nosotros conocemos de memoria la versión del Evangelio según san Mateo, estructurada en siete peticiones (Mt 6,9–13). La de san Lucas, más breve, contiene solo cinco. Sin embargo, esta diferencia no altera su esencia.
«Jesús estaba orando en cierto lugar; cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar». Este discípulo anónimo nos representa a todos. Contemplar a Jesús sumido en la oración despierta en nosotros el deseo de entrar en su experiencia de profunda intimidad con el Padre, nosotros que tantas veces encontramos difícil orar.
El pasaje del evangelio se compone de tres partes:
– la oración de Jesús y la enseñanza del Padre Nuestro (vv. 1–4);
– la parábola del amigo insistente (vv. 5–8), que nos invita a orar sin desanimarnos;
– y, finalmente, la comparación con la relación padre-hijo (vv. 9–13), para despertar en nosotros la confianza de un niño:
«Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!»
¿Dios: Padre o padrastro?
Jesús habla desde su experiencia como Hijo. Pero, ¿por qué la nuestra a menudo es tan diferente? A veces —de forma inconsciente— pensamos que el Padre celestial es más severo que nuestro padre terrenal. Voltaire escribía: «Nadie querría tener a Dios como padre terrenal», y F. Engels concluía: «Cuando un hombre conoce a un Dios más severo y cruel que su propio padre, entonces se vuelve ateo» (citas tomadas de Enzo Bianchi).
¿De dónde proviene esta imagen tan distorsionada de Dios? ¿Quizás de nuestras decepciones en la oración? ¿Y no serán estas fruto de una idea equivocada de la oración? De hecho, muchas de nuestras oraciones son peticiones de… ¡milagros! Pedir milagros es posible, pero arriesgado. La Escritura considera que esto puede ser una manera de “tentar a Dios” (cf. Lc 4,12), porque se termina reduciendo a Dios a un ídolo —y los ídolos siempre decepcionan.
La oración, en cambio, es la máxima expresión del ejercicio de la fe, la esperanza y la caridad. Y cuando se reza con confianza, esperanza y amor filial, entonces sí, ocurre el milagro: no tanto fuera, sino dentro de nosotros, mediante la acción transformadora del Espíritu Santo.
Algunas reflexiones sobre el Padre Nuestro
Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino
“Padre” es un nombre atribuido a Dios en muchas religiones. Lo original del cristianismo es la conciencia de ser “hijos en el Hijo”. La naturaleza de esta oración —hecha en primera persona del plural— es profundamente misionera, ya que el “nosotros” abarca no solo a la comunidad cristiana, sino a toda la humanidad.
Al Padre le pedimos, ante todo, la santificación de su Nombre. Pero comenzando por nosotros: «No profanaréis mi santo nombre» (Lv 22,32). Cada uno de nosotros puede ser el “lugar” donde se santifica continuamente el Nombre de Dios, revelando su paternidad, o bien el lugar de su profanación.
La segunda petición es la venida del Reino de Dios. Era una necesidad muy sentida en tiempos de Jesús. En el Nuevo Testamento aparece 122 veces la expresión “Reino de Dios”, 90 de ellas en boca de Jesús (F. Armellini). Reino y Evangelio parecen coincidir en la predicación de Jesús (cf. Mc 1,15). Los hijos del Reino son fermento de “unos cielos nuevos y una tierra nueva, en los que habite la justicia” (2Pe 3,13).
Danos cada día nuestro pan cotidiano
La petición más humilde se encuentra en el centro de la oración del Padre Nuestro: es la tercera de cinco en la versión de Lucas, la cuarta de siete en la de Mateo. Tal vez no sea casualidad. Es en el compartir el pan donde se revela nuestro sentido de filiación y fraternidad.
En tiempos de Jesús, el pan tenía un valor simbólico muy fuerte: se consideraba sagrado. Partirlo y compartirlo, después de la bendición del jefe de familia, representaba el gesto más elevado de comunión doméstica. El pan se partía con las manos, con delicadeza, nunca con cuchillo.
Pedir el pan cotidiano a Dios significa reconocer que todo proviene de su paternidad, e implica un profundo sentido de fraternidad: quien reza el Padre Nuestro lo hace en plural, pidiendo pan para todos, no solo para sí mismo. Además, esta petición conlleva un llamado a la sobriedad, recordando la experiencia del maná en el desierto: debía recogerse día a día, sin acumular para el día siguiente (Éx 16,19–21). Acumular lo hacía pudrirse.
Vivimos en un mundo en el que las desigualdades sociales se han vuelto dramáticas e intolerables. Hace pocos días, un estudio de la ONG Oxfam revelaba que cuatro multimillonarios africanos poseen más de la mitad de la riqueza del continente. Hoy se necesitan voces proféticas como la de san Juan Crisóstomo —y de muchos otros Padres de la Iglesia— capaces de gritar como él: «¡El rico es un ladrón o heredero de ladrones!». Por eso, la petición del “pan de cada día” es la más revolucionaria e incómoda del Padre Nuestro.
perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación
La petición de perdón es la forma más auténtica de ponerse ante Dios. Pedimos perdón por nuestros pecados: los míos, los nuestros, los de toda la humanidad. Esta petición presupone en nosotros un vivo sentido del pecado —lo cual no es nada obvio— y un encuentro constante y sincero con la Palabra de Dios. También nosotros, muchas veces, somos como los fariseos: hábiles para “colar el mosquito y tragarnos el camello” (Mt 23,24), listos para confesar “pecadillos” y ciegos ante graves injusticias de las que somos, en alguna medida, corresponsables.
A la petición de perdón se une también la que se refiere a la tentación. ¿Pero qué tentación? La palabra griega puede también significar “prueba”. La prueba forma parte necesaria del camino de la fe: puede purificar, pero también poner en peligro. Por eso pedimos al Padre que nos sostenga. Hay pruebas extraordinarias, pero también las hay cotidianas, que son las más insidiosas. A veces basta con la monotonía de la vida, el desgaste de lo diario o simplemente el paso del tiempo para apagar el entusiasmo y enfriar la fe.
En el Padre Nuestro se habla de “tentación” o “prueba” en singular, y para entender su significado podemos mirar la experiencia de Jesús. Él afronta dos momentos de prueba: en el desierto, donde debe elegir entre seguir la Palabra de Dios o ceder a la lógica del mundo; y en la Pasión, especialmente en Getsemaní, donde se enfrenta a un rostro de Dios desconcertante y misterioso, representado por la cruz. Estas dos pruebas, aunque distintas, están profundamente unidas: ambas ponen en cuestión la fidelidad a la misión según la lógica del Reino de Dios.
Así pues, la prueba —o tentación— de la que se habla en el Padre Nuestro no es simplemente la tentación del ser humano enfrentado a las dificultades de la vida. Es la tentación del discípulo, del misionero que ha hecho del Reino su mayor anhelo, la única razón de su vida. (Bruno Maggioni)
Para la reflexión personal
Meditar e interiorizar esta afirmación sorprendente y extraordinaria de Jesús: «Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; quien busca encuentra; y al que llama, se le abrirá.»
P. Manuel João Pereira Correia, mccj
REAPRENDER LA CONFIANZA
Lucas 11,1-13
Quien pide, recibe.
Lucas y Mateo han recogido en sus respectivos evangelios unas palabras de Jesús que, sin duda, quedaron muy grabadas en sus seguidores más cercanos. Es fácil que las haya pronunciado mientras se movía con sus discípulos por las aldeas de Galilea, pidiendo algo de comer, buscando acogida o llamando a la puerta de los vecinos.
Probablemente, no siempre reciben la respuesta deseada, pero Jesús no se desalienta. Su confianza en el Padre es absoluta. Sus seguidores han de aprender a confiar como él: «Os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá». Jesús sabe lo que está diciendo pues su experiencia es esta: «quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre».
Si algo hemos de reaprender de Jesús en estos tiempos de crisis y desconcierto en su Iglesia es la confianza. No como una actitud ingenua de quienes se tranquilizan esperando tiempos mejores. Menos aún como una postura pasiva e irresponsable, sino como el comportamiento más evangélico y profético de seguir hoy a Jesús, el Cristo. De hecho, aunque sus tres invitaciones apuntan hacia la misma actitud básica de confianza en Dios, su lenguaje sugiere diversos matices.
«Pedir» es la actitud propia del pobre que necesita recibir de otro lo que no puede conseguir con su propio esfuerzo. Así imaginaba Jesús a sus seguidores: como hombres y mujeres pobres, conscientes de su fragilidad e indigencia, sin rastro alguno de orgullo o autosuficiencia. No es una desgracia vivir en una Iglesia pobre, débil y privada de poder. Lo deplorable es pretender seguir hoy a Jesús pidiendo al mundo una protección que solo nos puede venir del Padre.
«Buscar» no es solo pedir. Es, además, moverse, dar pasos para alcanzar algo que se nos oculta porque está encubierto o escondido. Así ve Jesús a sus seguidores: como «buscadores del reino de Dios y su justicia». Es normal vivir hoy en una Iglesia desconcertada ante un futuro incierto. Lo extraño es no movilizarnos para buscar juntos caminos nuevos para sembrar el Evangelio en la cultura moderna.
«Llamar» es gritar a alguien al que no sentimos cerca, pero creemos que nos puede escuchar y atender. Así gritaba Jesús al Padre en la soledad de la cruz. Es explicable que se oscurezca hoy la fe de no pocos cristianos que aprendieron a decirla, celebrarla y vivirla en una cultura premoderna. Lo lamentable es que no nos esforcemos más por aprender a seguir hoy a Jesús gritando a Dios desde las contradicciones, conflictos e interrogantes del mundo actual.
José A. Pagola
El Padrenuestro según San Cipriano
Un comentario a Lc 11, 1-13
La oración del Padrenuestro es la síntesis de las enseñanzas de Jesús.Hace tres años, cuando leíamos esta lectura, compartí con ustedes el comentario que hace Simone Weill. Este año les comparto algunas reflexiones de San Cipriano.
Hablar con el Padre
“El hombre nuevo, nacido de nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar Padre, porque ya ha empezado a ser hijo. La Palabra vino a los suyos –dice el Evangelio- y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, a los que creen en su nombre, les dio poder de llegar a ser hijos de Dios. Por esto, el que ha creído en su nombre y ha llegado a ser hijo de Dios debe comenzar por hacer profesión, lleno de gratitud, de su condición de hijo de Dios, llamando padre suyo al Dios que está en el cielo”. ..
Pero este nombre no debe pronunciarse en vano. Puesto que “llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de que él se complazca en nosotros, como nosotros nos complacemos en tenerlo como Padre. Sea nuestra conducta cual conviene a nuestra condición de templos de Dios, para que se vea de verdad que Dios habita en nosotros. Que nuestras acciones no desdigan del Espíritu”. (Breviario, Semana XI ordinaria)
Venga tu Reino
“Pedimos que se haga presente en nosotros el reino de Dios, del mismo modo que suplicamos que su nombre sea santificado en nosotros. Porque no hay un solo momento en que Dios deje de reinar, ni puede empezar lo que siempre ha sido y nunca ha dejado de ser”.
“Pedimos a Dios que venga a nosotros nuestro reino que tenemos prometido, el que Cristo nos ganó con su sangre y su pasión, para que nosotros, que antes servimos al mundo, tengamos después parte en el reino de Cristo, como él nos ha prometido, con aquellas palabras: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino que está preparado para vosotros desde la creación del mundo” (id.)
Hágase tu voluntad...
“No en el sentido de que Dios haga lo que quiera, sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere”.
“Nadie puede confiar en sus propias fuerzas, sino que la seguridad nos viene de la benignidad y misericordia divina”. El mismo Jesús se mostró débil (Padre mío, si es posible, que pase este cáliz), pero dio ejemplo de anteponer la voluntad de Dios a la propia (No se haga mi voluntad sino la tuya).(id)
Perdona nuestras ofensas
Cada día pecamos, como nos recuerda San Juan: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos. Si confesamos nuestros pecados, fiel y bondadoso es el Señor para perdonarnos.
“Dos cosas nos enseña esta carta: que hemos de pedir perdón de nuestros pecados, y que esta oración nos alcanza el perdón”.
“El Señor añade una condición necesaria e ineludible que es a la vez un mandato y una promesa, esto es, que pidamos perdón de nuestras ofensas en la medida en que nosotros perdonamos a los que nos ofenden, para que sepamos que es imposible alcanzar el perdón que pedimos de nuestros pecados si nosotros no actuamos de modo semejante con los que nos han hecho alguna ofensa”. (id)
P. Antonio Villarino, mccj