Al P. Jean Pierre Legonou la trama de la vida se le cortó exactamente a los catorce días de haber cumplido los 43 años, en la lozanía de su entrega a la causa del Reino. Había llegado al mundo, juntamente con su hermano gemelo Jean Paul, el 22 de Febrero de 1960, fiesta de la cátedra de San Pedro, en Benin, África occidental. Papá Anselmo y mamá Flora, sinceramente cristianos y fervientes católicos, vieron en ello un signo del cielo y los llamaron Pedro y Pablo con el denominador común Juan, entendiendo honrar así a las dos columnas de la Iglesia Romana y al apóstol, a cuyos cuidados confiara Jesús a su madre María.
La familia, siendo Jean Pierre pequeño, se trasladó a Lomé en Togo; influyó muchísimo en la formación humana y cristiana del muchacho. Su papá, maestro, y su madre, empleada de correos, marcaron definitivamente las tendencias del futuro misionero, maestro diligente y administrador metódico y celoso.
Gran peso tuvieron también en la preparación a la vida de Jean Pierre la Legión de María, el servicio de acólito en la parroquia y la presencia en ella de los Misioneros Combonianos. Mamá Flora había hecho de la Legión de María su campo preferido de apostolado. La reunión semanal en el praesidium, las visitas domiciliarias y el rezo del rosario entretejían en un único ramillete los quehaceres de la casa, la administración de correos y la colaboración activa en la parroquia. Papá Anselmo andaba en lo mismo conjugando en deliciosa fragancia los deberes de la enseñanza con la participación activa en la vida parroquial.
De tal palo tal astilla
Los hijos no podían andar de vagos en la calle. Les correspondía alternar los deberes escolares con los quehaceres de la casa, el servicio en la Iglesia y la participación activa en la Legión de María. No siempre resultaba fácil mantenerlos a raya. Crecían demasiado y eran de una creatividad preocupante. La ropa a los tres meses les quedaba corta. No sólo el pantalón y la camisa, sino también la sotana para el servicio del altar. Una tarde atrajo la atención del padre misionero las carcajadas estruendosas de Jean Pierre, porque su hermano había quedado atrapado en la sotana y no lograba zafarse por más esfuerzos que hiciera.
La tentación perenne e invencible para los acólitos la constituía la huerta de los misioneros, entrando en la casa habitación. Las naranjas, los mangos, los bananos, con sus colores característicos, les atraían e invitaban de forma dulce e irresistible. Una mañana de Domingo el misionero sorprendió a Jean Pierre en contemplación frente al jardín: “Cuidado, muchacho -le dijo en tono paternal y deletreando el nombre- el fruto es apetitoso pero las consecuencias podrían ser muy serías”. “La fruta me encanta, especialmente la del jardín del cura -contestó rápido el muchacho- pero no vengo por ella. Vengo por mí; sí, quisiera hablar contigo.” “Habla, pues” -terció el misionero, cambiando de tono y poniéndole la mano en el hombro, para inspirarle confianza. “Desde hace algún tiempo se me metió en la cabeza una idea -confesó Jean Pierre- la de ser cura y misionero como tú y como el otro misionero que está contigo. Los admiro, porque lo han dejado todo para venir a nuestro país y hablarnos de Jesús. Me martillean en la cabeza, como un estribillo, estas palabras: tú puedes ser uno de ellos y marchar a otras tierras.” “Lo que dices, Jean Pierre, es grande y noble de tu parte -puntualizó el misionero. Puede ser una llamada de Dios, pero hay que tomar muy en serio el asunto. Es preciso orar para pedir la luz de Dios, con miras al discernimiento, y dar prueba que viene de Dios.”
“¿Qué me pides que haga? -cortó el muchacho- para demostrarte que es verdad lo que te digo?” “Sé cuidadoso en tus estudios, más atento en la casa y da buen ejemplo a los acólitos en la iglesia y más, fíjate bien, en la sacristía y ...alrededores. Más adelante hablaremos de esto con tus padres.”
La formación filosófica y espiritual
Pasaron algunos años, el diálogo en familia fue relativamente fácil. Papá Anselmo, cuando el misionero les expuso el caso, fue de inmediato al grano: “Si te metes por ese camino, hijo, date de lleno y sin titubeos; sirve al Señor con entereza y alegría. Mamá Flora , emocionada, exclamó: bendigo al Señor por este favor que nos hace. Sé humilde como María, hijo, y el Todopoderoso hará maravillas por ti.”
El que manifestó desconcierto fue Jean Paul, al entender que había llegado el momento de separarse: “Vaya, ya me lo imaginaba yo. Tanto va el cántaro al agua que allí se queda...”
Jean Pierre ingresó en el postulantado comboniano de Adidogomé para empezar su formación bajo la vigilante presencia de P. José Antonio Girau Pellicer y P. Ricardo Andrade García. Los recordará siempre con gran admiración y gratitud. No tuvo dificultades con respecto de los estudios, porque Dios le había dado capacidad; las tuvo para moldear su carácter y acatar las órdenes de los formadores.
“En una ocasión -contaba más tarde Jean Pierre- nos invitaron a participar en una actividad del seminario nacional. Era Domingo y el P. Ricardo, consultado, había establecido que nos fuéramos en el bus público. ‘¿Por qué?’ -observé yo a los compañeros- ‘podemos ir con el microbús del postulantado’. Sabiendo la disposición dada por el P. Ricardo, fui al P. Girau y le pedí que nos permitiera usar nuestro microbús. Nada le dije de la negativa del otro formador ‘Está bien -contesto el P. Girau- pueden ir’. Nos fuimos. Cuando regresamos, por la noche, en la entrada de la casa encontramos al P. Ricardo. ‘Vayan de inmediato a la capilla’ -explotó serio y molesto.
En la capilla nos esperaba Jesús sacramentado y también, de pie ante el altar, el P. Girau. Nos mandó que rezáramos las oraciones de la noche y luego nos hizo sentar y nos dio un sermón de media hora sobre el respeto a los superiores. ‘Hoy han faltado seriamente al respeto, a la obediencia y a la sinceridad -concluyó molesto- Han actuando con doblez. Me han engañado a mí y no sólo a mí, sino a Dios’”.
La estructura comboniana de la época llevó a Jean Pierre a Congo para el noviciado. El hecho exigía capacidad de adaptación y total disponibilidad. El P. Giorgio Aldegheri y compañeros no soportaban medias tintas y excepciones. Había que orar mucho, poner atención a las explicaciones y conferencias espirituales del padre maestro y trabajar en el campo, todos los días, después del almuerzo, bajo los rayos inmisericordes del sol. Ay de quienes intentaran sestear bajo la sombra benigna de un arbolito complaciente. Aquello era indicio de falta de vocación. Una tarde, al regresar del campo, bañado en sudor, Jean Pierre vio al formador sentado en una mecedora de la sala, degustando una refrescante bebida local: “¡Qué pastor tan bueno tenemos -explotó con dejo de ironía- siempre al frente de las ovejas!”
El padre maestro apreciaba la franqueza de su novicio y su gran capacidad intelectual. No le escatimó correcciones y pruebas para moldear su carácter y prepararlo a la vida de comunidad y misionera. Viendo que adelantaba de manera satisfactoria en el dominio de sí mismo, lo admitió a la profesión temporal y lo envió a Roma para los estudios teológicos.
Sacerdote para siempre
La estadía romana marcó significativamente a Jean Pierre. Hablaba muy seguido de ella y siempre en forma positiva. Era defensor de los escolasticados intecontinentales para la formación de los misioneros, a ultranza. Roma para él era lo máximo y los Combonianos podrían algún día retirarse de los grandes centros de estudio europeos, pero no de Roma. Se gozaba en contar, con cierto espíritu goliárdico y derroche de detalles, pequeñas aventuras estudiantiles. Se reía, pero a gusto; sus carcajadas resonaban por toda la casa.
Completados los estudio fue ordenado sacerdote en Lomé, Togo, el 25 de Julio de 1992, fiesta del apóstol Santiago. Lo acompañaron muchos paisanos y amigos de infancia y de estudios. Una representación de la parroquia de San Egidio, fue desde Roma a Lomé para patentizarle su aprecio. Era una característica suya: hacer amigos, pero de verdad y de larga duración.
Volvió a Roma para completar sus estudios con la licenciatura en Derecho Canónico en la Universidad Gregoriana. Enseguida lo destinaron a la Delegación de Centro América. Viajó a Costa Rica con el P. Jafet Bricalli, que volvía de las vacaciones, sin conocerlo. Era gracioso escucharle contar el hecho y la cara que pusieron los dos, cuando, en el aeropuerto de San José, el P. Sergio Pendini los juntó para llevarlos a casa.
Desde Septiembre de 1993 a 1999 estuvo en San José desempeñándose como promotor vocacional y animador misionero en las parroquias. Carácter decidido y optimista no reparó en las dificultades y barreras, que el ambiente podía oponerle. Perfeccionó el español, que había empezado a estudiar en España, consiguió con gran satisfacción la licencia de conducir y empezó a correr por los caminos del istmo centroamericano.
Le encantaba ponerse al volante y emprender grandes viajes. Confesaba que, de no haberse hecho misionero, se hubiera enrolado en el ejército, para espaciar en el aire con un cazabombardero supersónico. Su pasión eran las carreras de motos de gran potencia. Habría que verlo seguir una carrera desde el asiento del sofá frente al televisor ¡qué gritos y qué maniobras en las curvas!
Los continuos viajes para ir a los colegios y a los grupos parroquiales no le hacían olvidar su sacerdocio. Con gusto preparaba retiros, participaba en campos misión con los jóvenes y se prestaba para las confesiones y charlas en las parroquias. Fue miembro del tribunal eclesiástico de la arquidiócesis de San José y colaboró con los otros integrantes para dar resolución a tantas solicitudes pendientes. El trabajo con los jóvenes le exigió mucho y le dio menos de lo que él esperaba. Fue ciertamente motivo de gran sufrimiento, pero no solicitó cambio.
De colaborador a responsable
Con el beneplácito de los cohermanos, fue nombrado Delegado de la DCA y, desde 1999, desempeñó con ejemplar entrega, este cargo tan delicado y comprometedor. Hombre de principios, con gran sentido de la autoridad y apegado a las normas y tradiciones del Instituto, vivía, exhortaba y exigía con firmeza el cumplimiento de los acuerdos tomados, en aras del amor a la vocación y a la comunidad.
Consideraba su deber dedicar todas sus energías y tiempo a los asuntos del cargo: correspondencia, visitas a las comunidades, trato con los cohermanos y estudiantes, informes, boletines. Estos últimos, juntamente con las actas de las asambleas, los cuidaba con esmero hasta en los mínimos detalles.
Por lo general realizaba la visita a las comunidades viajando en su carro, un Nissan 1999. Partía muy temprano, no más tarde de las cuatro de la mañana y no tomaba nada, hasta llegar a la otra comunidad. Tenía sus razones. El paso por las fronteras era un tormento para él. Indefectiblemente los aduaneros le creaban algún problema por los papeles. Siempre faltaba algo. Los encargados de las aduanas no estaban acostumbrados a tratar con turistas que vienen de Benin ¿Dónde está? Nadie sabía. Consulta el directorio: no aparece. Telefonea a la secretaría de relaciones exteriores: no está el responsable. ¿Qué hacer? Pasaba el tiempo y no le resolvían el caso.
Estos contratiempos le hacían perder, en ocasiones, los estribos, porque sospechaba que se los ocasionaban por ser negro. Saltaba como un resorte, les echaban en cara su ignorancia y les recordaba algunas verdades. Llegando a la comunidad se desahogaba con los cohermanos, subrayando que él sabía poner en su lugar a los descarados, que intentaban perjudicarle, dando una mala imagen de su país.
Era de gran equilibrio en el trato con los religiosos y muy atento. Alguien dijo que tenía la fuerza de un gigante y la delicadeza de un niño. Comprensivo y noble sabía escuchar y consideraba lo que le decían. Una que otra vez perdía, de repente, la paciencia. Alguien o algo le sacaba de sus casillas y entonces, si sospechaba que le querían tomar el pelo, gritaba y con ganas.
Nos ha dejado la imagen de una persona buena, que es consciente de su capacidad y sabe tratar con la gente. Con los amigos era de una afectuosidad sana y exuberante. No hacía misterio, más bien, se ufanaba de ella. Como religioso era cumplido y leal.
Un viaje sin retorno
Desde mediados de 2002 se le había manifestado un problema cardíaco. En momentos advertía cansancio, debilidad y dolor en el pecho. En ocasiones se le hinchaba la cara. Los médicos decían que debía ser una especie de alergia. Era un verdadero sufrimiento para él. El primer infarto lo tuvo en Nicaragua, camino de Costa Rica, Los médicos no dieron en el clavo y él siguió para San José, Costa Rica. Al realizar el cateterismo se dieron cuenta del problema serio, que le afectaba. Las arterias estaban dilatadas y la sangre tendía a estancarse. Aconsejados por los médicos buscó ayuda en un centro especializado. Fue a Milán y volvió con la recomendación de tomar las medicinas prescritas para mantener fluida la sangre. Consta que fue fiel a las consignas.
Salió de Guatemala, rumbo al noviciado de Sahuayo en México a primeros de Marzo de 2003. Quería ver a los novicios centroamericanos y animarles a vivir el año misionero con gran entrega y fidelidad. En la noche, antes de emprender el viaje de regreso, le dio nuevamente el infarto. Fue fatal; murió bajo los cuidados de los cohermanos y de los médicos.
Consciente de la gravedad de su situación, en ningún momento mostró depresión o desánimo. Mantuvo la moral muy alta por temperamento y por fe. Amaba la vida en todos sus aspectos y disfrutaba de ella con alegría y esperanza. Sufrió mucho por el éxodo de algunos cohermanos. Hizo lo posible para que vieran el asunto dentro del marco congregacional y eclesial. Hablaba siempre con veneración y respeto del Papa y de la Iglesia.
Nos deja ejemplo de dedicación a la causa misionera. Dios tendrá en cuenta sus trabajos y sacrificios y nos dará el don de la fidelidad y de la perseverancia. Que el Señor le conceda el descanso de los justos y la gloria de los servidores fieles.
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Fr. Jean-Pierre Legonou was born in Benin of a deeply religious family, where the father, a teacher, and the mother, a postal service employee, attended parish functions regularly and took part in the pastoral life of the Christian community.
On 22 February 1960, the Legonou family rejoiced over a great event: the birth of two beautiful twins. The father, Anselmo, a man of great faith and involved in parish work, remembered that on that day the feast of the Chair of Peter was being celebrated and chose to name the twins Jean Pierre and Jean Paul, in honour of the two great apostles.
While the twins were still small the family moved to Togo, the neighbouring country, where Jean Pierre attended grade school and high school.
The event that left a mark in his Christian life was his belonging to the Legion of Mary, a movement that fostered his Christian and missionary vocation. He often talked with fondness of the years he spent in this Marian movement and it was easy to notice the affection he had for the many friends he had met in that period.
Towards the end of his secondary education he met the Comboni Missionaries of Togo. He was fascinated and very enthused by them, so he decided to begin the journey that enabled him to become the first Togolese Comboni Missionary in West Africa. Later he often said: “If I had not become a missionary I would have become a jet bomber pilot.” How many times have we laughed over this disclosure that remained renowned.
The years of formation passed quickly: postulancy in Lomé, noviciate in Congo and scholasticate in Rome. This last period of studies turned out to be a very important time for Jean Pierre’s spiritual, cultural and human growth.
Already at that time, it was evident, the Lord had given Jean Pierre many gifts and talents, and he was advised to continue his studies and get a degree in Canon Law. He did so and attended the Gregorian University where he performed brilliantly.
He was ordained priest in Togo on 25 July 1992 in his home parish, accompanied by a group of young people from the parish of S. Vigilio (Rome) who loved him and who remained ever since his inseparable friends.
After his ordination, he was assigned to Central America and he was the first African Comboni Missionary to arrive in this delegation.
He quickly learned the language and obtained a driving permit. The car was to be a faithful companion on his long apostolic journeys. Assigned to vocation promotion, he distinguished himself for his serious commitment to such an important task.
Very soon it was realised that, beside his intellectual gifts, he was also a leader, so the confreres presented him to the General Council as the delegate superior of Central America. The proposal was accepted and his term of office was renewed for a second period. It was a prophetic step in Latin America and everybody was happy with it. Fr. Jean Pierre served with generosity and enthusiasm, without sparing himself, acting with the authority of a father and the tenderness of a mother.
He loved life in all its aspects and lived each day with joy, despite the many problems of the delegation. His laugh, which we all got to know, was contagious. He loved the Church, the Pope and the Institute, serving generously and with great missionary spirit. Death caught him suddenly, while he was directing a retreat for the young novices of Sahuayo in Mexico.
To us he leaves the example of a young missionary who lived a short, but full life, serving God and the people of Central America. Goodbye, Jean Pierre and, as people say in Togo, “may the soil that covers you be light.”
Da Mccj Bulletin n. 222 suppl. In Memoriam, aprile 2004, pp. 1-9