Jesús preanuncia a los Apóstoles los dones pascuales, frutos de su muerte y resurrección. En primer lugar, el don de un amor nuevo (Evangelio): un amor que es una ‘inmersión total’ en la Trinidad Santa que viene a habitar, a hacer morada en el que cree y ama (v. 23); un amor que se convierte en manantial de vida nueva. Luego, el don de la paz: Jesús dona una paz diferente a la que el mundo ofrece, una paz más fuerte que cualquier miedo y dificultad (v. 27). Y sobre todo el don del “Defensor, el Espíritu Santo”, en calidad de maestro y memoria de las cosas que Jesús ha enseñado (v. 26).
El creyente: irradiación de la Shekiná de Dios
«Vendremos a él y haremos morada en él.»
Juan 14,23-29
Nos acercamos a las fiestas de la Ascensión y de Pentecostés. El Evangelio de este domingo, como el del anterior, nos ofrece un fragmento del largo discurso de despedida de Jesús durante la Última Cena. Ante el anuncio de su partida, el ambiente se carga de tristeza. Entre los discípulos cunden la confusión, el desaliento y el miedo. Jesús los consuela, invitándolos a no temer (cf. Jn 14,1.27), y promete que su tristeza se convertirá en alegría (Jn 16,20.22).
Jesús busca asegurar la unidad del grupo de discípulos. El domingo pasado, el Señor les entregó –y nos entregó– el mandamiento del amor. Hoy ofrece la paz: «Les dejo la paz, les doy mi paz».
Atención: ¡Jesús no desea la paz, la da! La paz que fue suya, ahora nos la entrega. Una paz tan fuerte y profunda que ni siquiera la persecución puede vencerla.
Además, Jesús promete otro don: el Espíritu Santo. «El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará lo que yo les he dicho».
En varias ocasiones durante este discurso, Jesús repite esta promesa del envío del Espíritu (cf. Jn 14,16–17; 14,26; 15,26; 16,7–11; 16,13–15), cada vez añadiendo nuevos detalles sobre su misión, que es continuar la obra de Jesús.
Es el Espíritu Santo quien hace que la paz del cristiano sea firme y duradera, porque él es nuestro Paráclito –Paráklētos en griego–, es decir, el «abogado», el defensor y consolador que está a nuestro lado. Si ese pequeño y desorientado grupo de apóstoles, humildes e ignorantes, logró transformar el mundo, solo puede explicarse por la intervención de una fuerza divina: ¡el Espíritu Santo!
El discurso de despedida gira en torno al anuncio de la inminente partida de Jesús, que inquieta profundamente al grupo. Cuatro apóstoles le hacen cuatro preguntas. El número cuatro simboliza totalidad y universalidad (como los cuatro puntos cardinales). Estos cuatro –Pedro, Tomás, Felipe y Judas– nos representan a todos. Las preguntas que hacen a Jesús también son nuestras preguntas, las que habríamos hecho entonces y seguimos haciendo hoy.
Estamos viviendo una etapa crítica de «cambio de época», cuyos contornos aún son inciertos; un desafío inédito: estimulante para algunos, desconcertante para otros. En nuestra cultura occidental, muchos creyentes viven esta crisis como un «invierno eclesial» y una «noche oscura» de la fe. La atmósfera de aquella noche en el Cenáculo puede representar simbólicamente nuestro presente, marcado por una aparente «eclipse» de Dios.
1. Pedro: generosidad y fragilidad. Pedro es el primero en preguntar. Ante el anuncio de la partida, dice: «Señor, ¿a dónde vas?». Jesús responde: «Adonde yo voy, ahora no puedes seguirme; me seguirás más tarde». Pedro insiste: «Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? ¡Daré mi vida por ti!»
Pedro representa al discípulo decidido y generoso, que ama al Señor pero no reconoce su propia fragilidad (cf. Jn 13,36–38). ¿Cuántas veces hemos hecho promesas semejantes, para luego actuar con cobardía en el momento decisivo? Pero el Señor no se escandaliza de nuestra debilidad. Él espera: «¡Me seguirás más tarde!».
2. Tomás: voluntad e incertidumbre. Jesús aclara el sentido de su «viaje»: «Voy a prepararles un lugar». Y añade: «Y ustedes conocen el camino».
Interviene Tomás, el discípulo práctico, testarudo y bienintencionado: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino?». También nosotros, muchas veces, quisiéramos que el Señor fuese más claro en nuestra vida. Ante tantos caminos seductores, nos sentimos desorientados.
Jesús responde: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,2–6). El Padre es la meta, y Jesús el camino para llegar a ella, mediante su palabra y su ejemplo.
3. Felipe: idealismo y concreción. Jesús añade: «Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto».
Imagino que el grupo se quedó desconcertado con esta afirmación del Maestro, preguntándose cuándo habrían visto al Padre. Ciertamente, Jesús hablaba continuamente del Padre, incluso afirmando que él y el Padre eran uno (Jn 10,30). Pero el Padre, en realidad, nunca lo habían visto...
Entonces interviene Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8–10). Felipe es el tipo de discípulo bueno, idealista y sencillo. También nosotros, a veces, querríamos «ver» sin mediaciones. Pero Jesús insiste: hay que pasar por la mediación del Hijo. «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre»; «Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí».
4. Judas: pragmatismo e impaciencia. El cuarto en intervenir es Judas, no el Iscariote, tal vez Judas Tadeo o un pariente de Jesús. Cuando Jesús habla de manifestarse a los discípulos, Judas pregunta sorprendido: «Señor, ¿qué ha sucedido para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?».
Judas representa al discípulo pragmático e impaciente por el curso de los acontecimientos. Su observación parece muy sensata. Ellos ya creían en Jesús; lo necesario era manifestarse a los que no creían.
Lo mismo le habían dicho sus parientes: «Si haces estas cosas, manifiéstate al mundo» (Jn 7,3–5). Muchos de nosotros hoy decimos lo mismo. Con creciente preocupación vemos disminuir el número de creyentes, a menudo ridiculizados u obstaculizados. Los valores evangélicos cada vez influyen menos en la sociedad. La guerra y la injusticia se propagan... ¡Y Dios guarda silencio!
El Evangelio de hoy nos presenta la respuesta de Jesús a Judas.
Empieza con una revelación extraordinaria: «Si alguien me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él».
Aquel que los cielos no podían contener; que en el pasado solo visitaba a sus amigos Abraham, Jacob, Moisés...; que se hacía presente en el Arca de la Alianza; que había consentido en estabelecer su morada (Shekiná) en el Templo; que en los últimos tiempos se había hecho Emmanuel, Dios-con-nosotros... ahora da un paso más: establece su Shekiná en el corazón del creyente.
Se trata de algo inaudito, una realidad misteriosa, íntima y profunda, que quizás no hemos interiorizado del todo. San Pablo lo expresó con claridad al afirmar que somos templo de Dios (cf. 1 Cor 3,17 y 6,19; también 2 Cor 6,16; Ef 3,17; Rom 8,11).
Tal vez lo consideramos demasiado grande para creerlo. ¿O tememos ser tildados de pietistas, intimistas o espiritualistas? Y sin embargo, no hay un «evangelio» más bello y al mismo tiempo más revolucionario: el corazón del creyente –movido por el amor y una fe activa– se convierte en una especie de red de comunión e interacción entre la humanidad y Dios.
Pero no pensemos que Dios espera una acogida de cinco estrellas. Le basta un corazón sencillo y abierto: con una mesa, un mantel y una flor fresca; pan y una jarra de agua fresca (o mejor aún, ¡una botella de vino!) sobre la mesa; algunas sillas alrededor; y la puerta entreabierta, invitando al caminante.
A cada uno de nosotros nos corresponde la creatividad para traducir todo esto en gestos concretos y en un estilo de vida. Entonces seremos irradiación de la Shekiná, de la Morada de Dios, testigos de la Resurrección.
P. Manuel João Pereira Correia, mccj
El Espíritu de amor: Estímulo y garante de la Misión
Hechos 15,1-2.22-29; Sl 66; Ap 21,10-14.22-23; Jn 14,23-29
Reflexiones
Jesús preanuncia a los Apóstoles los dones pascuales, frutos de su muerte y resurrección. En primer lugar, el don de un amor nuevo (Evangelio): un amor que es una ‘inmersión total’ en la Trinidad Santa que viene a habitar, a hacer morada en el que cree y ama (v. 23); un amor que se convierte en manantial de vida nueva. Luego, el don de la paz: Jesús dona una paz diferente a la que el mundo ofrece, una paz más fuerte que cualquier miedo y dificultad (v. 27). Y sobre todo el don del “Defensor, el Espíritu Santo”, en calidad de maestro y memoria de las cosas que Jesús ha enseñado (v. 26). Esta es una promesa que atañe de cerca al camino de la Iglesia en la historia: Jesús no había podido explicar todas las consecuencias y las aplicaciones de su mensaje; por tanto, garantizó la presencia amiga de un guía seguro frente a los problemas nuevos, a los acontecimientos imprevistos, a los desarrollos de las ciencias humanas... Entre los múltiples desafíos de hoy están las nuevas pobrezas, fundamentalismos, migraciones, biogenética, globalización, diálogo interreligioso, ecología... El Espíritu interviene como luz, fuerza, perdón, consuelo, porque es novedad, don de amor. (*)
Las nuevas opciones que la comunidad de los creyentes en Cristo deberá tomar a lo largo de la historia, bajo la guía del Espíritu, no estarán en contradicción con el mensaje de Jesús; serán un desarrollo, una profundización creativa, una aplicación a las exigencias de las personas en tiempos y lugares diferentes. Una situación tempestuosa para la Iglesia -¡una verdadera cuestión de vida o de muerte!- se presentó casi enseguida, en torno al año 50 d.C., a escasos lustros del acontecimiento histórico de Jesús. El libro de los Hechos (I lectura) da cuenta de un “altercado y una violenta discusión” entre dos corrientes: por un lado, un grupo de cristianos procedentes del judaísmo, decididos a imponer a los paganos las prácticas de la antigua Ley antes de bautizarlos; Pablo y Bernabé, por el contrario, veían en estas prácticas el riesgo de frustrar la gracia de Cristo y eran favorables a la acogida directa de los paganos en la comunidad cristiana, sin más imposiciones (v. 1-2).
Con gran acierto, el debate se llevó al máximo nivel, en presencia y con el discernimiento de los Apóstoles en Jerusalén. Tres eran las tendencias dominantes en el Concilio de Jerusalén: la línea abierta de Pablo y Bernabé, la actitud titubeante de Pedro y la postura práctica de Santiago, obispo de Jerusalén, que medió entre Pablo y los judaizantes, con criterios pastorales y algunas concesiones transitorias (v. 29), como resulta del primer documento conciliar de la Iglesia (v. 23-29).
La presencia del Espíritu Santo se reconoce a lo largo de todo este atormentado camino: en la búsqueda de una comunión más intensa, en el debate abierto para lograr una decisión comunitaria, en la escucha de los distintos ponentes, en la elección de testigos creíbles para enviarlos a Antioquía. La presencia del Espíritu es eficaz especialmente en la neta afirmación de la salvación ofrecida a todos por medio de Cristo, facilitando así el acceso de los paganos al Evangelio, sin imponerles otras cargas. Esta decisión fue el resultado de una laboriosa y feliz sinergia: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros...” (v. 28).
“El itinerario histórico de la Iglesia tiene su manera de progresar, no siempre lineal, como demuestra el mismo Concilio de Jerusalén. Son importantes algunas virtudes, como el dinamismo que impide a la Iglesia ser nostálgica; la fidelidad que impide desbandadas en la Iglesia; la paciencia que impide a la Iglesia ser frenética; la profecía que ayuda a la Iglesia a comprender los signos de los tiempos; la tolerancia y el diálogo que impiden a la Iglesia la enfermedad del integrismo; la esperanza que impulsa a la Iglesia a superar titubeos e incertidumbres. Pero en todo debe prevalecer la fe en el Espíritu, guía último y viviente de la Iglesia” (G. Ravasi). ¡El método conciliar-sinodal se ha inaugurado y permanece válido para cada época, como camino de comunión y de misión!
Palabra del Papa
(*) “Donde están el Padre y Jesucristo, también está el Espíritu Santo. Es Él quien está detrás, es Él quien prepara y abre los corazones para que reciban ese anuncio, es Él quien mantiene viva esa experiencia de salvación, es Él quien te ayudará a crecer en esa alegría, si lo dejas actuar. El Espíritu Santo llena el corazón de Cristo resucitado y desde allí se derrama en tu vida como un manantial. Y, cuando lo recibes, el Espíritu Santo te hace entrar cada vez más en el corazón de Cristo para que te llenes siempre más de su amor, de su luz y de su fuerza. Invoca cada día al Espíritu Santo, para que renueve constantemente en ti la experiencia del gran anuncio”.
Papa Francisco
Exhortación apostólica Christus Vivit, 25-3-2019 - n.130-131
P. Romeo Ballan, MCCJ
ULTIMOS DESEOS DE JESÚS
José A. Pagola
Jesús se está despidiendo de sus discípulos. Los ve tristes y acobardados. Todos saben que están viviendo las últimas horas con su Maestro. ¿Qué sucederá cuando les falte? ¿A quién acudirán? ¿Quién los defenderá? Jesús quiere infundirles ánimo descubriéndoles sus últimos deseos. Que no se pierda mi Mensaje. Es el primer deseo de Jesús. Que no se olvide su Buena Noticia de Dios. Que sus seguidores mantengan siempre vivo el recuerdo del proyecto humanizador del Padre: ese “reino de Dios” del que les ha hablado tanto. Si le aman, esto es lo primero que han de cuidar: “el que me ama, guardará mi palabra…el que no me ama, no la guardará”.
Después de veinte siglos, ¿qué hemos hecho del Evangelio de Jesús? ¿Lo guardamos fielmente o lo estamos manipulando desde nuestros propios intereses? ¿Lo acogemos en nuestro corazón o lo vamos olvidando? ¿Lo presentamos con autenticidad o lo ocultamos con nuestras doctrinas?
El Padre os enviará en mi nombre un Defensor. Jesús no quiere que se queden huérfanos. No sentirán su ausencia. El Padre les enviará el Espíritu Santo que los defenderá de riesgo de desviarse de él. Este Espíritu que han captado en él, enviándolo hacia los pobres, los impulsará también a ellos en la misma dirección. El Espíritu les “enseñará” a comprender mejor todo lo que les ha enseñado. Les ayudará a profundizar cada vez más su Buena Noticia. Les “recordará” lo que le han escuchado. Los educará en su estilo de vida.
Después de veinte siglos, ¿qué espíritu reina entre los cristianos? ¿Nos dejamos guiar por el Espíritu de Jesús? ¿Sabemos actualizar su Buena Noticia? ¿Vivimos atentos a los que sufren? ¿Hacia dónde nos impulsa hoy su aliento renovador?
Os doy mi paz. Jesús quiere que vivan con la misma paz que han podido ver en él, fruto de su unión íntima con el Padre. Les regala su paz. No es como la que les puede ofrecer el mundo. Es diferente. Nacerá en su corazón si acogen el Espíritu de Jesús. Esa es la paz que han de contagiar siempre que lleguen a un lugar. Lo primero que difundirán al anunciar el reino de Dios para abrir caminos a un mundo más sano y justo. Nunca han de perder esa paz. Jesús insiste: “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”.
Después de veinte siglos, ¿por qué nos paraliza el miedo al futuro? ¿Por qué tanto recelo ante la sociedad moderna? Hay mucha gente que tiene hambre de Jesús. El Papa Francisco es un regalo de Dios. Todo nos está invitando a caminar hacia una Iglesia más fiel a Jesús y a su Evangelio. No podemos quedarnos pasivos.
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