Decididamente el Señor no nos deja tranquilos ni siquiera en tiempo de vacaciones. Después de sus enseñanzas sobre la oración, las riquezas y la vigilancia en los domingos pasados, hoy sus palabras se vuelven todavía más fuertes y desconcertantes, empleando un lenguaje enigmático que a menudo ha sido malinterpretado. Estamos en camino hacia Jerusalén y Jesús pone ante sus discípulos las exigencias radicales de su seguimiento. Hoy, sin embargo, Jesús habla de sí mismo, de su misión y de su destino. [...]
«Estar cerca de mí es estar cerca del Fuego»
«He venido a traer fuego a la tierra.»
Lucas 12,49-53
Decididamente el Señor no nos deja tranquilos ni siquiera en tiempo de vacaciones. Después de sus enseñanzas sobre la oración, las riquezas y la vigilancia en los domingos pasados, hoy sus palabras se vuelven todavía más fuertes y desconcertantes, empleando un lenguaje enigmático que a menudo ha sido malinterpretado. Estamos en camino hacia Jerusalén y Jesús pone ante sus discípulos las exigencias radicales de su seguimiento. Hoy, sin embargo, Jesús habla de sí mismo, de su misión y de su destino. Lo hace a través de tres imágenes: el fuego, el bautismo y la división. Nos detendremos sobre todo en la primera: el fuego.
1. «He venido a traer FUEGO a la tierra,
¡y cuánto deseo que ya estuviera ardiendo!»
La fascinación del fuego sobre la imaginación humana y su valor simbólico son universales. No nos sorprende, por tanto, que la palabra «fuego» (’esh en hebreo; pyr en griego, en la versión de los LXX) aparezca más de 400 veces en el Antiguo Testamento y más de 70 veces en el Nuevo Testamento.
El fuego, en la Biblia, es uno de los símbolos más ricos y polivalentes. Está a menudo ligado a la manifestación de la Shekinah (la presencia visible de Dios), como en la zarza ardiente, la columna de fuego del Éxodo, en el monte Sinaí y en las visiones proféticas. Puede ser instrumento del juicio divino o representar la purificación espiritual. Al mismo tiempo, el fuego simboliza pasión y amor intenso. En el Nuevo Testamento, finalmente, se convierte en imagen del Espíritu Santo.
1. ¿De qué fuego habla Jesús? Podríamos pensar en el fuego del Espíritu, pero aquí parece referirse sobre todo al fuego de su Palabra, inflamado por la pasión del Amor divino. Los Evangelios coinciden en presentar a Jesús como un hombre apasionado. Él es el nuevo Elías, «profeta como un fuego; su palabra ardía como una antorcha» (Eclo 48,1), devorado por el celo divino (cf. 1 Re 19,10). El celo de Jesús era el de cumplir la voluntad del Padre (Jn 4,34; Lc 2,49). Durante la purificación del Templo, los apóstoles recordarán la palabra del Salmista: «El celo por tu casa me consumirá» (Jn 2,17).
Este fuego pasional se manifiesta tanto en su ira contra escribas, fariseos y autoridades del Templo, que habían colonizado la religión, como en la compasión por las multitudes y los enfermos, en la misericordia hacia los pecadores y en el amor por sus discípulos a quienes «amó hasta el extremo». ¡Es este fuego el que Cristo quiere encender en el mundo!
2. San Pablo nos recuerda que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5). ¿Qué hemos hecho con él? ¿Arde aún en nuestro corazón? ¿Resplandece y se expande a nuestro alrededor? ¿O es apenas una pequeña llama vacilante? ¿Vivimos una vida cristiana tibia? Que el Señor no tenga que decir de nosotros lo que dijo a la Iglesia de Laodicea: «no eres ni frío ni caliente» (Ap 3,15-16).
3. ¿Cómo calentar el corazón? ¡Acercándonos al Fuego! En el «Evangelio de Tomás», un apócrifo de los siglos I-II que recoge muchos dichos atribuidos a Jesús, encontramos estas dos afirmaciones: «He encendido fuego en el mundo, y mirad, lo custodio hasta que prenda» (n. 10); «Quien está cerca de mí está cerca del fuego, y quien está lejos de mí está lejos del reino» (n. 82). El Señor que no vino a «apagar la mecha que aún humea» (Mt 12,20) es el guardián del Fuego en nuestro corazón, pero debemos acercarnos a Él con confianza. El miedo a ser «quemados» por el Fuego divino es muy real. En este sentido, comenta con irónica tristeza el gran teólogo y autor espiritual Von Balthasar:
«Si tienes fuego en tu corazón, guárdalo bien dentro de un hogar incombustible y mantenlo cubierto, porque si salta aunque sea una chispa y no te das cuenta, serás presa de las llamas junto con la casa. Dios es un fuego devorador. Ten cuidado en cómo tratas con Él, no sea que comience a exigir y ya no sepas a dónde te conduce. Dios es peligroso. Ten cuidado, se esconde, empieza con un pequeño amor, con una pequeña llama y, antes de que te des cuenta, ya te posee entero y eres prisionero.» (El corazón del mundo)
4. Otra cosa que puede suceder es que las cenizas cubran el fuego. Es necesario, periódicamente, quitar las cenizas y reavivar el fuego. El verbo griego (anazōpureō), traducido como «reavivar» (encender de nuevo, avivar el fuego bajo las cenizas), aparece una sola vez en el Nuevo Testamento, precisamente en 2 Tim 1,6, donde san Pablo dice a su discípulo Timoteo: «Te exhorto a reavivar el don de Dios que está en ti». ¿A qué «abanico» recurrir para reavivar el Fuego en nuestro corazón? ¡Al soplo del Espíritu Santo! Cada mañana pidámosle que quite las cenizas del día anterior para que la nueva jornada esté animada por el Fuego del Amor.
5. El cristiano está llamado a ser una llama viviente. Más aún, una zarza viva, como la que Moisés vio en el Sinaí. Un dicho de los antiguos Padres del desierto cuenta:
«Un discípulo preguntó al padre José de Panefisi: ‘¿Qué más debo hacer?’, después de haberle descrito su vida de oración, ayuno, meditación y pureza interior. Entonces el anciano se levantó, levantó los brazos al cielo, y sus dedos se convirtieron en diez antorchas. ‘Si quieres —le dijo— conviértete todo en fuego.’»
2. «Tengo un BAUTISMO con el que debo ser bautizado,
y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!»
Esta afirmación de Jesús es más comprensible. Él se refiere a su muerte en la cruz. San Juan insiste en que Jesús «es aquel que vino por agua y sangre» (1 Jn 5,6-8). Jesús se sumergió en las aguas del Jordán en solidaridad con nosotros, pero el «bautismo» de sangre lo realiza por nosotros. Jesús dice que «está presionado» (sentido literal del verbo griego, más que «angustiado») para que esto suceda.
Existe un vínculo entre la imagen del bautismo y la del fuego. Jesús habla de la necesidad de este bautismo para que el Fuego del Amor de Dios prenda en el mundo. Las autoridades judías quisieron apagar el fuego de su palabra y de su mensaje, sumergiendo a Jesús en las aguas de la muerte, pero con su resurrección estallará el Fuego del Espíritu sobre toda la tierra.
3. «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra?
No, os lo digo, sino DIVISIÓN.»
Esta afirmación de Jesús es muy comprensible. Su palabra incomoda y suscita inquietud, resistencias y oposiciones. Nos despierta de las falsas paces. Allí donde entra Cristo, lleva agitación y división, tanto en las conciencias como en la sociedad e incluso en la Iglesia.
Si el mensaje de Jesús es fuego, el cristiano es un incendiario. Incomoda a los bienpensantes y a los defensores del statu quo. Denuncia los compromisos. Despierta la oposición de quienes se desentienden del bien común y de quienes explotan la naturaleza y a los pobres.
El Fuego del Evangelio no nos deja en paz. He aquí por qué, sin darnos siquiera cuenta, buscamos subterfugios para mantenerlo un poco alejado. Y, paradójicamente, el más sofisticado de esos subterfugios puede ser incluso la misma oración, dice todavía Von Balthasar en esta provocación irónica:
«Si no logras librarte de su mirada, entonces reza hasta que ya no lo veas. Es posible. Rezar hasta deshacerse de Él. Rezar al Dios cercano hasta convertirlo en un Dios lejano. Sepúltalo bajo oraciones, hasta que con su voz enmudezca.» (El corazón del mundo)
P. Manuel João Pereira Correia, mccj
SIN FUEGO NO ES POSIBLE
Lucas 12,49-53
En un estilo claramente profético, Jesús resume su vida entera con unas palabras insólitas: “Yo he venido a prender fuego en el mundo, y ¡ojalá estuviera ya ardiendo!”. ¿De qué está hablando Jesús? El carácter enigmático de su lenguaje conduce a los exegetas a buscar la respuesta en diferentes direcciones. En cualquier caso, la imagen del “fuego” nos está invitando a acercarnos a su misterio de manera más ardiente y apasionada.
El fuego que arde en su interior es la pasión por Dios y la compasión por los que sufren. Jamás podrá ser desvelado ese amor insondable que anima su vida entera. Su misterio no quedará nunca encerrado en fórmulas dogmáticas ni en libros de sabios. Nadie escribirá un libro definitivo sobre él. Jesús atrae y quema, turba y purifica. Nadie podrá seguirlo con el corazón apagado o con piedad aburrida.
Su palabra hace arder los corazones. Se ofrece amistosamente a los más excluidos, despierta la esperanza en las prostitutas y la confianza en los pecadores más despreciados, lucha contra todo lo que hace daño al ser humano. Combate los formalismos religiosos, los rigorismos inhumanos y las interpretaciones estrechas de la ley. Nada ni nadie puede encadenar su libertad para hacer el bien. Nunca podremos seguirlo viviendo en la rutina religiosa o el convencionalismo de “lo correcto”.
Jesús enciende los conflictos, no los apaga. No ha venido a traer falsa tranquilidad, sino tensiones, enfrentamiento y divisiones. En realidad, introduce el conflicto en nuestro propio corazón. No es posible defenderse de su llamada tras el escudo de ritos religiosos o prácticas sociales. Ninguna religión nos protegerá de su mirada. Ningún agnosticismo nos librará de su desafío. Jesús nos está llamando a vivir en verdad y a amar sin egoísmos.
Su fuego no ha quedado apagado al sumergirse en las aguas profundas de la muerte. Resucitado a una vida nueva, su Espíritu sigue ardiendo a lo largo de la historia. Los primeros seguidores lo sienten arder en sus corazones cuando escuchan sus palabras mientras camina junto a ellos.
¿Dónde es posible sentir hoy ese fuego de Jesús? ¿Dónde podemos experimentar la fuerza de su libertad creadora? ¿Cuándo arden nuestros corazones al acoger su Evangelio? ¿Dónde se vive de manera apasionada siguiendo sus pasos? Aunque la fe cristiana parece extinguirse hoy entre nosotros, el fuego traído por Jesús al mundo sigue ardiendo bajo las cenizas. No podemos dejar que se apague. Sin fuego en el corazón no es posible seguir a Jesús.
José A. Pagola
El fuego del Espíritu Santo
Papa Francesco
El Evangelio de este domingo (Lc 12, 49-53) forma parte de las enseñanzas de Jesús dirigidas a sus discípulos a lo largo del camino de subida hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en la cruz. Para indicar el objetivo de su misión, Él se sirve de tres imágenes: el fuego, el bautismo y la división. Hoy deseo hablar de la primera imagen: el fuego.
Jesús la narra con estas palabras: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (v. 49). El fuego del cual habla Jesús es el fuego del Espíritu Santo, presencia viva y operante en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. Este –el fuego– es una fuerza creadora que purifica y renueva, quema toda miseria humana, todo egoísmo, todo pecado, nos transforma desde dentro, nos regenera y nos hace capaces de amar. Jesús desea que el Espíritu Santo estalle como el fuego en nuestro corazón, porque sólo partiendo del corazón el incendio del amor divino podrá extenderse y hacer progresar el Reino de Dios. No parte de la cabeza, parte del corazón. Y por eso Jesús quiere que el fuego entre en nuestro corazón. Si nos abrimos completamente a la acción de este fuego que es el Espíritu Santo, Él nos donará la audacia y el fervor para anunciar a todos a Jesús y su confortante mensaje de misericordia y salvación, navegando en alta mar, sin miedos.
Cumpliendo su misión en el mundo, la Iglesia —es decir, todos los que somos la Iglesia— necesita la ayuda del Espíritu Santo para no ser paralizada por el miedo y el cálculo, para no acostumbrarse a caminar dentro de confines seguros. Estas dos actitudes llevan a la Iglesia a ser una Iglesia funcional, que nunca arriesga. En cambio, la valentía apostólica que el Espíritu Santo enciende en nosotros como un fuego nos ayuda a superar los muros y las barreras, nos hace creativos y nos impulsa a ponernos en marcha para caminar incluso por vías inexploradas o incómodas, dando esperanzas a cuantos encontramos. Con este fuego del Espíritu Santo estamos llamados a convertirnos cada vez más en una comunidad de personas guiadas y transformadas, llenas de comprensión, personas con el corazón abierto y el rostro alegre. Hoy más que nunca se necesitan sacerdotes, consagrados y fieles laicos, con la atenta mirada del apóstol, para conmoverse y detenerse ante las minusvalías y la pobreza material y espiritual, caracterizando así el camino de la evangelización y de la misión con el ritmo sanador de la proximidad.
Es precisamente el fuego del Espíritu Santo que nos lleva a hacernos prójimos de los demás, de los necesitados, de tantas miserias humanas, de tantos problemas, de los refugiados, de aquellos que sufren.
En este momento, pienso también con admiración sobre todo en los numerosos sacerdotes, religiosos y fieles laicos que, por todo el mundo, se dedican a anunciar el Evangelio con gran amor y fidelidad, no pocas veces a costa de sus vidas. Su ejemplar testimonio nos recuerda que la Iglesia no necesita burócratas y diligentes funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de llevar a todos la confortante palabra de Jesús y su gracia. Este es el fuego del Espíritu Santo. Si la Iglesia no recibe este fuego o no lo deja entrar en sí, se convierte en una Iglesia fría o solamente tibia, incapaz de dar vida, porque está compuesta por cristianos fríos y tibios. Nos hará bien, hoy, tomarnos cinco minutos y preguntarnos: ¿Cómo está mi corazón? ¿Es frío? ¿Es tibio? ¿Es capaz de recibir este fuego? Dediquemos cinco minutos a esto. Nos hará bien a todos.
Y pidamos a la Virgen María que rece con nosotros y por nosotros al Padre celeste, para que infunda sobre todos los creyentes el Espíritu Santo, fuego divino que enciende los corazones y nos ayuda a ser solidarios con las alegrías y los sufrimientos de nuestros hermanos. Que nos sostenga en nuestro camino el ejemplo de san Maximiliano Kolbe, mártir de la caridad, de quien hoy celebramos la fiesta: que él nos enseñe a vivir el fuego del amor por Dios y por el prójimo.
Ser cristiano: sólo para valientes
Un comentario a Lc 12, 49-53
Lucas, en su narración evangélica, nos va acercando cada vez más a Jerusalén, donde Jesús se va a enfrentar a la “batalla” de su vida. Jesús propone el Reino de Dios (Reino de Verdad y Justicia, de Amor, de Misericordia y de Paz), pero las autoridades y todos los que tienen sus privilegios asegurados (basados en la mentira y la injusticia, el egoísmo, el desprecio y la violencia) se le oponen tenazmente. Ante ese conflicto, Jesús no reacciona nunca con violencia, pero tampoco con debilidad o cobardía; él no se “ablanda”, sino que permanece firme y dispuesto a dejarse incluso la vida en ello, como así ha sucedido.
Lo mismo le sucedió a sus seguidores, después de la Pascua. Los discípulos del Maestro pronto se dieron cuenta de que seguir a Jesús tiene su costo y de que, a pesar de su actitud pacífica, encontrarán mucha oposición de parte de las autoridades y de los poderosos e incluso de sus propias familias, porque son muchos los que no quieren que las cosas cambien, son muchos los que no quieren el Reino de Dios, porque ellos quieren ser los reyes absolutos y dominadores de otros.
Por eso Lucas les recuerda la vida y las palabras de Jesús: “He venido para prender fuego a la tierra” y estoy dispuesto a “pasar por la prueba de un bautismo”, un bautismo de sangre (su muerte). Yo les doy la paz –dijo en otra ocasión Jesús-, pero no “la paz del mundo”, la paz de la injusticia y de la mentira. Yo les doy la paz que es fruto de la Verdad, de la Justicia y del Amor.
A veces parece como si ser cristiano fuese igual a ser pusilánime, tímido, apagado… No. Todo lo contrario. El cristiano es un apasionado del Reino de Dios, un enamorado de la vida, un amante de la verdad y la justicia. El cristiano no acepta las mentiras de nuestro mundo, se rebela contra ellas; el cristiano no acepta dictadores que se imponen por la fuerza de su poder político, económico o cultural. El cristiano es una persona libre que se sabe hijo de Dios y hermano de todos. Por eso nunca acepta la violencia, pero tampoco la pasividad, la cobardía o la comodidad. El cristiano sabe que le puede tocar afrontar oposición y sacrificio, pero como Jesús está dispuesto a todo, confiando, como Jesús, en el Padre.
Como dice el papa Francisco, el cristiano “sale” al mundo, con el “fuego” del Espíritu, con mucha paz interior y con mucha misericordia, pero sin arrugarse ante las dificultades y la oposición.
P. Antonio Villarino, mccj