Hoy, último domingo del año litúrgico, celebramos la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Esta festividad fue introducida por el papa Pío XI en 1925, en un período histórico marcado por las dificultades y turbulencias de la posguerra. El texto del Evangelio de hoy está tomado de san Lucas, que nos ha acompañado durante este año litúrgico, ciclo C.
El Rey, crucificado con nosotros malhechores
«Hoy estarás conmigo en el paraíso.»
Lucas 23,35-43
Hoy, último domingo del año litúrgico, celebramos la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Esta festividad fue introducida por el papa Pío XI en 1925, en un período histórico marcado por las dificultades y turbulencias de la posguerra. Pío XI estaba convencido de que solo la proclamación de la realeza de Cristo sobre todos los pueblos y naciones podía garantizar la paz. Con la reforma litúrgica tras el Concilio Vaticano II, la festividad fue colocada al final del año litúrgico, como su conclusión natural.
El texto del Evangelio de hoy está tomado de san Lucas, que nos ha acompañado durante este año litúrgico, ciclo C.
La Madre del Rey y su largo trabajo de parto
Lucas inicia su evangelio con el relato de una doble visita celestial: la realizada a Zacarías, en el templo de Jerusalén, y la realizada a María, en Nazaret de Galilea. A María, el ángel Gabriel le hace un anuncio y una promesa solemnes e impresionantes: «Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará para siempre sobre la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,31-33). ¡Hijo del Altísimo y Rey! Tres veces se subraya su realeza y dos veces se afirma que será eterna.
Todo el evangelio de Lucas gira en torno a esta promesa, llevada adelante sin embargo con un ritmo lentísimo para nuestras expectativas y de manera paradójica según nuestros criterios.
El Rey venido de lejos para reclamar su Reino
Todo el evangelio de Lucas se articula alrededor de esta doble revelación: Jesús, Hijo de Dios y Rey Mesías.
En la primera parte, Jesús es proclamado Hijo de Dios por el Padre, en el bautismo y en el monte Tabor, pero solo Satanás y los endemoniados lo reconocen como tal.
En la segunda parte del evangelio de Lucas, el Reino de Dios se convierte en el tema privilegiado de su predicación. En un determinado momento, Jesús se pone en camino hacia Jerusalén (Lc 9,51) para reclamar su título de Rey. Como él mismo cuenta en una parábola, mientras sube de Jericó hacia la Ciudad Santa: «Un hombre noble partió hacia un país lejano para recibir la dignidad real y volver después» (Lc 19,12). La recibe con ocasión de su «segundo bautismo» (cf. Lc 12,50), el de sangre, sobre el trono de la cruz: «Este es el rey de los judíos».
Durante el camino desde Galilea hasta Jerusalén, sin embargo, Jesús va perdiendo a sus seguidores, que esperaban un rey muy distinto. Aún hay un intento entusiasta de sus paisanos galileos de proclamarlo rey, con la entrada triunfal en Jerusalén, pero fracasa de inmediato. Los jefes religiosos y políticos retoman pronto el control de la situación. Y la multitud de sus simpatizantes, intimidada y desilusionada, se limitará a observar a la espera de los acontecimientos. Así harán también sus discípulos.
Por tanto, un rey sin reino, sin súbditos, sin ejército ni lugartenientes. ¡El rey se encontrará solo!
Un rey en el punto de mira de la tentación
Su título de Hijo de Dios había sido puesto a prueba tres veces por Satanás: «Si eres Hijo de Dios…». Ahora llega «el momento fijado» para el regreso del Adversario (cf. Lc 4,13). En efecto, el demonio vuelve a la carga otras tres veces, a través de tres protagonistas de la crucifixión: los jefes religiosos, los soldados y uno de los malhechores: «Si tú eres el Cristo, el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Si en la primera serie de tentaciones Jesús había expulsado al demonio con la Palabra, ahora lo hace con el Silencio. Sí, habla tres veces: pero la primera y la tercera dirigiéndose al Padre (Lc 23,34.46), y la segunda para responder a la súplica del segundo malhechor.
Un rey con un solo súbdito
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Él respondió: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». ¡Es sorprendente! Este malhechor es el único que reconoce la realeza de Cristo y se convierte en el primer ciudadano de su Reino.
Según algunos autores, el diálogo de Jesús con el segundo malhechor no es un simple detalle añadido por el evangelista, sino el punto culminante y central del cuadro lucano de la crucifixión (J.A. Fitzmyer y W. Trilling). En este sentido, se convierte en la síntesis y el culmen de la misión de Jesús según el Evangelio de Lucas: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10).
La tradición apócrifa (Evangelio de Nicodemo, apócrifo del siglo IV) atribuye al llamado buen ladrón el nombre de Dimas o Dismas, y lo sitúa a la derecha de Jesús, mientras que el otro, que lo insultaba, se llamaría Gesta o Gestas. Y Dimas se convierte en… San Dimas, muy popular en la Edad Media. La Iglesia lo celebra el… 25 de marzo, fecha vinculada por la tradición a la muerte de Jesús. «¡Santo ya!», por vía rapidísima, es el primer decreto del Rey: «En verdad te digo: ¡hoy estarás conmigo en el paraíso!». Ni siquiera Juan Pablo II logró semejante hazaña, a pesar de la aclamación popular.
«¡Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso!» San Lucas es el evangelista del «hoy», semeron (diez veces, ocho de ellas en boca de Jesús). Es la última vez que encontramos este adverbio temporal. En los labios de Jesús se convierte en su palabra suprema. Es el hoy de la misericordia que nos introduce en el HOY eterno. Por tanto, una palabra llena de esperanza y de consuelo, para Dimas y para nosotros, puesto que este «hoy» sigue vigente (Heb 3,13). Es más: «Dios vuelve a fijar un día: hoy» (Heb 4,7) para cada uno de nosotros. ¿Cómo no aprovecharlo?
Gesta o Dimas?
El nombre Gesta, en una interpretación un poco fantasiosa, podría significar, del latín gesta (hazañas heroicas). Dimas, en cambio, significaría ocaso, en griego. Gesta y Dimas podrían reflejar nuestra humanidad, dos maneras opuestas de vivir la existencia.
Todos nosotros somos «mal-hechores» y, tarde o temprano, nos encontramos, de algún modo, en la cruz. Y entonces solo tenemos dos alternativas: poner nuestra confianza en las obras de nuestras manos, o confiar nuestra vida en las manos de Dios. Podemos ser como Gesta y mirar hacia atrás las «hazañas» de nuestro pasado: a veces orgullosos de nuestros éxitos, pero más a menudo decepcionados y amargados. O podemos actuar como Dimas: mirar hacia la cruz del Rey e implorar con confianza: ¡Jesús, acuérdate de mí! ¡Jesús, acuérdate de mí! Solo él podrá llenar de luz serena nuestro ocaso.
P. Manuel João Pereira Correia, mccj
Jesucristo, Rey del Universo
Un comentario a Lc 23, 35-43
Llegamos al último domingo del año litúrgico (el próximo domingo ya es el primero de Adviento, de preparación a la Navidad). Y, como es lógico, el Año termina con un tema que recorre toda la Biblia, incluido el Nuevo Testamento: el Reino de Dios. Lucas, después de los primeros capítulos sobre la infancia de Jesús y sobre Juan Bautista, nos dice que Jesús fue a Nazaret y en la sinagoga hizo una gran declaración sobre su misión: “EL Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2).
A esa “buena nueva”, a la liberación de los oprimidos, a dar vista a los ciegos, a iluminar a los que estaban confundidos, a perdonar a los que se sentían aplastados por su pecado, a los que eran despreciados por pequeños y marginados, dedicó su tiempo, su afecto, su luminosa palabra y el poder del Espíritu que le acompañaba. Algunos, los sencillos y limpios de corazón, lo acogieron y se llenaron de esperanza y de alegría. Pero otros, los arrogantes y poderosos, se negaron a aceptarlo, prefiriendo un reino basado en el poder, la arrogancia y la mentira.
Hoy contemplamos una de las últimas escenas del evangelio de Lucas: sobre el monte Calvario aparecen, en síntesis, los tres protagonistas de la vida y la muerte de Jesús:
1. Jesús, humilde, fiel y confiado, que transforma la cruz en un Trono de amor, de generosidad y de entrega. La cruz, símbolo de la capacidad de entrega total y de confianza en Dios pase lo que pase, es el trono sobre el que se asienta su reinado de paz y amor, de verdad y de justicia. El Reino de Dios no se impone con ejércitos o astucias. El Reino de Dios se ofrece como una gran oportunidad de amor que hay que acoger libremente.
2. El “mal ladrón” y las “autoridades” que “hacen muecas”, se burlan de la limpieza y de la generosidad de Jesús, se ríen de su “debilidad” ante las fuerzas del mal. También hoy muchos se ríen de la propuesta de Jesús y de sus discípulos. Les parecen cosas despreciables. Prefieren fiarse de su dinero, de su astucia, de su “viveza”.
3. El “buen ladrón”, que reconoce su pecado, es decir, su connivencia con el mal de este mundo, pero, que, al final, se da cuenta de su error y se confía a Jesús, deseando “estar” con él en su Reino. Y Jesús no le rechaza, como no rechazó a Pedro después de la traición, ni a la pecadora condenada a muerte, ni a Zaqueo, el publicano.
La pregunta es: En esa escena del calvario, ¿dónde me sitúo yo? ¿Soy como los burlones que se ríen de Jesús y de sus discípulos o soy como el buen ladrón, que no es perfecto, pero sabe distinguir el mal del bien, sabe reconocer en Jesús al Ungido del Padre, desea y pide estar en el Reino de Jesús?
P. Antonio Villarino, MCCJ
El anuncio misionero de un Rey que acabó en una cruz
2 Samuel 5,1-3; Salmo 121; Colosenses 1,12-20; Lucas 23,35-43
Reflexiones
Conocemos las “Siete Palabras de Jesús en la cruz”. Pero existen también las “siete palabras dichas a Jesús en la cruz”. Las primeras son tema de abundantes sermones y textos espirituales. Pero también las segundas se prestan para oportunos comentarios y reflexiones. En el pasaje del Evangelio de Lucas encontramos hoy cuatro palabras dichas a Jesús: por las autoridades (v. 35), por los soldados (v. 36-37) y por los dos malhechores crucificados junto a Jesús (v. 39-42). Estas palabras tienen en común, salvo ligeras diferencias, el reto lanzado a Jesús: ‘demuestra quién eres (el Cristo, el rey…), sálvate a ti mismo, baja de la cruz’. Las palabras de las autoridades, de los soldados y de uno de los dos malhechores son injuriosas, despectivas, sin piedad, demuestran una total incomprensión y tergiversación de la identidad de Cristo.
El letrero sobre la cabeza de Jesús habla por sí solo: “Este es el rey de los judíos” (v. 38). Lo dice todo sobre esa condena. Pero ¿cómo descifrar ese letrero?, ¿quién lo entiende en su verdad plena? Para las autoridades religiosas y políticas son palabras de burla; sin embargo, para Dios y para el cristiano son palabras que dicen la verdad, que se ajustan plenamente a la identidad de ese condenado tan singular. Ese letrero es un reto que atraviesa los siglos: o se acepta o se rechaza. ¡Con el éxito consiguiente! “El pueblo estaba mirando” (v. 35): mudo y perplejo, entre curiosidad e impotencia, no entendía nada de lo que estaba ocurriendo, no sabía qué hacer… Poco después, sin embargo, cuando el espectáculo acabó en horrible tragedia, “se volvieron golpeándose el pecho” (v.48).
Es posible captar el significado de esa muerte por las palabras del segundo de los malhechores, el famoso ‘buen ladrón’, el único que reconoce el sentido del letrero y la identidad de Jesús. No le pide una clamorosa liberación, sino estar con Él en la última fase de su vida: “Acuérdate de mí…” (v. 42). Una petición aceptada inmediatamente: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (v. 43). ¡Es la primera sentencia del nuevo Rey! Jesús tiene tan solo palabras de salvación plena: ¡hoy, en el paraíso! El silencio de Jesús, su gesto de perdón, las pocas palabras (con el Padre, la madre, los amigos…) revelan el misterio de un rey espléndido y poderoso, que, sin embargo, acaba en una cruz. La suya es una realeza atípica, nueva: ha dejado boquiabiertos a Herodes, a Pilatos, a Tiberio, a las autoridades, al pueblo… Es una realeza difícil de comprender y más aún de aceptar. ¡Una realeza a menudo incomprendida y tergiversada! Sin embargo, para el que la acepta, es una realeza auténtica, que da sentido pleno a la vida. “Jesús habla de un reino trastocado, en el cual el último es el primero y el que reina no manda, sino que sirve. La cruz sobre la que muere Jesús es la síntesis de un camino regio fuera de lo común. Es el cumplimiento de una manera de reinar/servir que Jesús ha vivido día a día” (R. Vinco). Y ha inaugurado para nosotros.
La clave del misterio de esa muerte radica en la respuesta a las ‘lógicas’ preguntas de todos: “¿Por qué no bajas de la cruz? ¿Por qué no lo aclaras todo cumpliendo el milagro? Has hecho muchos y extraordinarios milagros, para otros… Si tú bajaras de la cruz, todos te creerían”. Sin embargo, podemos preguntarnos ¿en qué creerían? “En el Dios fuerte y poderoso, en el Dios que vence y humilla a los enemigos, que devuelve golpe tras golpe a las provocaciones de los impíos, que infunde temor y respeto, que no bromea… Pero este no es el Dios de Jesús. Si bajara de la cruz, desvirtuaría su mensaje anterior, traicionaría su misión: avalaría la idea falsa de Dios que los guías espirituales del pueblo tienen en su cabeza. Confirmaría que el Dios verdadero es el que los poderosos de este mundo siempre han adorado, porque es semejante a ellos: fuerte, arrogante, opresor, vengativo, humano. Este Dios fuerte es incompatible con el Dios que Jesús nos revela en la cruz: un Dios que ama a todos, aun a los que se oponen a Él, un Dios que perdona siempre, que salva, que se deja derrotar por amor” (F. Armellini). (*)
El desafío del primer ladrón: “sálvate a ti mismo y a nosotros” (v. 39) es la que podríamos llamar la última tentación. Jesús expresa su realeza permaneciendo sobre la cruz y desde allí entrega su vida, es decir, el Espíritu, como afirma Juan (19,30). El buen ladrón invoca: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues en tu reino” (v. 42). Un reconocimiento importante para Jesús, porque viene de un desechado, el cual, a su vez, se siente acogido y salvado: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (v. 43).
Esta reflexión tiene repercusiones inmediatas en el terreno de la misión: ¿Qué Dios anunciamos? ¿Qué rostro de Dios revela la misión que realizamos? ¿Un Dios que opta por la pobreza y la debilidad o un Dios en busca de reconocimientos y poder? Un Dios así estaría en sintonía con la lógica humana y con los reyes de la tierra. En la manera de hacer misión, a veces hay concesiones, se tiene miedo a anunciar, con las palabras y con los hechos, a un Dios derrotado, que pierde, sufre, perdona… Y, por tanto, no se favorece el crecimiento de una Iglesia pobre, humilde, dispuesta a perder... La abundancia de medios humanos puede, a veces, quitar transparencia al anuncio. Es más evangélica una misión que se realiza con medios débiles, que anuncia a Dios desde la pobreza, humillación, expulsión, persecución, destrucción… Porque ¡es la lógica del Rey que vence y reina desde la cruz! Un rey así estorba nuestros planes, porque nos exige un cambio de vida, capacidad de perdón, acogida para todos, tiempos más largos, perspectivas incómodas… Las condiciones son exigentes, pero, al lado de Él, el éxito de la misión está garantizado.
Palabra del Papa
(*) “No es el poder lo que redime, sino el amor. Este es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte!... El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que “el mundo se salva por el Crucificado y no por quienes lo crucifican”. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres”.
Benedicto XVI
Homilía en el solemne inicio del Pontificado, 24 de abril de 2005
P. Romeo Ballan, MCCJ
ACUERDATE DE MÍ
Lucas 23,35-43
Según el relato de Lucas, Jesús ha agonizado en medio de las burlas y desprecios de quienes lo rodean. Nadie parece haber entendido su vida. Nadie parece haber captado su entrega a los que sufren ni su perdón a los culpables. Nadie ha visto en su rostro la mirada compasiva de Dios. Nadie parece ahora intuir en aquella muerte misterio alguno.
Las autoridades religiosas se burlan de él con gestos despectivos: ha pretendido salvar a otros; que se salve ahora a sí mismo. Si es el Mesías de Dios, el “Elegido” por él, ya vendrá Dios en su defensa. También los soldados se suman a las burlas. Ellos no creen en ningún Enviado de Dios. Se ríen del letrero que Pilatos ha mandado colocar en la cruz: “Este es el rey de los judíos”. Es absurdo que alguien pueda reinar sin poder. Que demuestre su fuerza salvándose a sí mismo.
Jesús permanece callado, pero no desciende de la cruz. ¿Qué haríamos nosotros si el Enviado de Dios buscara su propia salvación escapando de esa cruz que lo une para siempre a todos los crucificados de la historia? ¿Cómo podríamos creer en un Dios que nos abandonara para siempre a nuestra suerte?
De pronto, en medio de tantas burlas y desprecios, una sorprendente invocación: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. No es un discípulo ni un seguidor de Jesús. Es un de los dos delincuentes crucificados junto a él. Lucas lo propone como un ejemplo admirable de fe en el Crucificado.
Este hombre, a punto de morir ajusticiado, sabe que Jesús es un hombre inocente, que no ha hecho más que bien a todos. Intuye en su vida un misterio que a él se le escapa, pero está convencido de que Jesús no va a ser derrotado por la muerte. De su corazón nace una súplica. Solo pide a Jesús que no lo olvide: algo podrá hacer por él.
Jesús le responde de inmediato: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ahora están los dos unidos en la angustia y la impotencia, pero Jesús lo acoge como compañero inseparable. Morirán crucificados, pero entrarán juntos en el misterio de Dios.
En medio de la sociedad descreída de nuestros días, no pocos viven desconcertados. No saben si creen o no creen. Casi sin saberlo, llevan en su corazón una fe pequeña y frágil. A veces, sin saber por qué ni cómo, agobiados por el peso de la vida, invocan a Jesús a su manera. “Jesús, acuérdate de mí” y Jesús los escucha: “Tú estarás siempre conmigo”. Dios tiene sus caminos para encontrarse con cada persona y no siempre pasan por donde le indican los teólogos. Lo decisivo es tener un corazón que escucha la propia conciencia.
PARADOJAS
“Jesús, dándose cuenta de que pensaban venir para llevárselo y proclamarlo rey, se retiró de nuevo al monte, él solo” (Jn 6,15). Qué poco hemos aprendido de ese gesto de huída y de qué poco le sirvió a él realizarlo: cargados de buena voluntad e incapaces de encajar el rechazo del Maestro hacia todo lo que tiene que ver con honores y pompas tal como nosotros las imaginamos, celebramos la solemnidad de Jesucristo REY DEL UNIVERSO evitando, milagrosamente, añadirle el título de EMPERADOR como quizá algunos hubieran deseado.
Afortunadamente el Evangelio está ahí, como una barrera inexpugnable que obliga a detenerse a todo aquello que suena a triunfo mundano, ostentación, oropeles o coronas, y por eso la liturgia de hoy se convierte en una gran paradoja. Según el diccionario, “idea extraña y opuesta a la opinión común; dicho o hecho que parece contrario a la lógica; figura de pensamiento que emplea expresiones aparentemente contradictorias”. Y nada tan contradictorio como contemplar al Rey en una cruz, coronado de espinas y cargando con un título de burla que aludía al ridículo de su falsa realeza.
Pero la incongruencia absoluta nos espera al final de la escena: aquel hombre impotente que agonizaba promete el paraíso a otro ajusticiado colgado a su derecha que se había dirigido así a él: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.
Es el único personaje de todo el Evangelio que se dirige a Jesús llamándole sencillamente por su nombre, sin añadir ningún otro título como Señor, Maestro, Hijo de David o Mesías. Sin saberlo, estaba acertando con lo que el hombre crucificado al que invocaba había venido a hacer: aproximarse, acortar distancias, vivir entre nosotros como uno de tantos, entregarnos su nombre y su amistad, compartir nuestro desvalimiento, estar tan cerca como para escuchar el susurro de aquel hombre sin aliento que moría a su lado .
Y en eso consistió, paradójicamente, su gloria, su realeza y su triunfo.