Para él todos están vivos. Jesús ha sido siempre muy sobrio al hablar de la vida nueva después de la resurrección. Sin embargo, cuando un grupo de aristócratas saduceos trata de ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos, Jesús reacciona elevando la cuestión a su verdadero nivel y haciendo dos afirmaciones básicas.

Lucas 20,27-38

A DIOS NO SE LE MUEREN SUS HIJOS

Para él todos están vivos.
Jesús ha sido siempre muy sobrio al hablar de la vida nueva después de la resurrección. Sin embargo, cuando un grupo de aristócratas saduceos trata de ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos, Jesús reacciona elevando la cuestión a su verdadero nivel y haciendo dos afirmaciones básicas.

Antes que nada, Jesús rechaza la idea pueril de los saduceos que imaginan la vida de los resucitados como prolongación de esta vida que ahora conocemos. Es un error representarnos la vida resucitada por Dios a partir de nuestras experiencias actuales.

Hay una diferencia radical entre nuestra vida terrestre y esa vida plena, sustentada directamente por el amor de Dios después de la muerte. Esa Vida es absolutamente “nueva”. Por eso, la podemos esperar pero nunca describir o explicar.

Las primeras generaciones cristianas mantuvieron esa actitud humilde y honesta ante el misterio de la “vida eterna”. Pablo les dice a los creyentes de Corinto que se trata de algo que “el ojo nunca vio ni el oído oyó ni hombre alguno ha imaginado, algo que Dios ha preparado a los que lo aman”.

Estas palabras nos sirven de advertencia sana y de orientación gozosa. Por una parte, el cielo es una “novedad” que está más allá de cualquier experiencia terrestre, pero, por otra, es una vida “preparada” por Dios para el cumplimiento pleno de nuestras aspiraciones más hondas. Lo propio de la fe no es satisfacer ingenuamente la curiosidad, sino alimentar el deseo, la expectación y la esperanza confiada en Dios.

Esto es, precisamente, lo que busca Jesús apelando con toda sencillez a un hecho aceptado por los saduceos: a Dios se le llama en la tradición bíblica «Dios de Abrahán, Isaac y Jacob». A pesar de que estos patriarcas han muerto, Dios sigue siendo su Dios, su protector, su amigo. La muerte no ha podido destruir el amor y la fidelidad de Dios hacia ellos.

Jesús saca su propia conclusión haciendo una afirmación decisiva para nuestra fe: «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos». Dios es fuente inagotable de vida. La muerte no le va dejando a Dios sin sus hijos e hijas queridos. Cuando nosotros los lloramos porque los hemos perdido en esta tierra, Dios los contempla llenos de vida porque los ha acogido en su amor de Padre.

Según Jesús, la unión de Dios con sus hijos no puede ser destruida por la muerte. Su amor es más fuerte que nuestra extinción biológica. Por eso, con fe humilde nos atrevemos a invocarlo: “Dios mío, en Ti confío. No quede yo defraudado” (salmo 25,1-2).

DECISIÓN DE CADA UNO

Jesús no se dedicó a hablar mucho de la vida eterna. No pretende engañar a nadie haciendo descripciones fantasiosas de la vida más allá de la muerte. Sin embargo, su vida entera despierta esperanza. Vive aliviando el sufrimiento y liberando del miedo a la gente. Contagia una confianza total en Dios. Su pasión es hacer la vida más humana y dichosa para todos, tal como la quiere el Padre de todos.

Solo cuando un grupo de saduceos se le acerca con la idea de ridiculizar la fe en la resurrección, a Jesús le brota de su corazón creyente la convicción que sostiene y alienta su vida entera: Dios “no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos son vivos”.

Su fe es sencilla. Es verdad que nosotros lloramos a nuestros seres queridos porque, al morir, los hemos perdido aquí en la tierra, pero Jesús no puede ni imaginarse que a Dios se le vayan muriendo esos hijos suyos a quienes tanto ama. No puede ser. Dios está compartiendo su vida con ellos porque los ha acogido en su amor insondable.

El rasgo más preocupante de nuestro tiempo es la crisis de esperanza. Hemos perdido el horizonte de un Futuro final y las pequeñas esperanzas de esta vida no terminan de consolarnos. Este vacío de esperanza está generando en bastantes la pérdida de confianza en la vida. Nada merece la pena. Es fácil entonces la incredulidad total.

Estos tiempos de desesperanza, ¿no nos están pidiendo a todos, creyentes y no creyentes, hacernos las preguntas más radicales que llevamos dentro? Ese Dios del que muchos dudan, al que bastantes han abandonado y por el que muchos siguen preguntando, ¿no será el fundamento en el que podemos apoyar nuestra confianza radical en la vida? Al final de todos los caminos, en el fondo de todos nuestros anhelos, en el interior de nuestros interrogantes y luchas, ¿no estará Dios como Misterio de la salvación que andamos buscando?

La fe se nos está quedando ahí, arrinconada en algún lugar de nuestro interior, como algo poco importante, que no merece la pena cuidar ya en estos tiempos. ¿Será así? Ciertamente no es fácil creer, y es difícil no creer. Mientras tanto, el misterio de la vida nos está pidiendo una respuesta lúcida y responsable.

Esta respuesta es decisión de cada uno. ¿Quiero borrar de mi vida toda esperanza más allá de la muerte como una falsa ilusión que no nos ayuda a vivir? ¿Quiero permanecer abierto al Misterio último de la existencia confiando que ahí encontraremos la respuesta, la acogida y la plenitud que andamos buscando ya desde ahora?
José Antonio Pagola
http://www.musicaliturgica.com

LO QUE HOY ERES PARA DIOS LO SERÁS SIEMPRE

Por fin estamos en Jerusalén. Lc ya ha narrado la entrada solemne y la purificación del Templo. Sigue la polémica con los dirigentes. Los saduceos, que tenían su bastión en torno al templo, entran en escena. Era más un partido político que religioso. Estaba formado por la aristocracia laica y sacerdotal. Preferían estar a bien con la Roma y no poner en peligro sus intereses. Solo admitían el Pentateuco como libro sagrado. Tampoco admitían la tradición como norma de conducta. No creían en la resurrección. Jesús no responde a la pregunta absurda. Responde, más bien, a lo que debían haber preguntado.

El evangelio de hoy responde a una visión mítica del hombre y del mundo. Lo que encerraba una verdad desde esa visión, se convierte en absurdo cuando lo entendemos racionalmente desde nuestro paradigma. Pensar y hablar del más allá es imposible. Es como pedirle a un ordenador que nos de el resultado de una operación sin suministrarle los datos. Ni siquiera podemos imaginarlo. Puedo imaginar lo que es una montaña de oro aunque no exista en la realidad, pero tengo que haber percibido por los sentidos lo que es el oro y lo que es una montaña. No tenemos ningún dato que nos permita imaginar el más allá, porque todo lo que llega a nuestra mente ha entrado por los sentidos.

Las imaginaciones para el más allá carecen de sentido. Lo único racional es aceptar que no sabemos absolutamente nada. El instinto más visceral de cualquier ser vivo, es la permanencia en el ser; de ahí que la muerte se considere como el mal supremo. Para el ser humano con su capacidad de razonar, ningún programa de salvación será convincente si no supera su condición mortal. Si el hombre considera la permanencia en el ser como un valor absoluto, también considerará como absoluta su pérdida. Todos los intentos que ha hecho el hombre para encontrar una salida, surgen de este enfoque desesperado.

Por no aceptar nuestra contingencia, todos queremos ser eternos. Esa contingencia no es un fallo, sino mi propia naturale­za; por lo tanto no es nada que tengamos que lamentar ni de lo que Dios tiene que librarnos, ni ahora ni después. Mis posibilidades de ser las puedo desplegar a pesar de esa limitación. No creo que sea coherente el postular para el más allá un cielo maravilloso mientras seguimos haciendo de la tierra un infierno.

Nuestro ser, que creemos individual y autosuficiente, hace siempre referencia a otro que me fundamenta, y a los demás que me permiten realizarme. La razón de mi ser no está en mí sino en Otro. Yo no soy la causa de mí mismo. No tiene sentido que considere mi propia existencia como el valor supremo. Si mi existir se debe al Otro, Él será el valor supremo también para mi ser individual y aparentemente autónomo.

El pueblo de Israel empezó a reflexionar sobre el más allá unos 200 años antes de Cristo. El concepto de resurrección no se acuñó hasta después de las luchas macabeas. Los libros de los Macabeos, se escribieron hacia el año 100 a C. El libro de Daniel, se escribió hacia el año 164 a C. Anteriormente solo se pensó en la asunción al “cielo” de determinadas personas que volverían a la tierra para llevar a cabo una tarea de salvación; no se trataba de resurrección escatológica sino de una situación de espera en la reserva para volver.

Para los semitas, el ser humano era un todo, no un compuesto de partes. Se podían distinguir en él, distintos aspectos: a) Hombre-carne. b) Hombre-cuerpo. c) Hombre-alma. d) Hombre-espíritu. Por otro lado, los filósofos griegos consideraron al hombre como compuesto de cuerpo y alma. Afirmaban la inmortalidad del alma, pero no concedían ningún valor al cuerpo; al contrario lo consideraban como una cárcel. La muerte era una liberación, una ascensión. La imagen de Sócrates bebiendo la cicuta con total tranquilidad y paz, nos muestra claramente esta actitud básica del filósofo griego.

Los semitas, al no reconocer un alma sin cuerpo, no podían imaginar un ser humano sin cuerpo. Ni siquiera tienen una palabra para esa realidad desencarnada. Tampoco tienen un término para expresar el cuerpo sin alma. La doctrina cristiana sobre el más allá, nace de la fusión de dos concepciones del ser humano irreconciliables, la judía y la griega. Lo que hemos predicado los cristianos hubiera sido incomprensible para Jesús. La palabra que traducimos por alma en los evangelios, quiere decir simplemente “vida”. Y la palabra que traducimos por cuerpo, quiere decir persona.

El NT proclama la resurrección de los muertos. Aunque nosotros hoy pensamos más en la supervivencia del alma, no es esa la idea que nos quiere trasmitir la Biblia. Nos hemos apartado totalmente del pensamiento de la Biblia y ha prevalecido la idea griega, aunque tampoco la hemos conservado con exactitud, porque para los filósofos griegos no se necesitaba ninguna intervención de Dios para que el alma siguiera viviendo, y la resurrección del cuerpo no suponía para los griegos ninguna ventaja sino un flaco favor.

La base de toda reflexión sobre al más allá, está en la resurrección de Cristo. La experiencia que de ella tuvieron los discípulos es que en Jesús, Dios realizó plenamente la salvación de un ser humano. Jesús sigue vivo con una Vida que ya tenía cuando estaba con ellos, pero que no descubrieron hasta que murió. En él, la última palabra no la tuvo la muerte (pérdida de la vida física), sino la Vida (permanencia en Dios para siempre). Esta es la principal aportación del texto de hoy: “serán como Ángeles, serán hijos de Dios”.

¿Cómo permanecerá esa Vida que ya poseo aquí y ahora? Ni lo sé ni puedo saberlo. No debemos rompernos la cabeza pensando como va a ser ese más allá. Lo que de veras me debe importar es el más acá. Descubrir que Dios me salva aquí y ahora. Vivenciar que hoy es ya la eternidad para mí. Que la Vida definitiva la poseo ya en plenitud ahora mismo. En la experiencia pascual, los discípulos descubrieron que Jesús estaba vivo. No se trataba de la vida biológica sino la Vida divina que ya tenía antes de morir, a la que no puede afectar la muerte biológica.

Los cristianos hemos sido tan retorcidos, que hemos tergiversado hasta el núcleo central del mensaje de Jesús. Él puso la plenitud del ser humano en el amor, en la entrega total, sin límites a los demás. Nosotros hemos hecho de esa misma entrega una programación. Soy capaz de darme, con tal que me garanticen que esa entrega terminará por redundar en beneficio de mi ego. Lo que Jesús predicó fue que la plenitud humana está precisamente en la entrega total. Mi objetivo cristiano debe ser deshacerme, no garantizar mi permanencia en el ser. Justo lo contrario de lo que pretendemos.

¿Te preocupa lo que será de ti después de la muerte? ¿Te ha preocupado alguna vez lo que eras antes de nacer? Tú relación con el antes y con el después tiene que responder al mismo criterio. No vale decir que antes de nacer no eras nada, porque entonces hay que concluir que después de morir no serás nada. La eternidad no es una suma de tiempo sino un instante que abarca todo el tiempo posible. Para Dios eres exactamente igual en este instante que millones de años antes de nacer o millones de años después de morir.

“…porque para Él, todos están vivos”. ¿No podría ser esa la verdadera plenitud humana? ¿No podríamos encontrar ahí el auténtico futuro del ser humano? ¿Por qué tenemos que empeñarnos en que nos garanticen una permanencia en el ser individual para toda la eternidad? ¿No sería muchísimo más sublime permanecer vivos solo para Él? ¿No podría ser, que el consumirnos en favor de los demás, fuese la auténtica consumación del ser humano? ¿No es eso lo que celebramos en cada eucaristía?
Fray Marcos
https://www.feadulta.com

Misión es anuncio valiente y creativo de las realidades últimas

2Macabeos 7,1-2.9-14; Salmo 16; 2Tesalonicenses 2,16-3,5; Lucas 20,27-38

Reflexiones
Todas las religiones y filosofías chocan y se confrontan con el mismo enigma, incluso un doble enigma: ¿Por qué la muerte? Y ¿más allá de la muerte qué ocurre? Estos eventos ineluctables interpelan a toda persona, cualesquiera que sean sus esquemas religiosos. ¿Existe algo más después de la muerte? ¿Y cómo es? ¿Qué suerte nos espera a los mortales? Contra estos enigmas chocan todos los raciocinios humanos. Las religiones de los pueblos ofrecen al respecto un abanico de creencias que van desde la negación de una vida en el más allá, hasta formas de reencarnación, u opiniones nebulosas acerca de un modo de existir que sería una mezcla de pasivo letargo, sopor y soledad... Los saduceos (Evangelio) eran escépticos, quisquillosos y negacionistas de la resurrección de los muertos (v. 27); por eso presentan a Jesús un caso extremo, una caricatura y una pregunta capciosa y ultrajosa hacia la mujer. Los fariseos, en cambio, creían firmemente en la resurrección, pero pensaban que la vida eterna consistiría tan solo en un perfeccionamiento de la vida terrenal, una especie de fotocopia mejorada: una vida libre de sufrimientos y rica de placeres.

Por su parte, los siete hermanos Macabeos que, junto con su madre (I lectura), rechazaron las propuestas del impío rey Antíoco Epífanes y afrontaron con valentía sus torturas mortales (v. 2), profesaron su fe en la resurrección, aunque probablemente tenían de la misma una idea imperfecta. Pero su actitud es clara y enérgica: “El rey del universo… nos resucitará para una vida nueva y eterna” (v. 9); mueren con “la esperanza de ser nuevamente resucitados por Dios” (v. 14). Con fe valiente y juvenil, los hermanos Macabeos ponen al impío rey delante de su triste suerte: “Para ti, sin embargo, no habrá resurrección para la vida” (v. 14).

Jesús presenta su novedad de pleno respeto por la persona-mujer y su dignidad. Él va más allá del imaginario común, habla de una existencia que, salvaguardando la identidad de la persona entre antes y después, sigue viviendo, pero de otra manera. Para Jesús (Evangelio) la resurrección no significa solo renacer para una vida mejorada, sino para una vida cercana a la de los ángeles, en la plenitud de los hijos de Dios (v. 36). Le veremos no de una manera confusa, sino clara, cara a cara, dirá San Pablo (1Cor 13,12). El “cómo seráes parte de la sorpresa de Dios, que ahora podemos tan solo esperar sin titubeos, porque nuestro Dios es un Padre “que ama la vida” (Sab 11,25-26). Es Dios de los vivientes, “porque por Él todos viven” (v. 38). Para nosotros los cristianos la prueba de la resurrección de los muertos no es tan solo Lázaro, que volvió a vivir y luego a morir, sino que es sobre todo Cristo Resucitado. Es Él, el Crucificado-Resucitado, el núcleo central de nuestra fe y la razón de ser de la misión. La valentía de la madre y de los hermanos Macabeos, dispuestos a morir por su fe, encuentra una permanente continuidad en la historia de la Iglesia, fecundada continuamente por la sangre de los mártires, hasta nuestros días, en todos los lugares del mundo.

El Dios de Abraham, Isaac y Jacob (v. 37) es el Dios de Jesús, el Dios de las personas, el Dios de los vivientes. Jesús es la manifestación más perfecta del Dios que “ama la vida”; con pleno derecho Él se ha proclamado “camino, verdad y vida” (Jn 14,6). Esta es la novedad de vida que anuncia el Evangelio. Él es, por tanto, la ‘buena noticia’ que da cumplimiento a las aspiraciones de toda religión y de todos los pueblos. Frente a los enigmas de la vida, de la muerte y del después-de-la-muerte, que desde siempre atormentan el espíritu humano, solo la Palabra de Dios es luz y esperanza. Solo Dios ha desafiado la muerte y la ha superado cualitativamente en la resurrección de Cristo. Esta fe impulsa a los misioneros a optar por la vida, a toda costa, anunciando el Evangelio y promoviendo, junto con la gente, iniciativas de paz, justicia, solidaridad, defensa de los derechos de toda persona.

La actividad misionera tiene una eminente finalidad y carácter escatológicos. El anuncio de las realidades últimas de la existencia es parte fundante de la misión, porque hace presentes y activas, desde ahora, estas realidades, mientras esperamos su pleno cumplimiento cuando el Reino de Dios se realice con esplendor. (*) Tan solo con esta perspectiva de una vida futura positiva y segura, es posible dar esperanza a la existencia humana, que cada día debe afrontar la lucha de la vida entre sufrimientos, angustias, precariedades de todo tipo. La misión promueve creativamente este dinamismo y, por tanto, es siempre un servicio cualificado a la familia humana.

Palabra del Papa

 (*) “El tiempo de la actividad misional discurre entre la primera y la segunda venida del Señor... Es, pues, necesario predicar el Evangelio a todas las gentes... Por la palabra de la predicación y por la celebración de los sacramentos... la actividad misionera hace presente a Cristo autor de la salvación... Todo lo bueno que se halla sembrado en el corazón y en la mente de los hombres, en los ritos y en las culturas de los pueblos, no solamente no perece, sino que es purificado, elevado y consumado para gloria de Dios... y felicidad del hombre”.
Concilio Vaticano II
Decreto Ad Gentes sobre la Actividad Misionera de la Iglesia (1965), n. 9

P. Romeo Ballan, MCCJ