Un rico terrateniente se ve sorprendido por una gran cosecha. No sabe cómo gestionar tanta abundancia. “¿Qué haré?”. Su monólogo nos descubre la lógica insensata de los poderosos que solo viven para acaparar riqueza y bienestar, excluyendo de su horizonte a los necesitados. [...]

Qué haré?

Guardaos de toda avaricia.
Lucas 12,13-21

Estamos caminando con Jesús, guiados por el Evangelio de Lucas. Vamos en dirección a Jerusalén. Hace un tiempo, Jesús, “cuando se cumplían los días en que iba a ser llevado al cielo, tomó la firme decisión de ir a Jerusalén” (Lc 9,51). Por el camino, el Señor encuentra personas y enseña. El domingo pasado, Jesús nos habló de la oración. Hoy nos hablará del uso de los bienes, un tema muy querido por san Lucas.

1. “Uno de la multitud dijo a Jesús”

Todo comienza con la intervención de un hombre de la multitud que pide a Jesús que diga a su hermano mayor que reparta con él la herencia. Jesús responde, algo molesto: “Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?”.

¡He aquí un hombre cualquiera! Cuando en el Evangelio aparece alguien sin nombre, debemos prestar atención: probablemente se refiere a nosotros. De hecho, este hombre representa a muchos de nosotros (¡y al decir “nosotros”, pienso también en mí!). Jesús acababa de decir: “¿No se venden cinco pajarillos por dos monedas? Sin embargo, ni uno solo de ellos está olvidado ante Dios. Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis: vosotros valéis más que muchos pajarillos” (Lc 12,6-7). Pero este hombre pensaba en otra cosa. Estaba preocupado porque su hermano se había apropiado de la herencia y no quería darle la parte de bienes que le correspondía.

Lo mismo nos sucede a menudo. Jesús, la Palabra, habla, pero nuestra mente está en otro lugar. Estamos absorbidos por nuestras preocupaciones y desearíamos que el Señor, más que hablarnos de otras cosas, resolviera nuestros problemas.

Señor, cuando me disponga a escucharte, que pueda vaciar mi corazón de todo problema y preocupación, de todo sentimiento y emoción, de todo pensamiento y deseo, para hacer espacio a tu Palabra.

¡Uno de la multitud! Jesús estaba rodeado de sus discípulos y de miles de personas (véase Lc 12,1). Aquel hombre estaba en medio de la multitud. La posición de este hombre es significativa. Forma parte de la multitud. Me hace pensar que la multitud es el “lugar” de muchos cristianos hoy en día. Sí, simpatizan con Jesús, pero mantienen cierta distancia con Él y con sus enseñanzas. Estar cerca compromete demasiado en una sociedad cada vez más indiferente, o incluso hostil, a la fe cristiana. Estar cerca de Cristo, incluso solo en nuestra forma de hablar, puede ponernos en aprietos, como a Pedro cuando Jesús era juzgado: “Verdaderamente, también éste estaba con él, pues también es galileo” (Lc 22,59).

Señor, tú me has llamado por mi nombre, sacándome de la multitud (Lc 6,13-16). Concédeme, Señor, el Espíritu de fortaleza, para que venza el miedo y la cobardía cada vez que se me llame a dar testimonio de tu nombre.

2. “Un hombre rico”

Como profeta, Jesús se coloca de inmediato en otro plano y advierte a sus oyentes sobre el peligro de las riquezas: “Tened cuidado y guardaos de toda avaricia, porque, aunque uno tenga abundancia, su vida no depende de sus bienes”.
La riqueza, el dinero, los bienes materiales son quizás los mayores ídolos de este mundo, porque nos dan la sensación de seguridad y de poder obtenerlo todo, incluso la felicidad. No es casualidad que san Pablo, en la segunda lectura (Colosenses 3,1-11), advierta a los cristianos contra “esa codicia, que es una idolatría”. A este ídolo se sacrifican cada día miles de vidas en el altar del beneficio.

Un hombre rico, afortunado. Para profundizar en su enseñanza, Jesús cuenta la parábola de un hombre rico que tuvo la suerte de cosechar en abundancia. ¿Quién es este hombre? A primera vista, no parecemos ser nosotros. Pero si lo miramos bien, tal vez lo encontremos acurrucado en el rincón de los deseos de nuestro corazón. Es difícil encontrar a alguien que no desee ser rico.

¿Qué haré? ¡Haré esto! Este hombre tiene un problema: sus graneros son demasiado pequeños para almacenar tanto bien, y se pregunta: “¿Qué haré, pues no tengo dónde guardar mis cosechas?”. Pero pronto encuentra la solución: “Esto haré –se dijo–: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes”. Es un hombre práctico y decidido, como el administrador injusto de otra parábola de Jesús (cf. Lc 16,1-8).

Esta pregunta, “¿Qué haré?”, es recurrente en los escritos de san Lucas (véase también 3,10.12.14; 16,3.4; Hch 2,37; 16,30). Es una pregunta que deberíamos hacernos más a menudo: nos ayuda a discernir lo que hay que hacer, en lugar de dejar que las situaciones se deterioren o que otros decidan por nosotros.

Lo que llama la atención en este hombre es su egocentrismo. Solo existe él: “derribaré… construiré… reuniré…”. Él y sus bienes: “mis cosechas… mis graneros… mis bienes…”.
Ninguno de nosotros razona así. Tal vez digas:
– “Si yo fuera rico, sabría qué hacer: ¡ayudaría a los míos, por supuesto, y a los pobres!”.
– ¡Pero tú eres rico! Piensa en cuántos talentos te ha dado el Señor: ¿qué uso estás haciendo de ellos?

3. “¡Necio!”

El hombre rico de la parábola no tiene interlocutor. “Pensaba dentro de sí mismo” y solo se hablaba a sí mismo: “Alma mía, tienes muchos bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, diviértete”. Pero en ese momento interviene un interlocutor inesperado: “Pero Dios le dijo: ‘¡Necio! Esta misma noche te reclamarán la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?’”.
¿Es acaso Dios un aguafiestas? No, es simplemente la voz de la conciencia que nos recuerda la realidad de la vida, como decía el libro del Qohelet en la primera lectura: “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!”.

Mantengamos despierta nuestra conciencia, dejemos que grite: “¡Necio!”, para que no tenga que hacerlo al final, cuando demos cuenta de nuestra vida: “¡Necio, ¿qué has hecho con tu vida?!”.

Propuesta de vida

Jesús concluye la parábola diciendo: “Así es el que acumula riquezas para sí y no se enriquece ante Dios”. En otro lugar, al final de la parábola del administrador injusto, concluye: “Pues bien, yo os digo: ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando falte, os reciban en las moradas eternas” (Lc 16,9). Y san Basilio dice al hombre rico —y a nosotros—: “Si quieres, tienes graneros: son las casas de los pobres”.

Señor, conscientes de nuestra frecuente necedad en la vida, te pedimos humildemente con el salmista: “Enséñanos a contar nuestros días, para que adquiramos un corazón sabio” (Salmo 89).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj

CONTRA LA INSENSATEZ
Lucas 12,13-21

Cada vez sabemos más de la situación social y económica que Jesús conoció en la Galilea de los años treinta. Mientras en las ciudades de Séforis y Tiberíades crecía la riqueza, en las aldeas aumentaba el hambre y la miseria. Los campesinos se quedaban sin tierras y los terratenientes construían silos y graneros cada vez más grandes. En un pequeño relato, conservado por Lucas, Jesús revela qué piensa de aquella situación tan contraria al proyecto querido por Dios, de un mundo más humano para todos. No narra esta parábola para denunciar los abusos y atropellos que cometen los terratenientes, sino para desenmascarar la insensatez en que viven instalados.

Un rico terrateniente se ve sorprendido por una gran cosecha. No sabe cómo gestionar tanta abundancia. “¿Qué haré?”. Su monólogo nos descubre la lógica insensata de los poderosos que solo viven para acaparar riqueza y bienestar, excluyendo de su horizonte a los necesitados.

El rico de la parábola planifica su vida y toma decisiones. Destruirá los viejos graneros y construirá otros más grandes. Almacenará allí toda su cosecha. Puede acumular bienes para muchos años. En adelante, solo vivirá para disfrutar:”túmbate, come, bebe y date buena vida”. De forma inesperada, Dios interrumpe sus proyectos: “Imbécil, esta misma noche, te van a exigir tu vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?”.

Este hombre reduce su existencia a disfrutar de la abundancia de sus bienes. En el centro de su vida está solo él y su bienestar. Dios está ausente. Los jornaleros que trabajan sus tierras no existen. Las familias de las aldeas que luchan contra el hambre no cuentan. El juicio de Dios es rotundo: esta vida solo es necedad e insensatez.

En estos momentos, prácticamente en todo el mundo está aumentando de manera alarmante la desigualdad. Este es el hecho más sombrío e inhumano: ”los ricos, sobre todo los más ricos, se van haciendo mucho más ricos, mientras los pobres, sobre todo los más pobres, se van haciendo mucho más pobres” (Zygmunt Bauman).

Este hecho no es algo normal. Es, sencillamente, la última consecuencia de la insensatez más grave que estamos cometiendo los humanos: sustituir la cooperación amistosa, la solidaridad y la búsqueda del bien común de la Humanidad por la competición, la rivalidad y el acaparamiento de bienes en manos de los más poderosos del Planeta.

Desde la Iglesia de Jesús, presente en toda la Tierra, se debería escuchar el clamor de sus seguidores contra tanta insensatez, y la reacción contra el modelo que guía hoy la historia humana.
[
José A. Pagola - Musicaliturgica]

“No me des pobreza ni riqueza”

Un comentario a Lc 12, 13, 21

Lucas nos va guiando, domingo tras domingo, tras las huellas de Jesús en su camino hacia Jerusalén. El domingo pasado se nos recordaba la importancia de la oración y, sobre todo, la manera de orar al estilo de Jesús. En este domingo se da un paso más en nuestro aprendizaje como discípulos del Maestro de Galilea.

Hoy Jesús aprovecha un conflicto entre hermanos sobre la herencia recibida para alertarnos sobre la correcta relación con los bienes materiales y las riquezas.

Es un tema de mucha importancia, que hay que afrontar con la necesaria sabiduría. No vale decir que a mí el dinero o los bienes materiales no me interesan, porque es mentira. Todos nosotros necesitamos alimento, vestido, vivienda y muchas otras cosas que nos ayudan a vivir mejor, a desarrollarnos como personas e incluso a ser caritativos y generosos con los demás. El ser humano no es un ser puramente “espiritual”, sino que es un hombre hecho, como dice el Génesis, del polvo de la tierra y del soplo divino. Materia y espíritu son dos dimensiones esenciales, que deben relacionarse entre sí de manera equilibrada y sabia. Y la relación con el dinero y la riqueza, es parte de este equilibrio. Jesús no es un anacoreta que huya del mundo, como si el dinero contaminase necesariamente a todos. En su grupo había un encargado de la bolsa, porque sin dinero no es posible vivir, al menos en nuestra sociedad de hoy. De lo que se trata no es de prescindir del dinero, sino de ponerlo al servicio de una riqueza superior: la de ser hijos de Dios en un sociedad justa y fraterna.

Uno puede pecar ciertamente de “espiritualismo”, de pretender vivir de sueños, como si fuésemos ángeles. Pero la tentación más común es la de agarrase al dinero, la de acumular bienes, por miedo a lo que nos pueda pasar, por el afán de ser más que los demás, por el deseo de protegernos de cualquier enfermedad o contingencia negativa, etc. En ese afán de acumulación podemos caer en el peligro de volvernos egoístas, avaros, codiciosos… y perder la capacidad de compartir con nuestros hermanos, como el niño que quiere todos los juguetes para sí, sin importarle lo que le pase a los otros hermanos.

Jesús nos dice que ese afán por acumular y protegernos es inútil, porque al final somos débiles y cualquier pequeño accidente puede acabar con todas nuestras pretendidas seguridades. Lo mejor, insiste Jesús, es crecer en la riqueza del amor ante Dios y ante los hombres, crecer como personas que aman y se dejan amar. Esa riqueza humana y espiritual resistirá todas las dificultades y sobrevivirá incluso más allá de la muerte. Esa es una riqueza que nadie nos podrá robar.

Recordemos la sabia petición del libro de los Proverbios (30, 8-9): “Aleja de mí falsedad y mentira; no me des pobreza ni riqueza, asígname mi ración de pan; pues si estoy saciado, podría renegar de ti y decir: ¿Quién es Yahvé?; y si estoy necesitado, podría robar y ofender el nombre de mi Dios”.

Escuchemos a Jesús: No caigamos en la necedad de pensar que la riqueza nos puede defender de todo. Sólo el amor nos hace verdaderamente ricos ante Dios y ante los mismos seres humanos. Vivamos con un sabio equilibrio nuestra relación con los bienes materiales, que son necesarios, pero no lo son todo.

P. Antonio Villarino, mccj