Viernes, 25 de mayo 2018
Tres son, en mi opinión, los desafíos más importantes en el actual panorama misionero: las grandes mayorías de empobrecidos, la creciente secularización de los cristianos y los vastos grupos de no creyentes. La Misión nos exige la inserción en estas realidades, porque sólo se evangeliza lo que se asume en Cristo y se comparte en solidaridad humana.

La inserción misionera – mística de “ojos abiertos”
P. Rafael González

Tres son, en mi opinión, los desafíos más importantes en el actual panorama misionero: las grandes mayorías de empobrecidos, la creciente secularización de los cristianos y los vastos grupos de no creyentes. La Misión nos exige la inserción en estas realidades, porque sólo se evangeliza lo que se asume en Cristo y se comparte en solidaridad humana.

El modelo misionero de inserción tiene su origen en el misterio de la Encarnación; desde el fiat de María, pasando por el Calvario y continuando hacia el “Yo estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20), se nos revela el paradigma misionero del Emmanuel – “Dios con nosotros”. Desde entonces, toda Misión proclama que “el Padre envió a su amado Hijo Jesucristo para que, asumiendo nuestra condición humana, excepto el pecado, nos salvase de la esclavitud del Maligno y diese muerte a nuestra muerte, a través de su sangre derramada en la cruz y su resurrección gloriosa” (cfr. Heb 4,15; Flp 2,6-8; 2 Cor 8,9).

Como discípulo del Emmanuel, el misionero, inserto en el corazón de la miseria humana, nunca debe perder su identidad cristiana: “No pido que los saques del mundo, sino que los libres del mal. No son del mundo, igual que yo no soy del mundo. Conságralos con la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, yo los envié al mundo” (Jn 17,15-18). Por consiguiente, ya sea en la cotidianidad extensa y silenciosa de Nazaret o en la fugaz pero incisiva acción pública en torno al lago de Galilea, el misionero debe permanecer enraizado profundamente en la Persona de Jesucristo como su todo, sólo así su misión será encarnación de Dios hoy. En esto radica la calidad de la Misión o por el contrario su deterioro.

LA INSERCIÓN COMO CLAVE DE LECTURA DE NUESTRA REGLA DE VIDA

Los misioneros combonianos estamos experimentando un tiempo de gracia a partir de la canonización de nuestro fundador san Daniel Comboni que no debemos permitir que se apague; nos estamos comprometiendo más decididamente en la profundización de nuestra identidad, espiritualidad y misión. El XVII Capítulo General lo expresa de la siguiente manera: “El Instituto, ante los nuevos desafíos que interpelan su razón de ser en la Iglesia y en el mundo, está tomando conciencia de la necesidad y la urgencia de reconsiderar y redescubrir el don que posee (cfr. 2 Tim 1,6) para reavivarlo y transmitirlo a las nuevas generaciones” (DC-2009, 1).

Parte imprescindible para dicho kairós consiste en “recuperar” la Regla de Vida: “Es necesario cultivar una mayor familiaridad con la RV, como instrumento para el crecimiento de nuestras opciones, según el carisma comboniano a varios niveles…” (DC-2009, 31). Esta tarea, que debe apasionarnos a todos sin excepción, puede dar origen a una gran creatividad y variedad de interpretaciones en el contexto de nuestra realidad misionera actual. A mi parecer, todas son válidas a condición que contribuyan – como rayos de un mismo arcoíris – al fortalecimiento de nuestra consagración incondicional a Dios en el servicio misionero a los más pobres y abandonados, acorde a la pasión y las opciones que nos heredó san Daniel Comboni.

En un artículo anterior (“…Para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar…” (Mc 3,14) – Apuntes para una lectura en clave espiritual de la Regla de Vida de los MCCJ) he presentado con detalle los varios elementos de la espiritualidad comboniana recorriendo la RV en sus distintas secciones. Ahora me gustaría proponer, de manera breve y somera, el modelo de la inserción misionera como posible clave para una relectura de la RV que nos obtenga frutos de renovación. Para ello he elegido los subnúmeros 21.1 y 21.2; otros podrán añadir diferentes textos de la RV o de otras fuentes igualmente importantes.

A) NUESTRA INSERCIÓN EN CRISTO

RV 21.1 “El encuentro personal con Cristo es el momento decisivo de la vocación del misionero. Sólo después de haber descubierto que ha sido amado por Cristo y conquistado por Él, puede dejarlo todo y estar con Él. El misionero adquiere la capacidad de seguir a Cristo viviendo continuamente este encuentro y profundizando su comunión con el Señor”.

En los últimos años se ha escrito bastante sobre el “seguimiento de Cristo” y, con toda razón, se nos ha recordado que “conocemos a Jesús en la medida que lo seguimos y hacemos lo que él hizo, sobretodo en relación a los más necesitados de misericordia”. Este redescubrimiento del carácter “discipular” de la fe cristiana tiene el gran mérito de rescatarnos de cualquier tipo de espiritualismo desencarnado y también promueve el dinamismo misionero de las comunidades eclesiales. Ser de Jesucristo no es otra cosa sino caminar tras de sus huellas, anunciando, haciendo emerger y testimoniando la presencia del Reino de Dios en la historia humana.

Sin embargo, aquí también se infiltran algunas nociones y prácticas que desvirtúan el contenido original de la sequela Christi. Lo explico con palabras sencillas: resulta que a veces hacemos las obras de Dios pero nos olvidamos de Él, no es Él la Vida de nuestra vida. Con demasiada facilidad damos por supuesto el “encuentro personal con Cristo” en nosotros y en los demás. Tampoco verificamos si en lo concreto de nuestras opciones cotidianas “lo estamos viviendo y profundizando”. Hacemos del discipulado y de la misión una larga lista de cosas por hacer pero sin llevar a la gente a Él que es la Vida. Y acabamos hastiados y desajustados.

Nuestra RV es categórica: “[El misionero] sólo después de haber descubierto que ha sido amado por Cristo y conquistado por Él, puede dejarlo todo y estar con Él”. Si aceptamos esta afirmación hasta el fondo, entonces no debería haber cabida a vidas a medias, a labores misioneras desenfocadas y sin entusiasmo, ni a espiritualidades mediocres. Queda claro que la motivación fundamental de nuestra vocación es únicamente Dios, aún si reconocemos la importancia ineludible de concretarla en nuestro compromiso con la historia y en la sacramentalidad de los hermanos, particularmente los más pobres. El evangelio nos alienta tremendamente en la justa perspectiva: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; quien permanece en mí y yo en él dará mucho fruto; porque separados de mí no pueden hacer nada” (Jn 15,5).

San Daniel Comboni nos transmitió la urgencia de vivir la misión injertados en Jesucristo, lo repite en sus escritos como si fuera un estribillo. La RV en las notas al pie de página ha escogido las siguientes citas muy significativas:

Los misioneros «adquieren esta actitud esencialísima teniendo siempre fijos los ojos en Jesucristo, amándolo tiernamente… y renovando frecuentemente el ofrecimiento de sí mismos a Dios», MDC, p. 149 (n. 97). (Nota 78).

«El misionero que no tuviese una fuerte experiencia de Dios y un vivo interés por su gloria y el bien de las almas, no sería apto para sus ministerios y terminaría por encontrarse en una especie de vacío y aislamiento intolerables”, DF, p. 233, 239-241. (Nota 147).

La espiritualidad misionera comboniana, que la RV nos presenta en su conjunto, incluye los pasos siguientes:

  • el encuentro vital con Cristo (experiencia de fe siempre creciente),
  • la metanoia (cambio de mentalidad, conversión de corazón, estilo de vida coherente),
  • la fraternidad misionera basada en el amor extremo de Dios sin distinciones (voluntad salvadora de Dios a beneficio de todos y el consecuente amor fraterno auténtico),
  • vida de oración, escucha amorosa de la Palabra de Dios, obediencia incondicional, caridad apostólica, confianza filial y docilidad total hasta la muerte (calidad de oración y virtudes misioneras).

La Regla de Vida sintetiza nuestra espiritualidad misionera en tres grandes núcleos, que son pilares del carisma de san Daniel Comboni y verdaderas fuentes teológicas donde nos encontramos con el misterio de Dios y recibimos la gracia para adherirnos a su proyecto salvífico:

  • El Corazón de Cristo”.
  • “El misterio de la Cruz”.
  • “Los más pobres y abandonados”.

Si ahora dirigimos nuestra mirada a lo que está sucediendo en la Iglesia de nuestros días, resulta muy elocuente observar cómo, por ejemplo, el Documento de Aparecida (Conferencia del Episcopado de América Latina y del Caribe, Brasil 2007) comparte esta misma urgencia por priorizar el Encuentro con Cristo vivo. Frecuentemente define a la Iglesia como “discípula y misionera” “casa de los pobres” “mística y profética” “peregrina con el pueblo” y la quiere situar en continuidad con Medellín y Puebla en su “opción preferencial por los más pobres” (los rostros sufrientes de los excluidos), pero ahora exhorta a diestra y siniestra para tener como fuente de toda actividad misionera “el encuentro personal y comunitario con Cristo vivo”. Baste un párrafo para comprobar dicha insistencia, que también describe como “acontecimiento fundante y encuentro vivificante”:

“La Iglesia está llamada a repensar profundamente y relanzar con fidelidad y audacia su misión en las nuevas circunstancias latinoamericanas y mundiales. No puede replegarse frente a quienes sólo ven confusión, peligros y amenazas, o de quienes pretenden cubrir la variedad y complejidad de situaciones con una capa de ideologismos gastados o de agresiones irresponsables. Se trata de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en nuestra historia, desde un encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros. Ello no depende tanto de grandes programas y estructuras, sino de hombres y mujeres nuevos que encarnen dicha tradición y novedad, como discípulos de Jesucristo y misioneros de su Reino, protagonistas de vida nueva para una América Latina que quiere reconocerse con la luz y la fuerza del Espíritu” (DA, 11).

En la misma sintonía el Papa Benedicto XVI nos señala en el texto ya clásico de la Deus Caritas Est:

“No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (DCE, 1).

B) NUESTRA INSERCIÓN EN EL PUEBLO

RV 21.2 “El comboniano comparte más estrechamente el destino de Cristo, quien se humilló hasta la muerte y muerte de Cruz. Camina con Él y con el pueblo que evangeliza, tomando cada día sobre sus espaldas la cruz, experimentando y testimoniando la presencia del Señor resucitado”.

Para nuestra RV “caminar con Jesucristo” y “caminar con el pueblo que evangeliza” son inseparables. Todo ello en un contexto pascual de muerte (muerte de cruz) y de resurrección. Al comboniano se le pide tomar cada día sobre sus espaldas la cruz de Cristo y la cruz de sus hermanos que sufren. Dios y los pobres son caras de una misma moneda misionera, no puede faltar ninguna de ellas. O para decirlo con un lenguaje más típico comboniano: el Corazón de Cristo y la Nigrizia se atraen mutuamente. Podríamos afirmar en la misma lógica: Encuentro con Jesucristo, Discipulado y Misión se incluyen porque uno es el amor apasionado a Dios y al prójimo.

Quien se ha identificado con Jesucristo y se ha enamorado de sus amores, puede encarnar sus opciones de Buen Pastor del Corazón Traspasado e inyectar en la historia humana la fuerza transformadora de las Bienaventuranzas. Quien, como señala expresamente la RV, “comparte más estrechamente el destino de Cristo” experimentando y testimoniando su Presencia, es capaz de acompañar al pueblo – no sólo con teorías románticas sino en la dura realidad de los hechos – en su proceso de liberación integral.

Nuevamente aquí san Daniel Comboni es para nosotros maestro vivencial:

«Consagraremos con alegría nuestras débiles fuerzas y toda nuestra vida a cooperar dentro de nuestra enfermedad a la gran obra… porque habremos reconocido la suprema voluntad del cielo»: MDC, p. 90 (n. 7). (Nota 73).

«El camino que Dios me ha trazado es la cruz»: MDC, p. 247 (n. 242); «Soy feliz en la cruz, que llevada con gusto por amor de Dios engendra el triunfo y la vida eterna»: lb., p. 257 (n. 257). (Nota 80).

«Por mi parte, estoy dispuesto a hacer cualquier sacrificio y a sufrir las más arduas fatigas y molestias, aún más, sería cosa fácil… el sacrificio… de mi vida, con tal de contribuir a que esta santa Obra sea llevada a cabo»: MDC, p. 90 (n. 6). (Nota 87).

Lo que distingue a san Daniel Comboni es su amor total a Jesucristo expresado en un vehemente amor misionero por los africanos, considerados entonces los últimos de la tierra. Para nuestro Fundador, una espiritualidad que no desemboca en misión a favor de los pobres resulta alienante; una misión que no está arraigada en una profunda espiritualidad acaba por derrumbarse. Por eso podemos decir que la de san Daniel Comboni es una “mística de ojos abiertos”, vive su misión no ideológicamente sino a partir de las necesidades reales de la gente y desde su compromiso de fe que lo involucra por la liberación en primera persona.

Es evidente que para san Daniel Comboni el aceptar la cruz constituye el signo más auténtico de solidaridad con la gente que sirve: la cruz es como el anillo nupcial entre el misionero y el pueblo. No obstante, es consciente que Dios no quiere el sufrimiento en cuanto tal sino la Vida. Se trata por tanto de una cruz florecida en horizontes de esperanza: “Cristo ha venido para que tengamos Vida y la tengamos en abundancia” (cfr. Jn 10,10). La Vida es Jesucristo mismo y nos la quiere dar configurándonos a Él. Este Evangelio de Vida es lo que los pobres nos piden a gritos, a veces con agresividad, y que no debemos traicionar paralizados por el miedo o la comodidad. La inserción misionera parte de esta promesa de Vida transformante.

En la praxis concreta, lo primero que constata el misionero en su inserción (además de la pequeñez y lentitud de los procesos de cambio) es la notoriedad del mal, la vida se encuentra amenazada por doquier: desesperación, crisis de sentido, relativismo de valores, individualismo prepotente, sistemas de exclusión y corrupción institucionalizada, desprecio de las minorías, enajenación cultural y fundamentalismos, guerras y violencia, hambre rampante… La misión se convierte necesariamente en lucha frontal contra toda asechanza a la dignidad de las personas y contra aquello que pretende reducirlas al absurdo.

La Vida que nos viene de Jesucristo, lo sabemos por experiencia, no puede ser posible sin empeñarnos por las sendas de la verdad, la solidaridad, la justicia, la dignidad, la paz y la libertad. El cambio epocal, del que tanto se habla en nuestros círculos, es más que evidente en estas realidades con toda su complejidad y desconcierto. Al final, una cosa resulta cierta: no es la arrogancia del mal que tiene la última palabra sino la potencia del amor fraterno de los sencillos. Por eso, a pesar de todos los aparentes fracasos y contradicciones, el misionero se convierte en promotor de la vida que es Jesucristo con nosotros, siendo sembradores de resurrección para una humanidad sedienta de esperanza.

UN EPÍLOGO ABIERTO

De esta reflexión que acabo de sugerir brotan más preguntas que respuestas. Efectivamente, a partir de una relectura de la Regla de Vida, debemos cuestionarnos permanentemente: ¿cómo vivo mi relación con Dios y con mis hermanos a los que he sido enviado para llevarles el evangelio? ¿la inserción en Jesucristo y la inserción en el pueblo son dos piernas que me mueven o ando cojeando de alguna de ellas? La RV en su globalidad tiene como finalidad ayudarnos a realizar la integración entre espiritualidad y misión insertos en el caudal de santidad que es Daniel Comboni para nosotros.

Desde la óptica de “encarnación-configuración-inserción-solidaridad” estamos invitados a revisar nuestra identidad, apostolado, formación, estilo de vida, estructuras, lugares, programas… El modelo misionero de inserción abre el horizonte de nuestra comprensión de la RV en el acontecer que nos toca afrontar para valor con mayor intensidad:

  • la centralidad de la Palabra de Dios y de la oración en nuestra vida misionera diaria;
  • la fraternidad espontánea y sincera en nuestras comunidades apostólicas;
  • la cercanía misericordiosa a nuestros hermanos y hermanas más pobres;
  • los programas pastorales evangelizadores encaminados al encuentro con el Dios de la Vida y la construcción de comunidades regeneradoras de personas;
  • la formación misionera como iniciación continua al encuentro con Jesucristo fuente de vida plena… asumiéndola en la apertura al Espíritu creador cielos y tierras siempre nuevos;
  • la animación misionera de las iglesias locales hecha como evangelización gozosa y creativa;
  • y, sobre todo, un compromiso de fe que sea capaz de remontar “el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad” (Documento de Aparecida, 12).

Hoy, los misioneros combonianos, sostenidos por el testimonio de nuestros mártires y misioneros ejemplares, tenemos que invertir nuestras “moneditas sin gran valor” (Lc 21,1-4) ahí donde se juega la vida de las personas; sin pretender abarcar todo pero si con valentía. Debemos confiar al Espíritu Santo, como Protagonista de la Misión, nuestros “cinco panes y dos pescados” (Mt 14,17) para que siga realizándose el milagro del amor compartido en el devenir contemporáneo.

“Vayan…Yo estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo”. Con María Madre fiel hasta las últimas consecuencias, con san José de la fe robusta sin alardes y con san Daniel Comboni padre compañero de misión, nuestros audaces intercesores.
P. Rafael González Ponce MCCJ
Pascua 2012