Jueves, 11 de diciembre 2025
He llevado un velo o una pañoleta sobre la cabeza durante gran parte de mi vida. En mi congregación, las Hermanas Combonianas, no es obligatorio, pero yo lo elegí con libertad. En Italia, tierra de muchas de nuestras hermanas mayores, el velo adquirió para mí un significado profundo: un signo de continuidad, respeto y pertenencia.
En Estados Unidos—mientras estudiaba, vivía en el campus, servía a las comunidades migrantes en la frontera, trabajaba en la pastoral parroquial, hacía animación misionera y coordinaba la Asociación de Hermanas Latinas—lo llevaba con intención, consciente de lo que revelaba sobre mi identidad y mi misión.
Pronuncié mis votos perpetuos en Egipto, un país de mayoría musulmana, donde el velo llegó a ser casi parte de mí. A veces lo cambiaba por un simple pañuelo para moverme con discreción entre calles, mezquitas y mercados. Sin embargo, cada vez que volvía a ponérmelo, me reencontraba: una serena certeza de hogar, protección y sentido.
En Sudán, siendo aún joven y al frente de la oficina de comunicación de la Arquidiócesis, el velo me daba identidad y autoridad. Abría puertas y generaba respeto en contextos donde a una mujer joven y sin velo no se le habría tomado en serio.
En Sudán del Sur se convirtió incluso en un escudo. En los años turbulentos tras el Acuerdo General de Paz, con soldados y milicias por todas partes, el velo literalmente me salvó la vida. Una tarde manejaba bajo un sol incandescente y, para aliviar el calor, me lo quité; un soldado furioso me detuvo con actitud amenazante. Solo cuando cubrí mi cabeza, su postura cambió. “Disculpe, hermana”, dijo mientras me devolvía los documentos.
En Guatemala la experiencia fue distinta. Allí el velo evocaba un estatus y un prestigio que no deseaba asumir. Elegí entonces vestirme como las mujeres locales—pantalones y blusas bordadas con flores y colores vivos—para caminar junto a ellas como una más.
En Palestina, trabajando con mujeres beduinas de Cisjordania, el velo volvió a sentirse natural. Su gracia y dignidad al llevarlo me hicieron sentir inmediatamente en casa. En Jerusalén y en el desierto de Tierra Santa, las mujeres—musulmanas, judías y cristianas—cubren su cabeza. Entre ellas, vuelvo a encontrar resonancia. Mi sencillo velo blanco se convierte en un signo de quién soy y de lo que elijo ser.
Cada vez que me lo pongo, recuerdo la promesa hecha el día de mis primeros votos: caminar entre los pueblos de Dios con humildad y presencia—con o sin velo—buscando siempre sintonía con las mujeres, las culturas, las lenguas y las vidas que encuentro.
Y más allá del velo, deseo permanecer unida al Único que es Compasión y Misericordia, el Dios que nos reúne y nos invita a refugiarnos bajo el suave velo de Su santidad: ese manto divino que protege, consuela y envuelve con ternura cada corazón, guiándolo hacia su verdadero hogar.
Cecília Sierra,
Misionera comboniana en el desierto de Cisjordania