La noticia de la muerte del P. Firmino nos cogió a todos por sorpresa. Fue una muerte inesperada para todos nosotros, incluso para él mismo. Se estaba recuperando de una intervención habida en el mes de noviembre y ya soñaba con regresar pronto a Mozambique donde había trabajado casi durante cincuenta años. Así que le tocó vivir todas las diversas etapas por las que el país había pasado: la lucha por la independencia, la guerra civil, el resurgir de una nueva era tras los acuerdos de paz, las elecciones democráticas y el camino de reconstrucción nacional.
La última vez que le vi fue el fin de semana del 7-8 de diciembre de 2019 en Milán. Cuando me vio se alegró mucho y me pidió noticias del país, ya que yo había estado en Mozambique hacía muy poco tiempo. Todo le parecía importante, quería enterarse de todo y manifestaba un deseo ardiente de poder regresar. “Ni se me ocurre pensar que me voy a quedar en Milán, o en Italia. Mi tierra es Mozambique. Tendré que esperar todavía un poco más, pero para Pascua espero regresar”.
El P. Firmino había nacido en Livigno, provincia de Sondrio, el 22 de octubre de 1940Ingresó con los Misioneros Combonianos e hizo su noviciado el Gozzano, donde profesó por primera vez el 9 de septiembre de 1966, luego se trasladó a Venegono para hacer el escolasticado y allí hizo su profesión perpetua el 9 de septiembre de 1969.
Tras su ordenación, el 21 de marzo de 1970, y después de algunos meses en Portugal para aprender la lengua, el P. Firmino vivió y trabajó siempre en Mozambique. Por aquel entonces trabajaba en Memba como párroco y superior de la comunidad (1982-1993). Unos años antes había denunciado una situación de hambruna en aquella zona, arriesgándose a la expulsión o el arresto. De todos estos años en Mozambique y de su buen y eficiente trabajo, podríamos decir muchas cosas. Me limitaré a algunas pinceladas de su figura que siempre me han tocado y me han motivado en mi trabajo misionero.
El P. Firmino era un hombre apasionado de la misión y de la gente. Para evangelizar mejor, aprendió la lengua, el macúa, y la cultura. Bien identificado como misionero comboniano, era feliz y se sentía realizado en el trabajo misionero, en compañía de la gente, el pueblo Macua, en las visitas a las comunidades cristianas y en la formación de sus líderes. Se sentía padre, hermano, amigo y compañero. En fin, era un pastor atento a las necesidades de la gente.
Sentía igualmente una gran pasión por la Iglesia local, por el clero diocesano y respeto por el obispo. Durante varios años fue vicario general y administrador de la diócesis de Nacala. Poseía un gran sentido de pertenencia a la Iglesia del país. Por ella el P. Firmino se volcó totalmente y consiguió muchos materiales para construir capillas, escuelas, centros pastorales y catequéticos. Todos los donativos que recibía de sus amigos y familiares en Italia, y en verdad eran muchos, los invertía para el bien de la Iglesia y de la gente. No se quedaba con nada para sí mismo y poseía un estilo de vida sencillo y austero.
El P. Firmino era una persona alegre y feliz. Vivía los acontecimientos de la misión con una impresionante paz y serenidad. Estoy seguro de que su alegría provenía de su oración personal con Cristo que él cuidaba y practicaba con asiduidad. Sentía la presencia de Dios sobre todo en su trabajo y en la vida de la gente.
También el P. Constantino Bogaio, superior provincial de Mozambique, en su largo testimonio, dio cuenta de la historia de un “antiguo combatiente” que era el P. Firmino, misionero obediente y siempre dispuesto, gran promotor de las vocaciones y subrayó la sonrisa y la sencillez en palabras de alguien que le conocía bien: “Padre Nywo atate era el apelativo que le habían dado durante el tiempo que trabajó en el Centro Catequético de Anchilo por su estilo siempre generoso y por el modo de aconsejar a los demás. Monseñor Germano Grachane, primer obispo de la diócesis de Nacala, que trabajó muchos años con él, cuando se enteró de la noticia de su muerte, habló de su amigo P. Firmino, como un buen consejero, buen Comboniano, amigo del pueblo mozambiqueño, misionero con un corazón de oro hacia él, hacia por la diócesis y hacia el trabajo de los seminaristas, ya fueran diocesanos o combonianos, en el seminario de Nacala”.
Su testimonio de vida, su alegría y serenidad, incluso en las situaciones difíciles por las que hubo de pasar y la vida en abundancia que infundió en las varias misiones por las que pasó, dejaron el sabor del Evangelio vivido con intensidad al servicio del Reino.
(P. Jeremias dos Santos Martins)